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El anciano periodista, comprendiendo el error que había cometido, le imploró a su joven y apuesto colega que lo olvidara todo, pero el otro, que seguía riéndose, no le hizo el menor caso. Mientras regresaba a su casa el anciano comprendió que todo su mundo se había desmoronado. En su casa vacía ya no podía pensar en los celos de Proust ni en los buenos tiempos que había pasado con Albertine, ni en a qué lugar habría ido ella. Aquel extraordinario y mágico amor que había vivido, que en todo Estambul sólo él había conocido, aquel amor sublime que había sido la única fuente de orgullo de su vida y que nadie había podido mancillar, en breve sería contado de manera grosera a miles de lectores que no lo comprenderían; era como si Albertine, a quien había adorado tantos años, fuera a ser violada. Cuando pensaba que los estúpidos lectores, que sólo leen las trapacerías del último primer ministro o los defectos del último programa de radio, usarían la hojas de los periódicos para ponerlas debajo del cubo de la basura o para envolver pescado y que en ellas podría verse el nombre de Albertine, el hermoso nombre de su querida Albertine, a la que tanto había querido, por quien había sentido unos celos mortales, que le había despojado de toda felicidad al abandonarle y cuya forma de montar en bicicleta el primer día que la vio en Balbec nunca, nunca había olvidado, solo quería morirse.

Por eso, reuniendo lo que le quedaba de valor y decisión telefoneó al joven columnista de bigote retorcido y piel rosa y le rogó que nunca hablara de Proust y Albertine en ninguna de sus columnas diciéndole que «sólo y sólo» él podía comprender aquel amor incurable y especial, aquella situación tan humana, y aquellos desesperados e infinitos celos, y con un último rasgo de valentía, añadió: «Además, usted ni siquiera ha leído esa obra de Marcel Proust». «¿De quién? ¿Qué obra? ¿Para qué?», le preguntó el joven columnista, que hacía mucho que había olvidado la cuestión y los amores del anciano periodista. El viejo volvió a contárselo todo y el joven y cruel columnista volvió a reírse a carcajadas. Sí, sí, he aquí una historia que debería ser escrita, le dijo alegre. Quizá incluso pensara que el viejo quería que escribiera sobre el tema.

Y lo escribió. En una columna parecida a un cuento narró la historia del anciano periodista tal y como acaban de escucharla: un viejo, solitario y digno de compasión habitante de Estambul, enamorado de la protagonista de una extraña novela occidental y que se cree su autor y su protagonista. El anciano periodista de la historia tenía un gato atigrado, como el anciano periodista real. Y el viejo periodista de la columna se estremecía al ver que se burlaban de él en una historia contada en una columna. Y el viejo periodista quería morirse al ver los nombres de Proust y Albertine en aquella historia contada dentro de una historia. Y en la historia de dentro de la historia de dentro de la historia los periodistas solitarios, los Proust y las Albertines salían uno a uno de los pozos sin fondo, infinitos, de las pesadillas de las últimas e infelices noches de la vida del anciano periodista. Y cuando las pesadillas lo despertaban a medianoche, el anciano periodista ya no tenía un amor con cuya ilusión pudiera ser feliz porque nadie más lo conocía. Una mañana, tres días después de que se publicara la despiadada columna, cuando rompieron la puerta, se descubrió que el anciano periodista había muerto durmiendo en silencio a causa de los vapores que se filtraban por la chimenea de aquella estufa que no acertaba a funcionar bien El gato atigrado llevaba dos días sin comer, pero no se había atrevido a devorar a su dueño.

Como todas las otras historias, la que contó Galip, a pesar de lo triste que era, divirtió a la audiencia afianzando los lazos que se habían creado entre ellos. Varios de los presentes entre los que se encontraban los periodistas extranjeros, se levantaron de las mesas para bailar con las chicas de alterne al ritmo de la música de una radio invisible y estuvieron pasándolo bien y riéndose hasta que cerró el cabaret.

16. Debo ser yo mismo

«Si quieres ser alegre, o triste, o distraído, o pensativo, o educado, sólo necesitas representar con todo detalle cada uno de esos estados.»

El talento de Mr. Ripley, PATRICIA HIGHSMITH

Ya he contado brevemente en estas mismas columnas, en una crónica en la que la recordaba años después de que sucediera, una experiencia metafísica que me ocurrió una noche de invierno de hace veintiséis años. Y después de publicar aquel largo escrito, hace de eso once o doce años, no me acuerdo bien (por desgracia, ahora que mi memoria se encuentra tan debilitada, no está a mi disposición el «archivo secreto» al que recurría en tales situaciones), recibí un auténtico montón de cartas de mis lectores. Entre las cartas de algunos que, como siempre ocurre en estos casos, se habían molestado porque no había escrito un artículo del tipo que esperaban y al que estaban acostumbrados (¿Por qué no hablaba como siempre de los problemas del país? ¿Por qué no describía como siempre la melancolía de las calles de Estambul mojadas por la lluvia?), había también la de otro lector que «tenía la impresión» de estar de acuerdo conmigo en otro «asunto de gran importancia». Pensaba visitarme poco tiempo después y así me preguntaría sobre algunos asuntos «particulares» y «profundos» en los que creía que estaríamos de acuerdo.

Estaba a punto de olvidar la carta de aquel lector, que me había escrito que era barbero (lo cual también era extraño), cuando una tarde, poco después de mediodía, apareció de repente. Era la hora de entrega de los artículos, debía acabar lo que tenía a medias y bajarlo y apenas tenía tiempo. Además pensaba que el barbero se explayaría largo rato contándome sus problemas y me agobiaría preguntándome por qué no le daba el suficiente espacio en mi columna a sus interminable asuntos. Para quitármelo de encima le dije que volviera en otro momento. Me recordó que ya me había avisado por escrito de que pensaba venir y que, además, no tendría tiempo «en otro momento»; sólo iba a hacerme dos preguntas que podría contestarle enseguida, podría responderle incluso de pie. Me gustó que el barbero no se anduviera con rodeos y le pedí que me hiciera sus preguntas de inmediato.

– ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?

Alrededor de mi mesa se había concentrado una pequeña multitud intuyendo que se aproximaba algo extraño, algo divertido, una broma de la que todos podríamos reírnos luego: jóvenes periodistas para los que yo era como un hermano mayor, un cronista de fútbol, gordo y alborotador que hacía reír a todo el mundo con sus bromas… Y así, como respuesta a la pregunta, hice uno de esos «inteligentes» chistes que se esperaban de mí en momentos parecidos. El barbero, después de escucharlo atentamente como si fuera la respuesta que esperaba, hizo su segunda pregunta:

– ¿Existe algún medio para ser solamente uno mismo?

En esa ocasión lo preguntó no como para satisfacer su curiosidad sino como si alguien le hubiera pedido que actuara de intermediario y hablara en su nombre. Estaba claro que se había preparado la pregunta con antelación y que se la había aprendido de memoria. El efecto del primer chiste estaba todavía en el ambiente, habían llegado otros que habían oído las risas; en una situación así, ¿qué podía ser más natural que soltar aquel segundo chiste que todos esperaban con entusias mo en lugar de un discurso ontológico sobre «la posibilidad de ser uno mismo»? Además, el segundo chiste aumentaría el efecto del primero y todo aquello se convertiría en una historia que contarían cuando yo estuviera ausente. Después del segundo chiste, que hoy no recuerdo, el barbero dijo: