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Cuando se sentó en un nuevo café Galip pudo examinar «su propia situación» con el mismo optimismo. Las palabras que exponían las pistas le parecieron tan simples y comprensibles como las de los deberes del otro lado del papel. En un apartado rincón del café una televisión en blanco y negro mostraba a unos jugadores de fútbol en un campo nevado. Las líneas del campo, pintadas con carbonilla, y el balón, manchado de barro, eran negros. Exceptuando a los jugadores de cartas en mesas desnudas, todos miraban aquel negro balón de fútbol.

Al salir del café Galip pensó que el secreto que buscaba era tan simple como aquel partido de fútbol en blanco y negro. Lo único que tenía que hacer era seguir caminando hacia donde lo llevaran sus pasos sin dejar de observar las imágenes y las caras. Estambul estaba repleto de cafés; uno podía recorrer de arriba abajo toda la ciudad entrando cada doscientos metros en un café.

Cerca ya de Taksim se encontró de repente entre la multitud que salía de un cine. Las caras de aquella gente que caminaba distraída mirando al suelo con las manos en los bolsillos o del brazo unos de otros estaban tan cargadas de significado que Galip incluso pensó que la pesadillesca historia que estaba viviendo carecía de importancia. En los rostros de la multitud que salía del cine podía verse la paz de aquellos que han olvidado sus propias penas porque han tenido la posibilidad de sumergirse hasta el cuello en otra historia. Estaban tanto aquí, en esta calle miserable, como allí, en medio de aquella ficción en la que les hubiera gustado encontrarse en ese momento. Sus memorias, antes vacías por la derrota y el dolor, estaban ahora llenas por una intensa trama que calmaba su tristeza y sus recuerdos. «¡Pueden creer que son otros!», pensó Galip con nostalgia. Por un momento quiso haber contemplado aquella película que poco antes había visto la multitud, perderse en su historia y así tener la posibilidad de ser otro. Veía cómo la gente, que se iba dispersando por la calle, regresaba a ese repugnante mundo de las cosas conocidas mientras miraban los escaparates de tiendas vulgares. «¡Qué rápido se abandonan!», pensó Galip.

No obstante, para poder ser otro, uno debía emplear todas sus fuerzas. Al llegar a la plaza de Taksim, Galip sintió en su corazón una decisión capaz de poner en movimiento toda su voluntad con ese objetivo. «¡Soy otro!», se dijo. Era un sentimiento agradable, le hacía percibir que no sólo cambiaban las heladas aceras bajo sus pies y toda la plaza rodeada de anuncios de Coca-Cola y conservas, sino también su propia personalidad, de la cabeza a los pies. Uno podía incluso creer que era posible cambiar el mundo entero a fuerza de repetir con decisión aquella frase, pero tampoco había por qué ir tan lejos. «¡Soy otro!», se dijo Galip. Notó con agrado cómo se elevaba en su interior, como si fuera una nueva vida, una música cargada con los recuerdos y las penas de otra persona a la que no quería nombrar. Inmersa en aquella música, la plaza de Taksim, uno de los centros básicos que definían la geografía de toda su existencia, cambió lentamente, con sus autobuses, que la rodeaban como enormes pavos, y sus trolebuses, que se desplazaban lentos como langostas absortas, y se transformó en la engalanada plaza «moderna» de un país desesperado y empobrecido en el que Galip ponía el pie por primera vez. Así monumento a la República cubierto de nieve, las amplias caleras griegas que no daban a ninguna parte, y el edificio de la Ópera que Galip había contemplado arder con satisfacción diez años atrás, se convirtieron en partes auténticas del pasado imaginario del que pretendían ser indicios. Galip no logró ver una cara misteriosa ni una bolsa de plástico que pudiera ser señal de un segundo mundo cubierto por velos entre la multitud que esperaba inquieta en las paradas de los autobuses y que se subía a los vehículos a empujones.

Y así, sin sentir la necesidad de entrar en los cafés para leer las caras de la gente, caminó hacia Nisantasi pasando por Harbiye. Mucho después, cuando creyó haber encontrado el lugar que buscaba, cuando intentó recordar la personalidad en la que se había envuelto a lo largo de todo aquel camino, se sentiría incapaz de emitir un juicio definitivo. «¡En ese momento aún no me había convencido por completo de que era Celâl!», pensaría entonces, entre los artículos viejos, los cuadernos y los recortes de prensa que iluminarían el pasado de éste. «En ese momento no me había dejado por completo atrás.» Observaba lo que veía como si fuera un viajero que se ve obligado a pasar medio día en una ciudad que no se le habría pasado por la imaginación visitar de no ser por el retraso que ha sufrido su vuelo: la estatua de Atatürk indicaba que en el pasado del país había habido un importante militar; las multitudes en las luminosas aceras cubiertas de barro ante los cines indicaban que la gente que se aburría los domingos por la tarde se entretenía con sueños de otros países; los empleados de las tiendas de bocadillos y hojaldres, que miraban las aceras desde sus escaparates cuchillo en mano, indicaban que las ilusiones y los recuerdos dolorosos estaban convirtiéndose en cenizas; y los árboles desnudos y oscuros que había en medio de la avenida, y que se oscurecerían aún más al anochecer, indicaban la tristeza nacional que se había desplomado sobre ellos.

