– Sí -dijo-. Nihat se parecía un poco a mí.
– No se parecía nada en absoluto -contestó Belkis. Por un momento sus ojos brillaron con la misma luz peligrosa que Galip había visto la primera vez que le llamó la atención-. Sé que no se te parecía lo más mínimo. Pero estábamos en la misma clase. Conseguí que me mirara de la misma forma en que tú mirabas a Rüya. En los descansos de mediodía, mientras Rüya y yo fumábamos con los otros muchachos en la mantequería Sütis, yo veía que desde la acera lanzaba miradas inquietas a aquella alegre multitud entre la que sabía que me encontraba yo. En las tristes tardes de otoño, cuando anochece tan pronto, cuando miraba los árboles desnudos iluminados por las pálidas luces de los edificios yo sabía que estaría pensando en mí mirando aquellos mismos árboles, como tú pensabas en Rüya.
Cuando se sentaron a desayunar la brillante luz del sol entraba por las cortinas abiertas iluminando la habitación.
– Sé lo difícil que es ser una misma -dijo Belkis entrando directamente en materia como aquellos que llevan mucho tiempo dándole vueltas a la misma historia-. Pero es algo que comprendí después de cumplir los treinta. Antes el problema me parecía que se trataba sólo del hecho de poder ser o no otra persona o de simples celos. A medianoche, cuando estaba tumbada boca arriba en la cama sin poder dormir y contemplando las sombras del techo, quería de tal manera estar en el lugar de esa otra persona que creía que podría desprenderme de mi piel como quien se quita un guante, y que luego, sólo por la violencia de mi deseo, podría envolverme en la piel de esa otra y comenzar una nueva vida. A veces sufría tanto pensando en esa otra persona y en que no podía vivir mi vida como si fuera la suya, que se me saltaban las lágrimas sentada en la butaca de un cine o contemplando gente sumergida en sus propios mundos entre la multitud de un mercado.
La mujer pasaba distraída el cuchillo sin mantequilla sobre la superficie endurecida de las delgadas tostadas como si las estuviera untando.
– Y tampoco ahora, tantos años después, puedo entender por qué una quiere vivir la vida de otra persona y no la suya propia -continuó-. Incluso me resulta imposible expresar claramente por qué quería estar en el lugar de Rüya en vez de en el de ésta o de aquélla. Lo único que puedo asegurar es que durante largos años creí que se trataba de una enfermedad que había que mantener oculta. Me avergonzaban mi enfermedad, mi alma, que la había contraído, y mi cuerpo, que se veía obligado a sufrirla. Pensaba que mi vida era la imitación de la «vida original» que debía haber sido, y que era algo lastimoso y triste de lo que había que avergonzarse, como todas las copias. En aquel entonces era incapaz de otra cosa que de imitar en todo lo posible mi «original» para poder librarme de aquella infelicidad. En cierto momento se me ocurrió cambiar de escuela, de barrio o de entorno, pero también sabía que el alejarme de vosotros sólo me llevaría a pensar todavía más en vosotros. Los días lluviosos de otoño, a mediodía, cuando no me apetecía hacer nada, me sentaba durante horas en un sillón observando las gotas de lluvia golpear contra la ventana: pensaba en vosotros, Rüya y Galip. De acuerdo con los indicios que tenía, pensaba en lo que harían Rüya y Galip en ese momento hasta el punto de que un par de horas después llegaba a creer que la que estaba sentada en el sillón en aquella habitación oscura no era yo sino Rüya, y aquel pensamiento terrible me producía un extraordinario placer.
Como la mujer sonreía tranquilamente mientras de vez en cuando traía más té o tostadas de la cocina, como si contara una historia divertida sobre algún conocido, Galip escuchaba lo que le contaba sin sentir la menor incomodidad.
– Esa enfermedad duró hasta que se murió mi marido. Quizá aún me dure pero ya no la vivo como una enfermedad. En los días de soledad y arrepentimiento que siguieron a su muerte, decidí que no había manera de que nadie pudiera ser él mismo. En aquellos días, entre profundos remordimientos que no eran sino una manifestación distinta de la misma enfermedad, ardía de deseos de vivir de nuevo todo lo que había vivido durante años con Nihat, de la misma forma, pero ahora siendo sólo yo misma. Y una medianoche, cuando comprendí que el remordimiento iba a destrozar lo que me quedaba de vida, se me pasó esta extraña idea por la cabeza: de la misma manera que en la primera mitad de mi vida no había podido ser yo misma porque quería ser otra, iba a pasarme la segunda mitad siendo otra porque lamentaba los años que no había podido ser yo misma. Me resultó tan divertida esa idea, que el horror y la infelicidad que para mí eran mi pasado y mi presente, se convirtieron repentinamente en un destino que compartía con todos los demás y en el que no tenía excesivo interés en insistir. Había aprendido, para no volver a olvidarlo, como un saber definitivo, que nadie puede ser él mismo. Sabía que el viejo al que veía esperando en la larga cola del autobús sumergido en sus problemas mantenía vivos en su interior los fantasmas de algunas personas «reales» en cuyo lugar había querido estar muchos años antes. Sabía que aquella madre fuerte y saludable que una mañana de invierno había llevado a su hijo al parque para que le diera el sol era la víctima de la imagen de otra madre que llevaba a su hijo al parque. Sabía que los fantasmas de los originales en cuyo lugar querrían estar incomodaban noche y día a los tristes que salen absortos de los cines y a los infelices que rebullen inquietos en las calles atestadas y en los ruidosos cafés.
Fumaban un cigarrillo sentados a la mesa del desayuno. Mientras la mujer hablaba, Galip sintió que, según el calor iba en aumento en la habitación, una somnolencia irresistible envolvía lentamente todo su cuerpo como un sentimiento de culpabilidad del que uno sólo pudiera darse cuenta en sueños. Cuando le pidió permiso a Bellas para «echar una cabezadita» en un sofá que había junto al radiador, ella comenzó a contarle la historia del príncipe heredero, ya que consideraba que tenía «relación con todo esto».
Sí, había una vez un príncipe que había descubierto que el problema más importante de la vida era si uno podía ser él mismo o no, pero, cuando Galip comenzaba a representarse la historia en su imaginación, se durmió sintiendo que se convertía, primero en otra persona, y luego en alguien que se quedaba dormido.
18. La oscuridad del edificio
«… el aspecto de esa venerable mansión siempre me producía el efecto de un rostro humano.»
La casa de los siete tejados, NATHANIEL HAWTHORNE
Años después fui una tarde a ver aquel edificio. Había pasado a menudo, muy a menudo, por esa calle siempre tumultuosa, por esas aceras en las que, a mediodía, se empujan los estudiantes de instituto, con la cartera en la mano, aspecto desaseado y corbata, y por las que, al atardecer, caminan maridos que regresan de sus trabajos y amas de casa que salen de algún lugar de esparcimiento. Pero nunca había ido para ver ese edificio, para ver de nuevo, años después, ese edificio que en tiempos tanto había significado para mí.
Era una tarde de invierno. Había oscurecido temprano y el humo que salía de las chimeneas había descendido sobre la estrecha calle como una noche brumosa. Sólo en dos pisos del edificio había luces encendidas: lámparas pálidas y sin alma encendidas en dos oficinas en las que se trabajaba hasta tarde. El resto de la fachada estaba absolutamente a oscuras. Las oscuras cortinas de los oscuros pisos estaban abiertas: las ventanas parecían vacías y terribles como la mirada de un ciego. Lo que veía era una imagen fría, amarga y desagradable si la comparaba con el pasado. Uno ni siquiera podía imaginar que algún tiempo atrás allí había vivido, unos encima de otros, en medio de un continuo alboroto, una populosa familia cuyos miembros estaban tremendamente unidos.