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Galip sabía perfectamente qué hacer cuando mucho más tarde se levantó de la cama. Leyó en el periódico la programación televisiva y se informó de las películas que se proyectaban en los cines de los alrededores y de su inmutable horario; lanzó una última ojeada al artículo de Celâl; abrió el frigorífico y se llenó el estómago con pan seco y con algunas aceitunas y algo de queso fresco que sacó de él y que ya mostraban los primeros indicios de putrefacción. Metió algunos recortes de periódico que escogió al azar en un enorme sobre que encontró en el armario de Rüya, escribió sobre él el nombre de Celâl y se lo llevó consigo. Salió de casa a las diez y cuarto y comenzó a esperar frente al edificio Sehrikalp, aunque esta vez algo más allá.

No mucho tiempo después, se encendieron las luces de la escalera e Ismail, el portero de la casa desde hacía cuarenta años, sacó los cubos de basura llevando un cigarrillo en la comisura de los labios y comenzó a vaciarlos en el enorme contenedor que había junto al alto castaño. Galip cruzó la calle.

– Hola, señor Ismail. He venido a dejar este sobre a Celâl.

– ¡Ah, Galip! -le dijo el hombre con la alegría y la desconfianza del director de instituto que reconoce años después a un antiguo alumno-. Pero Celâl no está aquí.

– Lo sé, sé que está aquí pero yo tampoco se lo he dicho a nadie -replicó Galip entrando en el edificio con paso decidido-. Y ten cuidado, no se lo digas a nadie más. Me dijo que le dejara este sobre abajo, al señor Ismail.

Galip descendió por las escaleras, que llevaban cuarenta años oliendo a gas ciudad y a aceite refrito, y entró en la portería. Kamer, la mujer de Ismail, estaba sentada en el mismo sillón y veía la televisión, que estaba sobre la mesita donde en tiempos había estado la radio.

– Kamer, mira quién ha venido -dijo Galip. -¡Ah! -la mujer se puso en pie y se besaron-. Te has olvidado de nosotros.

– ¿Cómo voy a olvidaros?

– Todos pasáis por delante de la puerta pero no os paráis ni un momento.

– ¡Le he traído esto a Celâl! -Galip le mostró el sobre.

– ¿Te lo ha dicho Ismail?

– No, me lo dijo el mismo Celâl -respondió Galip-. Sé que está aquí, pero no se lo digáis a nadie.

– ¿Qué quieres que hagamos? No podemos decírselo a nadie -le dijo la mujer-. ¡Nos lo ha advertido de una manera…

– Lo sé. ¿Están arriba ahora?

– Nunca lo sabemos. Entra de noche, cuando estamos durmiendo, y sale cuando ya nos hemos acostado. No lo vemos nunca, sólo oímos su voz. Le recogemos la basura y le dejamos el periódico. A veces los periódicos se le apilan delante de la puerta durante días.

– No voy a subir -dijo Galip. Examinó la portería como si buscara un lugar donde dejar el sobre: la mesa cubierta por el mismo mantel de hule de cuadros azules, las mismas cortinas descoloridas que ocultaban las piernas de los que pasaban por la acera y los neumáticos manchados de barro de los coches, el cesto de la costura, la plancha, el azucarero, el fogón de gas natural, el radiador sucio de hollín… Galip vio la llave en el lugar de siempre, en una alcayata junto al estante que había sobre el radiador. La mujer volvió a sentarse en su sillón.

– Voy a prepararte un té. Siéntate ahí, en el borde de la cama -miraba de reojo la televisión-. ¿Qué hace la señora Rüya? ¿Por qué no tenéis hijos todavía?

En la pantalla de la televisión, a la que la mujer prestaba ahora toda su atención, apareció una muchacha que, aunque sólo fuera de lejos, recordaba a Rüya: el pelo alborotado y de un color difícil de definir, la piel blanca; la mirada tranquila y artificialmente infantil. Los labios alegremente pintados.

