A pesar de todo la mezquita de Ali Celebi fue un consuelo para él, la señal de una historia comprensible. Años atrás Celâl había escrito que en un sueño había visto en aquella pequeña mezquita a Mahoma y a varios santos. Un adivino, al que fue para que le interpretara el sueño, le había predicho que escribiría mientras viviera. Escribiría e imaginaría tanto, que, aunque no saliera nunca de su casa, al final de su vida la recordaría como un largo viaje. Galip comprendió mucho después que aquel artículo se trataba de una adaptación de un famoso fragmento de Evliya Celebi.
«Y así -pensó Galip mientras pasaba ante el mercado-, en mi primera lectura la historia tenía un significado y en la segunda otro totalmente distinto». No abrigaba la menor duda de que en una tercera o una cuarta lecturas la columna de Celâl tendría otros sentidos: aquellas historias de Celâl, aunque siempre señalaran otra cosa, cada vez le daban la impresión a Galip de estar acercándose a algún objetivo a fuerza de cruzar puertas que se abrían una tras otra, como los laberintos de las revistas infantiles. Mientras caminaba distraído por las retorcidas callejas del mercado de frutas y verduras, a Galip le hubiera gustado estar lo antes posible en un lugar donde pudiera leer de nuevo todos los artículos de Celâl.
Al salir del mercado vio un quincallero. En una parte vacía de la acera había extendido una enorme sábana y sobre ella se alineaba una serie de objetos que embrujaron a Galip, el cual había salido aturdido por el increíble alboroto del mercado y el olor de las verduras sin llegar a ninguna conclusión: dos codos de tubería, discos viejos, un par de zapatos negros, un pie de lámpara, unas tenazas rotas, un teléfono negro, dos muelles de somier, una boquilla de nácar, un reloj de pared parado, billetes de banco de los rusos, un grifo de latón, una figurilla representando a una diosa romana con un carcaj a la espalda (¿Diana?), un marco vacío, una vieja radio, dos aldabas, un azucarero.
Galip los observó y los nombró cuidadosamente uno a uno pronunciando las palabras. Sintió que lo que convertía en mágicos los objetos no eran ellos en sí mismos, sino la forma en que estaban dispuestos. El anciano había alineado aquellos objetos, que por otro lado podían verse entre lo que exponía cualquier trapero de la calle, en cuatro hileras y cuatro filas, como si hubiera colocado sobre la sábana un gran tablero de damas. Como si fueran piezas de un tablero de damas con un número limitado de cuadros, había entre los objetos una distancia medida, no se tocaban, pero el rigor y la simplicidad de sus posiciones no era una coincidencia, más bien parecía algo buscado a propósito. Tanto era así que al momento se le vinieron a la cabeza a Galip las páginas de ejercicios de vocabulario de los libros de texto de lenguas extranjeras: en aquellas páginas había visto también dispuestos unos junto a otros los dibujos de dieciséis objetos y luego los había nombrado con las palabras de la nueva lengua que estaba aprendiendo. A Galip le habría apetecido decir con el mismo entusiasmo: «Tubería, disco, teléfono, zapato, tenazas…».
Pero lo terrible era que Galip sentía con toda claridad que los objetos también indicaban otro significado. Al mirar el grifo de latón primero le pareció que, como ocurría con los ejercicios de vocabulario, indicaba un grifo de latón, pero luego notó excitado que el grifo de latón señalaba también otra cosa. El teléfono negro, de la misma forma que remitía al concepto de teléfono como el dibujo de las páginas del libro de lengua extranjera, a un instrumento conocido que si se enchufa a la línea y se gira el disco nos permite comunicarnos con otros por medio de la voz, indicaba también otro significado que a Galip le ponía la piel de gallina por la excitación.
¿Cómo se podía entrar al mundo misterioso de los significados secundarios? ¿Cómo podía descubrirse el misterio? Notaba feliz que se encontraba en el umbral de ese universo, pero le resultaba imposible dar el paso que le introduciría en su interior. Al final de las novelas policíacas que leía Rüya, cuando se resolvía la intriga, se iluminaba el universo secundario que había estado encubierto pero, al mismo tiempo al primer mundo lo envolvía una oscuridad de desinterés. Cuando a medianoche Rüya decía, con la boca llena de garbanzos tostados que había comprado en la tienda de Aladino: «El asesino era el coronel jubilado que se estaba vengando de los que le habían insultado!», Galip comprendía que su mujer había olvidado todos los detalles de aquel libro rebosante de mayordomos ingleses, encendedores, mesas de comedor, tazas de porcelana y pistolas y sólo recordaría un mundo de nuevos y ocultos significados al que señalaban todos aquellos objetos y personajes. Pero los objetos que al final de aquellas novelas mal traducidas introducían a Rüya y al detective en un mundo nuevo ahora se limitaban a darle a Galip la esperanza de llegar a aquel nuevo mundo. Galip miró atentamente la cara del quincallero que había dispuesto aquellos misteriosos objetos sobre la sábana para que él pudiera alcanzar el secreto como si fuera a leer el significado en el rostro del anciano.
– ¿Qué vale el teléfono?
– ¿Eres un comprador? -le respondió el anciano cuidadosamente para abrir una posible puerta al regateo.
A Galip le resultó sorprendente aquella imprevista pregunta sobre su identidad. «¡O sea, que ellos también me ven como señal de otras cosas!», pensó por un momento. Pero el mundo en el que quería introducirse no era ése, sino el que Celâl había forjado dedicándole tantos años. Sintió que Celâl había construido los muros de aquel mundo, en el que se ocultaba y cuya llave escondía, a fuerza de años de dar nombre a los objetos uno por uno y de contar historias en sus columnas. La cara del quincallero, que por un instante se había iluminado con la excitación del regateo, volvió a su anterior impasibilidad.
– ¿Para qué sirve esto? -preguntó Galip señalando el pequeño y simple pie de lámpara.
– Es un pie de mesa -le respondió el anciano-, pero hay quien lo coloca en las barras de las cortinas. También puede servir de pomo para una puerta.
«Ya sólo miraré a las caras», pensó Galip cuando salió al puente de Atatürk. La expresión que brillaba por un momento en cada uno de los rostros con los que se cruzaba en el puente se hacía más amplia durante un instante en su mente como los signos de interrogación de las tiras cómicas extranjeras, que crecen y crecen, y luego la pregunta se desvanecía junto con el rostro dejando tras ella una ligera huella. Aunque en cierto momento le pareció establecer una relación entre el paisaje de la ciudad que se contemplaba desde el puente y los significados que las caras acumulaban en su cabeza, aquello no fue más que una ilusión. Quizá era posible ver en las caras de sus conciudadanos la antigüedad, la desdicha, el esplendor perdido, la tristeza y la amargura de la ciudad, pero aquello no era el indicio de un secreto cuidadosamente planificado, sino de una derrota, de una historia y de una complicidad comunes. El frío y plomizo azul del Cuerno de Oro se convertía en un horrible marrón en el agua espumosa que dejaban tras de sí los remolcadores.