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– Nuestro establecimiento es la empresa de producción de maniquíes más antigua de los Balcanes y Oriente Medio. El nivel que hemos alcanzado en la actualidad, tras ciento cincuenta años de historia, es asimismo un símbolo de la altura a la que ha llegado Turquía en lo que respecta a industria y modernización. No es sólo que hoy se hagan al cien por cien los brazos, las piernas y las caderas en nuestro país, sino que…

– Cebbar Bey -le interrumpió el calvo apurado-, nuestros amigos no han venido a ver esto, sino, guiados por usted, los pisos de abajo, los subterráneos, los desdichados, nuestra historia, lo que nos hace ser nosotros.

El guía giró con un gesto furioso el interruptor y los cientos de brazos, piernas, cabezas y cuerpos de la amplia habitación se sumieron en un instante en una oscuridad silenciosa mientras que al mismo tiempo se encendía una desnuda bombilla que iluminaba un descansillo que daba a unas escaleras. Bajaban todos juntos por las escaleras de hierro cuando Galip se detuvo un momento al llegarle desde abajo un olor a humedad. Cebbar Bey se acercó a Galip con una sorprendente soltura.

– No tengas miedo. ¡Aquí encontrarás lo que estás buscando! -le dijo con el gesto de quien sabe de lo que se habla-. Ha sido Él quien me ha enviado y no quiere que te desvíes por caminos equivocados, no quiere que te pierdas.

¿Les decía también a los demás aquellas palabras de un sentido ambiguo? El guía presentó los maniquíes de la primera habitación a la que llegaron después de bajar por las escaleras como «las primeras obras de mi padre». De nuevo volvió a susurrar algo impreciso mientras en la habitación siguiente observaban a la luz de una bombilla desnuda maniquíes de marineros, corsarios y secretarios otomanos y de campesinos sentados con las piernas cruzadas alrededor de una mesa baja. Fue en otra habitación, en la que vieron los maniquíes de una lavandera, de un impío con la cabeza cortada y de un verdugo con los instrumentos de su profesión en la mano, cuando Galip pudo entender por primera vez lo que les decía su guía.

– Hace cien años, mientras creaba sus primeras obras, que han podido ver en estas habitaciones, en la mente de mi abuelo no había más que esta simple idea, algo que debería estar en la mente de todos: los maniquíes que se exponen en los escaparates de las tiendas deben hacerse inspirándose en nuestra gente, eso era lo que pensaba mi abuelo. Pero las víctimas infelices de una conspiración internacional e histórica que llevaba doscientos años en marcha se lo impidieron.

Mientras bajaban las escaleras y cruzaban puertas que daban a otras a través de escalones, vieron cientos de maniquíes en habitaciones de cuyos techos goteaba agua, recorridas por cables eléctricos tendidos como cuerdas para la colada de los que colgaban bombillas desnudas.

Vieron los maniquíes del mariscal Fevzi Çakmak, que como se pasó los treinta años que estuvo de jefe del Estado Mayor temiendo que el pueblo colaborara con los enemigos, pensó en volar por los aires todos los puentes del país, derribar los alminares para que no sirvieran de señal a los rusos y evacuar Estambul y convertirla en una ciudad fantasma en cuyos laberintos los enemigos se perdieran en caso de que cayera en sus manos; vieron maniquíes de campesinos de Konya, madre, padre, abuelo, parecidos como gotas de agua a fuerza de casarse entre ellos; de traperos de los que van de puerta en puerta y que, sin darse cuenta, se llevan todas esas cosas viejas que nos hacen ser nosotros mismos. Vieron maniquíes de famosos artistas y actores turcos que, como no pueden ser ellos mismos ni otros, lo mejor que saben hacer es interpretar en las películas a personajes que no pueden ser ellos mismos o, directamente, se limitan a hacer de sí mismos; de necios dignos de lástima que dedicaron sus vidas a traducir y a «adaptar» en un intento de llevar a Oriente la ciencia y el arte de Occidente; de soñadores que después de trabajar toda su vida sobre planos con una lupa en la mano en un esfuerzo de abrir en las tortuosas calles de Estambul bulevares rodeados de tilos como en Berlín, o en forma de estrella como en París o cruzados por puentes como en San Petersburgo, y que después de soñar toda su vida con aceras modernas en las que por las tardes pudieran hacer caca los perros que nuestros generales jubilados sacarían a pasear, sujetos por una correa como hacen los occidentales, murieron sin que se hiciera realidad ninguna de sus fantasías y fueron enterrados en tumbas olvidadas; de funcionarios de los servicios de inteligencia que fueron jubilados prematuramente porque no quisieron adaptarse a los nuevos métodos internacionales de tortura sino permanecer fieles a los tradicionales métodos nacionales; de vendedores ambulantes que, con un palo cruzado sobre los hombros, venden por las calles boza, bonitos o yogurt. Entre la serie de «escenas de café» que su guía presentó diciendo «Una serie comenzada por mi abuelo, continuada por mi padre y de la que ahora me encargo yo», vieron desempleados con la cabeza hundida entre los hombros, afortunados que olvidaban felices el siglo en que vivían y su propia personalidad mientras jugaban a las damas o al chaquete, ciudadanos que, con un vaso de té en la mano y fumando cigarrillos baratos, se refugiaban en sus propios pensamientos mirando a un punto en el infinito como si intentaran recordar la razón desaparecida de su existencia, y a otros que, como no podían hacerlo, maltrataban las cartas, los dados o se maltrataban unos a otros.

– En su lecho de muerte mi abuelo entendió por fin la inmensidad de las fuerzas internacionales que se oponían a él -les decía el guía-. Como esas fuerzas-históricas no querían que nuestro pueblo pudiera ser él mismo y pretendían privarnos de nuestro mayor tesoro, de nuestros gestos y expresiones cotidianos, expulsaron a mi abuelo de Beyoglu, de las tiendas, de la calle Istiklál, de los escaparates. Cuando mi padre, como mi abuelo en su lecho de muerte, comprendió que el único futuro que le quedaba estaba en los subterráneos, sí, en los subterráneos, aún no sabía que Estambul a lo largo de toda su historia siempre había sido una ciudad subterránea. Lo aprendió viviéndolo y encontrándose galerías según abría entre el barro nuevas habitaciones en las que colocar sus maniquíes.

Mientras bajaban las escaleras que les llevaban a aquellas galerías subterráneas, mientras pasaban por cuevas y rellanos llenos de barro a los que ya no se podía llamar habitaciones, vieron cientos de maniquíes de desesperados. A la luz de las bombillas desnudas los maniquíes le recordaban a veces a Galip pacientes ciudadanos cubiertos del polvo y del barro de siglos que esperan un autobús que nunca habrá de llegar en una parada olvidada y despertaban en él una ilusión que a veces sentía caminando por las calles de Estambul, la sensación de que todos los desgraciados son hermanos. Vio hombres que sorteaban paquetes de tabaco con sus bolsas en la mano. Vio estudiantes universitarios de aspecto burlón y nervioso. Vio aprendices de tiendas de frutos secos, amantes de los pájaros y buscadores de tesoros. Vio maniquíes de aquellos que leían a Dante para probar que todo el arte y la ciencia occidentales eran un plagio de Oriente, de los que trazaban planos para demostrar que esas cosas llamadas alminares son señales enviadas a otro mundo, de estudiantes de un instituto de imanes y predicadores que habían tocado un cable de alta tensión y que, envueltos todos ellos por un estupor azul eléctrico, comenzaban a recordar hechos cotidianos ocurridos hacía doscientos años. Vio en las habitaciones llenas de barro en las que se alineaban los maniquíes que éstos habían sido separados en grupos, como los falsarios, los incapaces de ser ellos mismos, los pecadores, los que ocupan el lugar de otros. Vio casados infelices, muertos intranquilos y mártires que salían de sus tumbas. Incluso vio hombres misteriosos con letras escritas en sus rostros y en sus frentes, sabios que revelaban el secreto de aquellas letras y famosos de nuestros días que pretendían ser sucesores de aquellos sabios.