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Galip había visto setenta y tres nuevas caras cuando entró en un café de una calle lateral por la parte de atrás de Tünel. Se sentó en una mesa, estaba satisfecho de lo que había visto. Después de pedir un té sacó por pura costumbre el periódico del bolsillo de su abrigo y comenzó a leer una y otra vez el artículo de Celâl. Las palabras, las frases y las letras ya no eran nuevas, pero Galip notaba mientras lo leía que confirmaban algunas ideas que nunca antes se le habían ocurrido. Aquellas ideas no surgían del artículo de Celâl, eran sus propias ideas, pero estaban insertas de una manera extraña en el artículo. Cuando notó que existía un paralelismo entre sus ideas y las de Celâl, Galip sintió una paz interior, como cuando era niño y decidía que podía imitar lo bastante bien a cualquiera en cuyo lugar quisiera estar.

Sobre la mesa había un trozo de papel retorcido en forma de cucurucho. Por las cáscaras de pipas que había junto a él, podía deducirse que un vendedor ambulante había vendido un cucurucho de pipas de girasol a los que se sentaban a quella mesa antes de que Galip llegara. Galip comprendió por el margen del papel que había sido arrancado de un cuaderno escolar. Leyó lo que había en el otro lado, escrito con la esmerada caligrafía de un niño: «6 de noviembre de 1972. Lección 12. Deberes: Nuestra casa, nuestro jardín. En el jardín de nuestra casa hay cuatro árboles. 2 son álamos, uno es un sauce grande y el otro es un sauce pequeño. Los muros del jardín los construyó mi padre con piedras y alambre de espino. La casa es el refugio que protege a la gente del frío del invierno y del calor del verano. La casa nos protege de todas las cosas malas. Nuestra casa tiene 1 puerta, 6 ventanas y 2 chimeneas». En el dibujo que había debajo de la redacción, hecho con lápices de colores, Galip vio la casa y los árboles en el interior del jardín. Los ladrillos habían sido dibujados al principio uno a uno pero luego habían sido pintarrajeados impacientemente de rojo. Galip sintió que crecía su paz interior al ver que el número de puertas, ventanas, árboles y chimeneas del dibujo confirmaba los del texto.

Abrigado por aquella paz interior le dio la vuelta a la hoja y empezó a escribir a toda velocidad. No tenía la menor duda de que las palabras que escribía entre las rayas del papel señalaban ciertos hechos que existían realmente, tal y como ocurría con las palabras que había escrito el niño. Era como si hubiera perdido su lengua y sus palabras hacía largos años y las hubiera recuperado gracias a aquella hoja de deberes escolares. Cuando llegó al final de la página después de haber escrito las pistas con letra pequeña una debajo de otra, pensó: ¡O sea, que todo era así de simple! Para estar seguro de que Celâl piensa lo mismo que yo tengo que ver más caras».

Salió de nuevo al frío de la calle después de tomarse el te contemplando las caras de los del café. En una de las calles detrás del instituto de Galatasaray vio a una anciana con la cabeza cubierta que iba hablando consigo misma. En la cara una niña que salía agachándose por la reja medio cerrada de una tienda de ultramarinos leyó que todas las vidas se parecen unas a otras. En la cara de la joven de vestido descolorido que iba mirándose las zapatillas de suela de goma, que resbalaban en el hielo, estaba escrito que sabía lo que era la preocupación.

Galip volvió a entrar en un café y, después de sentarse a la mesa, sacó del bolsillo la hoja con los deberes y comenzó a leerlos a toda velocidad como si leyera la columna de Celâl. Ahora sabía perfectamente que si se apropiaba de la memoria de Celâl leyendo y releyendo sus artículos podría adivinar dónde estaba. Así que, para apoderarse de su memoria, antes tenía que encontrar el lugar donde Celâl guardaba todos sus artículos. Galip, gracias a los deberes que leía una y otra vez, hacía mucho que había comprendido que aquel museo tenía que ser una «casa»: un lugar que «nos protege de todas las cosas malas». Leyendo los deberes sentía de tal manera en su interior la inocencia del niño que puede nombrar despreocupadamente los objetos, que se creía capaz de asegurar de inmediato cuál era aquel lugar en el que le esperaban Rüya y Celâl. Pero allí, sentado a la mesa del café, no podía hacer gran cosa aparte de darle la vuelta al papel y escribir nuevas pistas cada vez que el entusiasmo lo arrastraba.

Al salir de nuevo a la calle Galip había eliminado ya algunas de esas pistas y le había dado preferencia a otras. No podían estar fuera de la ciudad porque Celâl no podía vivir en otro lugar que no fuera Estambul. No podían estar en la parte de Anatolia porque opinaban que aquello no era lo bastante «histórico». Rüya y Celâl no podían refugiarse juntos en casa de un amigo común porque no existía tal amigo. No podían estar en casa de un amigo de Rüya porque Celâl no iría a un lugar así. No podrían quedarse en la habitación de un hotel porque se verían privados de sus recuerdos y porque una pareja, aunque fueran hermanos, despertaría sospechas.

Cuando se sentó en el siguiente café estaba por lo menos seguro de que seguía la dirección correcta. Caminaba hacia Taksim por la parte de atrás de Beyoglu. Hacia Nisan, hacia Sisli, hacia el corazón de su propio pasado. Recordó en un artículo Celâl hablaba largamente de los caballos de las calles de Estambul. En un muro vio colgado el retrato de un luchador ya fallecido del que Celâl había hablado largamente. La fotografía era en blanco y negro y había sido arrancada de las páginas centrales de un antiguo número de la revista Uayat, páginas que decoraban tantas paredes de verdulerías, barberías y sastrerías después de ser convenientemente enmarcadas. Mientras observaba la expresión del luchador, que había conseguido una medalla olímpica y que en la fotografía sonreía modestamente con las manos en la cintura, Galip recordó que había muerto en un accidente de tráfico. Y así, como le había ocurrido antes tan a menudo, la expresión de modestia en el rostro del luchador se fundió en su mente con el accidente de tráfico ocurrido diecisiete años atrás y, sin pretenderlo, Galip pensó que aquel accidente era una señal.

O sea, que ese tipo de coincidencias, que fundían hechos y fantasías para formar indicios de nuevas historias, resultaban absolutamente necesarias. Salió del café y, mientras caminaba hacia Taksim por una de las calles laterales, pensó: «Por ejemplo, cuando veo ese viejo y cansado caballo del carro arrimado a la estrecha acera de la calle Hasnun Galip, siento la necesidad de acudir al recuerdo de aquel enorme caballo que veía en la cartilla en la época en que mi abuela me enseñaba a leer y a escribir. Y ese enorme caballo de la cartilla bajo el cual estaba escrito "Caballo" me recuerda a Celâl, que por entonces vivía solo en el ático del edificio de la calle Tesvikiye, y al piso de Celâl, que había sido decorado de acuerdo con sus propios recuerdos. Entonces pienso en que ese piso podría ser una señal del lugar que Celâl ha ocupado en mi vida».

Pero hacía años que Celâl había abandonado aquel piso. Galip dudó pensando que quizá podría estar interpretando erróneamente las señales. No tenía la menor duda de que si comenzaba a creer que sus intuiciones podían engañarle se perdería en la ciudad: eran las historias las que le mantenían en pie, las historias que descubría gracias a su intuición, como los objetos que un ciego reconoce gracias a su tacto. Había logrado aguantar los tres días que llevaba por la ciudad estrellándose contra las apariencias porque había podido crear una historia a partir de las señales. No tenía la menor duda de que el mundo y la gente a su alrededor también podían mantenerse en pie sólo gracias a sus historias.