«¡Dios mío! ¿Qué se puede hacer en esta ciudad, en esta calle, a esta hora?», susurró Galip, pero sabía que aquel grito lo había tomado de un antiguo artículo de Celâl que había recortado y guardado.

Había anochecido cuando llegó a Nisantasi. El olor de los escapes de los coches al atascarse el tráfico en las tardes de invierno unido al del humo que salía de las chimeneas impregnaba las aceras. Galip aspiró complacido aquel olor que hería el olfato pero que, de una manera extraña, encontraba tan característico de aquel barrio. En la esquina de Nisantasi el deseo de ser otro se elevó con tanta fuerza en su interior que creyó que podía ver cosas totalmente distintas y nuevas en las fachadas, en los escaparates, en los anuncios de bancos y en los letreros de neón que ya había visto antes decenas de miles de veces. El sentimiento de ligereza y aventura que convertía el barrio en el que había vivido desde hacía tanto en algo completamente distinto se había grabado en Galip como si ya no fuera a abandonarle nunca más.

Cruzó la calle y, en lugar de caminar hacia su casa, se desvió a la derecha por la calle Tesvikiye. Galip estaba tan contento con aquel sentimiento que envolvía todo su cuerpo y las posibilidades que le ofrecía aquella personalidad con la que se abrigaba eran tan atractivas, que se le llenaban los ojos con imágenes nuevas, como si hubiera sido un enfermo que después de pasar largos años entre las cuatro paredes del hospital es dado por fin de alta. Le apetecía decir cosas como: «¡Resulta que el escaparate de la pastelería por delante de la cual llevo tantos años pasando se parecía al escaparate bien iluminado de una joyería! ¡Resulta que la calle era estrecha y las aceras «regulares!».

Cuando era niño dejaba atrás su cuerpo y su alma y contemplaba desde el exterior aquella segunda persona completamente nueva. «Ahora pasa por delante del Banco Otomano -pensó Galip como si siguiera con la mirada nuevas personalidades con las que se envolvía en su infancia. Ahora pasa sin volver siquiera la cabeza por delante del edificio Sehrikalp, donde vivió tantos años con sus padres y sus abuelos. Ahora se detiene ante la farmacia donde el hijo de un practicante está sentado detrás de la caja y mira el escaparate. Ahora pasa sin el menor temor por delante de la comisaría, ahora mira con cariño, como si fueran viejos amigos, a lo maniquíes que hay entre las máquinas de coser Singer. Ahora, como las personas decididas que tienen un objetivo concreto, camina hacia el corazón de un misterio, de una conspiración cuyos menores detalles llevan años preparándose cuidadosamente…».

Cruzó de acera y, después de recorrer el mismo camino hacia atrás, cruzó de nuevo y anduvo hasta la mezquita bajo los escasos tilos y los balcones con paneles publicitarios. Luego caminó en la dirección contraria por la misma acera. En cada ocasión daba la vuelta algo más arriba o algo más abajo de la calle ampliando su «terreno de investigación», en cada ocasión observaba con cuidado en su antigua y triste personalidad ciertos detalles de los que no se había dado cuenta previamente y los grababa en un rincón de su memoria: en el escaparate de la tienda de Aladino había una navaja de muelle entre los viejos periódicos apilados, las pistolas de juguete y las medias de nailon; la señal de dirección obligatoria que debía indicar la calle Tesvikiye señalaba al edificio Sehrikalp; el pan seco dejado sobre el bajo muro de la mezquita había enmohecido a pesar del frío; algunas de las palabras de las pintadas políticas escritas junto a la puerta del instituto femenino tenían doble sentido; Atatürk, desde la fotografía en la pared de una de las aulas cuyas luces se habían quedado encendidas seguía mirando al mismo lugar a través del polvoriento cristal de la ventana, al edificio Sehrikalp; una mano misteriosa había prendido imperdibles a los capullos de rosa que había en el escaparate de una floristería. Los vistosos maniquíes del escaparate también miraban hacia el edificio. Galip miró largo rato aquel piso, como los maniquíes. Cuando, como los maniquíes, se sintió una imitación de las fantasías soñadas en otros países y de los protagonistas, que jamás se dejaban engañar, de las novelas policíacas que nunca había leído pero que tanto le había escuchado a Rüya, a Galip le pareció lógica la idea de que Celâl y Rüya podían encontrarse allí, en aquel piso alto al que señalaban con sus miradas los maniquíes. Se apartó de la fachada del edificio como si huyera y caminó en dirección a la mezquita.