– Bonita mujer -dijo Galip en voz baja.

– La señora Rüya es más bonita -respondió la señora Kamer con el mismo tono de voz.

La miraron con respeto, con una especie de temerosa admiración. Galip sacó la llave de la alcayata con un hábil movimiento y se la metió en el bolsillo, junto a los deberes repletos de pistas. La mujer no lo vio.

– ¿Dónde dejo el sobre?

– ¡Dámelo a mí!

Galip vio por el ventanuco que daba a la puerta de entrada que el señor Ismail regresaba para dejar los cubos de basura vacíos. Al ponerse en marcha el ascensor las luces empalidecieron por un momento intentando estropear la imagen del televisor y Galip aprovechó la oportunidad para despedirse de la mujer. Subió las escaleras y caminó hasta la puerta de la calle haciendo todo el ruido que podía. Abrió la puerta y la cerró estruendosamente pero no llegó a salir. Volvió en silencio a la escalera y subió dos pisos de puntillas con una excitación que apenas podía controlar. Entre el segundo y el tercer piso se sentó en los escalones y esperó que el señor Ismail bajara después de dejar los cubos de basura de los pisos superiores. En cierto momento se apagaron las luces de la escalera. «¡El automático!», susurró Galip pensando en aquella palabra que en su niñez le sugería mágicos y lejanos países. Las luces volvieron a encenderse. Mientras el portero bajaba en el ascensor, Galip comenzó a subir lentamente las escaleras. En la puerta del piso en el que había vivido con sus padres en tiempos había una placa de latón de un abogado. En la puerta del piso del Abuelo y la Abuela vio una placa de un ginecólogo y un cubo de basura vacío.

Sobre la puerta de Celâl no había ni nombres ni indicaciones. Galip llamó al timbre con el automatismo, que le proporciona la costumbre, de un empleado laborioso que va a llevar el recibo del gas. Cuando llamó por segunda vez se apagaron las luces de la escalera. Por debajo de la puerta no se filtraba la menor luz. Mientras llamaba por tercera y cuarta vez su mano buscaba la llave en el pozo sin fondo de su bolsillo y cuando la encontró por fin estaba llamando sin parar: «¡Se esconden en una de las habitaciones de dentro! -pensó-. ¡Están sentados en butacas en el salón, uno frente al otro, esperando en silencio!». En un primer momento la llave no entró en la cerradura y estuvo dispuesto a aceptar que se había equivocado de llave pero, como una memoria confusa que en un momento de lucidez descubriera su propia estupidez y el complicado orden del universo, la llave encajó en la cerradura con una extraña simetría y una sensación de felicidad que resultaban sorprendentes. Galip se dio cuenta en primer lugar de que la puerta se abría a un piso oscuro, e inmediatamente después de que en aquel piso oscuro comenzaba a sonar el teléfono.

SEGUNDA PARTE

20. La casa fantasma

«Se sintió tan triste como una casa vacía.»

Madame Bovary, G. FLAUBERT

El teléfono comenzó a sonar tres o cuatro segundos después de que abriera la puerta pero Galip se inquietó pensando que entre el timbre y la puerta había alguna relación mecánica como la de las despiadadas alarmas de las películas de gángsteres. Al sonar por tercera vez, imaginó que Celâl, que correría preocupado a coger el teléfono, tropezaría con él en la oscuridad de la casa; a la cuarta decidió que no había nadie en ella y a la quinta que sí, porque pensó que nadie insistiría tanto rato a no ser que estuviera convencido de que había alguien en casa. A la sexta Galip estaba buscando a tientas el interruptor de la luz tratando de recordar la topografía del fantasmal piso, en el que había entrado por última vez hacía quince años, y se sorprendió al golpear un mueble. Corrió hacia el teléfono en la ciega oscuridad chocando con otros objetos y volcando algunos. Cuando por fin pudo llegar al receptor, que parecía inalcanzable, su cuerpo encontró instintivamente un sillón y se sentó en él.