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En realidad se trataba más de un dilema que de una historia: un anciano pastor encerró en el redil su rebaño de ovejas, que había vuelto por sí solo a la aldea debido a un eclipse en medio del día, sorprendió a su querida mujer en Ia cama con un amante y, tras un momento de duda, los mató a ambos con el primer cuchillo que cogió. Después de entregarse, en su defensa ante el juez afirmó que no había matado a su esposa y a su amante, sino a una mujer desconocida que estaba en su cama con su querido; la lógica que seguía el pastor era tremendamente simple: teniendo en cuenta que resultaba imposible que «la mujer» con la que había vivido enamorado desde hacía años, en la que había confiado y a la que tan bien conocía, le hiciera aquello a «él», tanto «él» como «la mujer de la cama» eran en realidad otras personas. El pastor creyó de inmediato en aquella sorprendente sustitución corroborada además por la señal sobrenatural que le había proporcionado el Sol. Por supuesto estaba dispuesto a sufrir la pena correspondiente al crimen de aquella otra persona que recordaba que le había poseído por un instante, pero quería que tanto la mujer como el hombre que había matado en la cama fueran considerados dos ladrones que habían entrado en su casa para aprovecharse impúdicamente de la comodidad de su lecho. Después de cumplir su condena, fuera la que fuese, se echaría a los caminos para buscar a su esposa, a la que no veía desde el día del eclipse y, después de encontrarla, comenzaría a buscar si propia personalidad perdida, quizá con ayuda de su mujer. ¿Cuál fue el castigo que el juez impuso al pastor?

Mientras escuchaba las respuestas que los de la mesa le daban a la pregunta del anciano coronel, Galip pensaba que había leído o escuchado aquella historia en otro lugar, pero era incapaz de recordar en cuál. Por un momento, mientras observaba una de las fotografías que el fotógrafo había traído y repartía entre los componentes de la mesa, creyó que iba a descubrir de dónde recordaba la historia y al hombre pero, en ese momento le pareció que podría decir de repente quién era ese hombre y, como en la historia del fotógrafo, así descifrar el misterio de una de aquellas caras cuyo significado era tan difícil de interpretar. Cuando le llegó el turno a Galip opinó que el juez perdonaría al pastor y en ese instante sintió que había resuelto el secreto del significado del rostro del militar jubilado: era como si cuando comenzó a contar su historia fuera una persona y al terminarla fuera otra. ¿Qué le había ocurrido mientras narraba la historia? ¿Qué era lo que le había cambiado mientras narraba la historia?

Al llegarle el turno de contar algo, Galip comenzó a narrar la historia de amor de un viejo y solitario periodista diciendo que se la había oído a otro columnista. El hombre se había pasado la vida haciendo críticas de las últimas películas y obras de teatro y traducciones para los periódicos y revistas de Bábiáli. Nunca se había casado porque sentía más atracción por la ropa y los complementos femeninos que por las propias mujeres y vivía completamente solo, con la única compañía de un gato atigrado que parecía aún más viejo y solitario que él, en un pequeño piso de dos habitaciones en una de las calles traseras de Beyoglu. La única conmoción que sufrió su vida, que por lo demás transcurría sin incidentes, fue que ya cerca del final de ésta comenzó a leer ese libro interminable en el que Marcel Proust se lanza en busca del tiempo perdido.

Al anciano periodista le gustó tanto el libro que durante una temporada le habló de él a todo el que se cruzaba en su camino, pero no encontraba a nadie, no ya que le apeteciera darse el enorme trabajo, como él, de leerse aquellos volúmenes en francés, sino ni siquiera con quien pudiera compartir su entusiasmo. Por esa razón se encerró en sí mismo y comenzó a narrarse una a una las historias y las escenas de aquellos tomos que quién sabe cuántas veces se había leído. Cada vez que a lo largo del día se encontraba en una situación molesta o cuando se veía obligado a doblegarse ante la masa de gente «inculta», falta de sentimientos y finura, como siempre es la gente, y sus crueldades, pensaba: «De hecho, ahora no estoy aquí. Ahora estoy en mi casa, en mi dormitorio, y estoy soñando en qué hará Albertine, que estará dormida o despertándose en esa otra habitación, o estoy escuchando con agrado y alegría el suave y dulce sonido de los pasos de Albertine mientras pasea por casa después de despertarse». Mientras caminaba desdichado por las calles imaginaba, como hace el narrador en la novela de Proust, que una joven y hermosa mujer le esperaba en su casa; que aquella mujer llamada Albertine, para él el mero hecho de conocerla había supuesto en tiempos una auténtica felicidad, lo esperaba específicamente a él, y qué estaría haciendo ella mientras lo esperaba. Cuando el anciano periodista regresaba a su casa de dos habitaciones cuya estufa jamás funcionaba correctamente, recordaba apenado las páginas de aquel otro tomo en que Albertine abandona a Proust, sentía dentro de sí mismo la melancolía de la casa vacía, recordaba hasta que le fluían lágrimas de tristeza y alegría las cosas de las que allí mismo había hablado con Albertine entre risas, cómo ella esperaba a que él tocara la campanilla para visitarlo, sus desayunos, sus ataques inagotables de celos y, como si él mismo fuera a un tiempo Proust y su amante Albertine, sus sueños sobre el proyectado viaje que harían juntos a Venecia.

Los domingos por la mañana, que pasaba en casa con su gato atigrado, cuando se enfadaba con las historias groseras que publicaba el periódico, o cuando recordaba las palabras burlonas de los vecinos curiosos, de sus parientes lejanos tan poco comprensivos, o las de los niños maleducados de lengua afilada, hacía como si encontrara un anillo en un cajón de su vieja cómoda y pensaba que se trataba del anillo olvidado de Albertine y que la criada Françoise lo había encontrado en la mesa de palo de rosa. Luego se volvía hacia la criada fantasmal y, con la voz lo bastante alta como para que le oyera el gato atigrado, decía: «No, Françoise. Albertine no ha olvidado el anillo y es inútil que intentemos devolvérselo porque de una forma u otra, regresará a casa dentro de poco». Nuestro país es tan miserable y digno de pena porque nadie conoce a Albertine y nadie ha oído hablar de Proust, pensaba el viejo periodista. En cuanto aparezca en este país gente que comprenda a Proust y a Albertine, los pobres bigotudos de las calles comenzarán a tener una vida mejor, y puede que entonces en lugar de acuchillarse unos a otros al primer ataque de celos se dediquen a soñar tratando de revivir ante sus ojos la imagen de la amada, como Proust. Todos aquellos escritores y traductores que trabajaban en los periódicos porque se admitía que eran algo leídos eran tan malos y poco comprensivos porque no habían leído a Proust, porque no conocían a Albertine, porque ignoraban que el anciano periodista había leído a Proust y porque no comprendían que él, personalmente, era a un tiempo Proust y Albertine.

Pero lo sorprendente de la historia no era que el anciano y solitario periodista se creyera el protagonista o el autor de una novela; porque cada turco que se enamora de una obra occidental que nadie ha leído, después de cierto tiempo, comienza a creer de corazón, no que simplemente ha leído el libro con enorme placer, sino que él mismo lo ha escrito. Luego dicha persona comienza a despreciar a los que le rodean no sólo porque no se han leído el libro sino porque no son capaces de escribir otro como el suyo. Y por esa razón lo sorprendente no es que el anciano escritor se creyera durante años que era Proust mismo, sino que un día le revelara ese secreto que había ocultado a todos durante años a un joven columnista. Puede que el anciano periodista se lo revelara a aquel columnista porque sentía un cariño especial por él, por el joven que poseía una belleza que recordaba a Proust y a Albertine: bigote con las puntas retorcidas, cuerpo sano y de línesas clásicas, hermosas caderas, largas pestañas y además, como Proust y Albertine, era moreno y bajo de estatura; su sedosa y suave piel, que recordaba a la de un paquistaní, brillaba reluciente. Pero ahí se acababan los parecidos. Cuando el joven y apuesto periodista, cuyo gusto por la literatura europea no iba más allá de Paul de Kock y Pitigrilli, oyó los secretos y la historia de amor del anciano periodista, primero se rió a carcajadas y luego le dijo que escribiría aquella curiosa historia en una de sus columnas.