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No obstante, yo iba a aquel barbero para relajarme (por supuesto, se trataba de otro distinto al del principio de mi artículo). Pero cuando comenzábamos, el barbero y yo, a mirar en el espejo el pelo que iba a ser cortado, la cabeza, los hombros y el cuerpo a los que pertenecía aquel pelo, comprendía de inmediato que la persona que se sentaba en el sillón y que contemplábamos en el espejo no era «yo» sino algún otro. La cabeza que sostenía el barbero mientras preguntaba «¿Cuánto le corto de delante?», el cuello, los hombros y el cuerpo sobre los que se alzaba aquella cabeza, no eran míos, sino del columnista Celâl Bey.

Yo no tenía la menor relación con ese hombre. Era una realidad tan evidente que creía que el barbero se daría cuenta, pero nunca parecía prestar atención a aquello. No sólo eso, como si quisiera hacerme notar con más fuerza que yo no era yo sino un «columnista» me hacía preguntas del tipo de las que se suelen plantear a los columnistas: «Si ahora estallara la guerra, ¿venceríamos a los griegos?», «¿Es cierto que la mujer del Primer Ministro era antes prostituta?», «¿Tienen los verduleros la culpa de la carestía de la vida?», ese tipo de cosas. Una fuerza incomprensible, de la cual nunca pude adivinar el origen, me impedía responder por mí mismo y en mi lugar era el columnista, al que contemplaba en el espejo con un extraño asombro, quien murmuraba unas frases con su eterno aire de sabihondo: «¡La paz siempre es buena!», «¡Deberían saber que no van a bajar los precios ahorcando a la gente!», y demás.

¡Odiaba a ese columnista que creía saberlo todo, que cuando no sabía algo sabía que no lo sabía y que había aprendido, de una manera un tanto presuntuosa, a tratar sus faltas y excesos con tolerancia! ¡Odiaba también a aquel barbero que a cada pregunta suya iba convirtiéndome cada vez más en «el columnista Celâl Bey»! Y en ese momento de mis malos recuerdos me acordé del barbero que había venido al periódico a hacerme extrañas preguntas.

En ese instante, a altas horas de la noche, sentado en el sillón que me permitía ser yo mismo con las piernas extendidas sobre un taburete, escuchando la nueva furia del viejo estribillo que me recordaba mis malos momentos desde el fondo de mis oídos, me repetía: «Sí, señor barbero, no le permiten a uno ser él mismo, no le dejan que lo sea y nunca le dejarán». Pero aquellas palabras, que pronunciaba con el ritmo y la furia del estribillo, me hundían todavía más en la paz que yo sólo quería vislumbrar. Entonces decidí que en toda esta historia, en la visita del barbero y en su recuerdo resurgido gracias a otro barbero, existían un orden, un significado, incluso, cómo lo diría, una «misteriosa simetría» que ya había descrito en otros artículos y que sólo percibirían mis lectores más fieles. Aquello era una señal que se refería a mi futuro: el hecho de que uno pueda ser él mismo quedándose a solas sentado en su sillón después de un largo día y una larga noche se parece a la vuelta a casa de un viajero que ha pasado años realizando un largo recorrido lleno de aventuras.

17. ¿Se acuerda de mí?

«Ahora, al volver la mirada sobre aquella época, me da la impresión de percibir una muchedumbre que camina en la oscuridad.»

Escritor, poeta, literato, AHMET RASIM

Los narradores de cuentos no se dispersaron en cuanto salieron del cabaret, esperaban bajo la ligera nevada una nueva diversión que aún no tenían clara, se miraban a la cara unos a otros como los testigos de un incendio o un asesinato que salen del lugar de los hechos esperando que ocurra un segundo desastre. El calvo, que hacía rato que se había puesto un enorme sombrero de fieltro, dijo: «No es un sitio abierto a cualquiera, Iskender Bey. No permitirán que entre tanta gente. Quiero llevar sólo a los ingleses. Que tomen nota también de ese aspecto de nuestro pueblo. Usted también puede venir, por supuesto», añadió volviéndose a Galip. Echaron a andar hacia Tepebasi acompañados por un par de personas más que se habían unido a ellos en el último momento, ya que no habían podido despistarlos como a los otros, una anticuaria y un arquitecto maduro de espeso bigote.

