Echemos un vistazo al azar a los tesoros que veían: imágenes empalidecidas por las ventanas cubiertas de vaho de la cocina de mujeres y muchachas cuyas voces no se oían; la espalda de una sombra fantasmagórica que se incorporaba lentamente rezando en una habitación sombría; la pierna de una mujer mayor descansando sobre una cama sin abrir junto a una revista ilustrada (si esperan un rato verán también cómo una mano vuelve las páginas y rasca perezosamente la pierna); la frente, apoyada en el frío cristal de una ventana, de un muchacho decidido a regresar un día junto al pozo sin fondo para descubrir el misterio cegado por los habitantes del edificio (el mismo muchacho, mientras observaba su imagen reflejada en la ventana de enfrente, veía en el cristal de la ventana del piso inferior del otro edificio a su madrastra, de embrujadora belleza, sumergida, como él, en sus sueños). Añadamos que esas imágenes eran enmarcadas por cabezas y cuerpos de palomas ocultas en la oscuridad, que el entorno era azul marino y que las cortinas que se movían, las luces que se encendían un momento y se apagaban al siguiente y las luminosas habitaciones dejaron una huella brillantemente anaranjada en las memorias infelices y culpables que después habrían de volver a las mismas imágenes y a las mismas ventanas. Vivimos poco, vemos poco, sabemos poco; soñemos, pues. Feliz domingo, queridos lectores.
19. Las señales de la ciudad
«¿Era la misma persona cuando me desperté esta mañana? Si no lo soy, entonces tendré que preguntarme: ¿Quién soy yo, por el amor de Dios?»
Alicia en el país de las maravillas, LEWIS CARROLL
Cuando Galip se despertó, se encontró ante él a una mujer completamente distinta. Bellas se había cambiado de ropa y se había puesto una falda parda que hizo que Galip recordara que se encontraba en un lugar extraño con una mujer extraña. Su cara y su cabello estaban también completamente distintos. Se había recogido el pelo hacia atrás como Ava Gardner en 55 días en Pekín y se había pintado los labios con el rojo Supertechnirama de la película. Mientras Galip observaba aquella nueva cara de la mujer, pensó de repente que todo el mundo le engañaba desde hacía mucho tiempo.
Poco después Galip sacó el periódico del bolsillo de su abrigo, que la mujer había colgado de una percha y puesto en el armario con sumo cuidado, y lo extendió sobre la mesa del desayuno, recogida con el mismo cuidado. Al releer la columna de Celâl le parecieron estúpidas las notas que había tomado al margen y las palabras y sílabas que había subrayado. Resultaba una realidad tan obvia que las letras que podían desvelarle el secreto del artículo no eran las que había marcado que por un momento le dio la impresión de que no existía ninguno: era como si las frases que leía indicaran su propio significado y otra cosa al mismo tiempo. Tanto era así que a Galip le parecía que cada frase del artículo dominical de Celâl, que trataba de un personaje que había perdido la memoria y que, por lo tanto, no podía hacer partícipe a la Humanidad de su increíble descubrimiento, era en realidad una frase de otro cuento, oído y conocido por todos, que se refería a una situación humana completamente distinta. Aquello estaba tan claro, era tan evidente, que ni siquiera era necesario escoger ciertas letras, sílabas y palabras, escribirlas y reordenarlas. Lo que había que hacer para extraer el significado «invisible», «secreto» del interior del artículo era simplemente leerlo con esa convicción. Mientras su mirada saltaba de una palabra a otra Galip creía que leería tanto el paradero del lugar donde se escondían Rüya y Celâl y su significado como todos los secretos de la vida y la ciudad, pero cada vez que levantaba la cabeza del artículo y veía frente a él la nueva cara de Belkis desaparecía todo su optimismo. Intentó durante un rato dedicarse sólo a leer una y otra vez el artículo para no perder dicho optimismo, pero no pudo discernir con claridad aquel significado secreto que creía que podría encontrar con tanta facilidad. Notaba feliz que se aproximaba a cierta información sobre el misterio de la vida y el mundo, pero cuando quería reflexionar abiertamente sobre el secreto que estaba buscando, silabearlo, aparecía ante su mirada el rostro de la mujer, que lo observaba desde un rincón de la habitación. Un rato después decidió que no podía acercarse a ese secreto con la intuición y la fe sino con la razón y comenzó a tomar nuevas notas con un bolígrafo en los márgenes del artículo y a subrayar sílabas y palabras totalmente distintas. Estaba por completo entregado a ello cuando Belkis se acercó a la mesa.
– El artículo de Celâl Salik -dijo-. Sabía que es tío tuyo. ¿Sabes por qué me pareció tan terrible ayer por la noche su maniquí del subterráneo?
– Lo sé -respondió Galip-. Pero no es mi tío. Es el hijo de mi tío.
– Por lo mucho que se le parecía el maniquí -prosiguió Belkis-. Cuando salía a Nisantasi para ver si os encontraba, no os veía a vosotros, sino a él y con esa misma ropa.
– Era la gabardina que tenía hace años. Antes se la ponía mucho.
– Todavía se la pone y pasea por Nisantasi como un fantasma. ¿Qué son esas notas que tomas al margen?
– No tienen nada que ver con el artículo -contestó Galip doblando el periódico-. Se refieren a un explorador polar que desapareció. Como había desaparecido, otro ocupó su lugar y desapareció a su vez. En cuanto al primero, el misterio de cuya desaparición se había ahondado con la desaparición del segundo, vivía en una ciudad perdida con un nombre falso, pero un día lo asesinaron. El nombre al que habían matado con un nombre supuesto…
Cuando Galip acabó de contar su cuento comprobó que se vería obligado a repetirlo. Narrándolo de nuevo sentía una profunda ira hacia todos aquellos que lo obligaban a contarlo una y otra vez. Le hubiera gustado decir: «¡Que cada cual sea como es y así nadie se verá obligado a contar cuentos!». Mientras lo contaba por segunda vez se levantó de la mesa e introdujo de nuevo el doblado periódico en el bolsillo de su viejo abrigo.
– ¿Te vas? -le preguntó Belkis tímidamente.
– No he terminado mi cuento -respondió Galip furioso.
Al acabar el cuento a Galip le dio la impresión de que una máscara ocultaba el rostro de la mujer. Si arrancaba de la cara de la mujer aquella máscara con los labios pintados en rojo Supertechnirama podría leerse con toda claridad un significado en el rostro que apareciera debajo, pero no acertaba a dilucidar cuál debía ser ese significado. Jugaba él solo al «¿Para qué existimos?» como cuando en su niñez se encontraba enterrado hasta el cuello en el aburrimiento. Y mientras jugaba, como le ocurría en su niñez, podía ocuparse de otra cosa y contar su cuento. En cierto momento había pensado que Celâl atraía tanto a las mujeres porque podía contar cuentos y, al tiempo, pensar en otra cosa, pero Belkis no le miraba como una mujer que estuviera escuchando un cuento de Celâl, sino como alguien que no puede disimular el cado de su rostro.
– ¿Nunca se preocupa Rüya por ti? -dijo Bellas.
– No. Cuántas veces he regresado a casa a medianoche cuántas veces no habré desaparecido yo mismo hasta el amanecer a causa de militantes políticos desaparecidos, de timadores que firman pagarés con nombres falsos, de misteriosos inquilinos que se desvanecen sin pagar el alquiler o de infelices que se casan por segunda vez usando un carnet de identidad falso.