Mientras pasaban por delante del consulado estadounidense el hombre del sombrero le preguntó: «¿Ha ido usted a las casas de Celâl Bey en Nisantasi y en Sisli?». «¿Por qué?», contestó Galip observando de cerca la cara del hombre, en la que no pudo descubrir ninguna expresión. «Iskender Bey ha dicho que era usted sobrino de Celâl Salik. ¿No le está buscando? ¿No estaría bien que les explicara a los ingleses los asuntos de nuestro país? Mire, el mundo se interesa por nosotros.» «Por supuesto», respondió Galip. «¿Tiene usted las direcciones?», le preguntó el hombre del sombrero de fieltro. «No -dijo Galip- no se las da a nadie». «¿Es cierto que se encierra con mujeres en esas casas?» «No», negó Galip. «Perdóneme -se disculpó el hombre-. No son más que chismes. ¡Hay que ver lo que dicen! No hay manera de que la gente cierre la boca ¡Sobre todo si se es una auténtica leyenda como Celâl Bey! Yo lo conozco». «¿De veras?» «Sí. En una ocasión me invitó a una de sus casas de Nisantasi.» «¿Dónde?», le preguntó Galip. «Hace mucho que la derribaron. Una tarde se quejó de su soledad en esa casa de piedra de dos pisos. Me dijo que le llamara cuando quisiera.» «Pero a él le gusta estar solo», replicó Galip. «Quizá usted no lo conozca demasiado bien -le contestó el hombre-. Algo me dice que espera que lo ayude. ¿Seguro que no conoce ninguna de sus direcciones?». «Ninguna. Pero sin duda todos lo buscamos porque encontramos en él parte de nosotros mismos.» «¡Una personalidad excepcional!», dijo el hombre del sombrero de fieltro resumiendo la situación. Y así comenzaron a hablar de los últimos artículos de Celâl.

Al oír en una de las calles que salen a Tünel el silbato de un sereno, algo más propio de los barrios del extrarradio, todos se volvieron y miraron las aceras nevadas de un estrecho callejón, iluminadas por unas luces de neón color violeta. Cuando entraron en una de las calles que van a dar a la torre de Gálata, a Galip le dio la impresión de que los pisos superiores de los edificios a ambos lados del camino se acercaban muy despacio unos a otros, como un telón de un cine cerrándose lentamente. En lo alto de la torre estaban encendidas las luces rojas, indicando que al día siguiente también nevaría. Eran las dos de la madrugada y en algún lugar cercano bajaron con estruendo las rejas de una tienda.

Después de rodear la torre entraron por una calle lateral que Galip nunca había visto antes y caminaron por oscuras aceras cubiertas por una capa de hielo. El hombre del sombrero de fieltro llamó a la vieja puerta de una pequeña casa de dos pisos. Mucho después se encendió una luz en el segundo piso, se abrió una ventana y asomó una cabeza que azuleaba. «Abre la puerta, soy yo -dijo el hombre del sombrero de fieltro-. Tenemos visitantes ingleses». Luego se volvió y sonrió a los ingleses, vergonzoso y apocado.

Un tipo de unos treinta años, cara pálida y sin afeitar abrió la puerta, sobre la que se leía «Taller de Maniquíes Melih». Tenía una expresión adormilada. Llevaba unos pantalones oscuros y una chaqueta de pijama de rayas azules. Después de estrecharles la mano a sus invitados uno a uno y lanzarles una mirada, como si fueran sus hermanos en una misteriosa causa, les condujo a una iluminada habitación que olía a pintura llena de cajas, moldes, latas y diversas partes de cuerpos. Mientras les repartía unos folletos que sacó de un rincón comenzó a explicarles con voz monótona: