– ¿Diga?
– ¡Así que por fin ha vuelto! -dijo una voz completamente desconocida.
– Sí.
– ¡Cuántos días llevo buscándole, Celâl Bey! Discúlpeme por molestarle a estas horas de la noche. Tengo que verlo lo antes posible.
– No consigo identificar su voz.
– Nos conocimos hace años en el baile de la Fiesta de la República. Yo me presenté a usted, Celâl Bey, pero, muy probablemente, ahora no se acuerde de eso. En los años siguientes le escribí dos cartas con unos seudónimos de los que ahora no me acuerdo. En una de ellas le explicaba una serie de cuestiones que podían iluminar el misterio que se oculta tras la muerte del sultán Abdülhamit. La otra se refería a una conspiración conocida como el asesinato del baúl, supuestamente cometido por unos estudiantes universitarios. En ese asunto yo le hice notar la existencia de un agente provocador que luego había desaparecido; usted, con su aguda inteligencia, investigó la cuestión, comprendió la verdad y se encargó de hacerla pública en algunas de sus columnas.
– Sí.
– Y ahora tengo ante mí otro caso.
– Déjeme el informe en el periódico.
– Sé que hace mucho tiempo que no va al periódico. Además, no sé hasta qué punto puedo confiar en la gente de allí tratándose de un asunto tan urgente.
– Bien, entonces déjeselo al portero.
– No sé su dirección. El servicio de información de Teléfonos no da la dirección con el número. Debe haber registrado este teléfono con otro nombre. En la guía no hay ningún número a nombre de Celâl Salik. Hay un Celâlettin Rumi, debe ser un seudónimo.
– ¿Y el que le dio mi número no le dio mi dirección?
– No.
– ¿Quién le dio mi teléfono?
– Un amigo común. Eso es algo que también quiero explicarle cuando nos veamos. Llevo días buscándolo. He probado todos los métodos imaginables. Llamé a su familia. Hablé con esa tía suya que tanto le quiere. Fui a algunos rincones que sé que le gustan por sus artículos antiguos por si lo encontraba, a las calles de Kurtulus, a Cihangir, al cine Konak. En eso me enteré de que un equipo de la televisión inglesa que está en el Pera Palas quería verle y que andaban buscándolo, como yo. ¿Lo sabía?
– ¿De qué trata el caso?
– No quiero explicárselo por teléfono. Déme su dirección, no es demasiado tarde, iré enseguida. Es en Nisantasi, ¿no?
– Sí -contestó Galip con toda su sangre fría-. Pero esos asuntos ya no me interesan.
– ¿Cómo?
– Si hubiera leído atentamente mis artículos, habría comprendido que ya no me interesan ese tipo de asuntos.
– No, no, se trata de algo que seguro que le interesará y sobre lo que puede escribir. Incluso puede contárselo a los de la televisión inglesa. Dime tu dirección.
– Disculpa -respondió Galip con una alegría que a él mismo le sorprendió-. Ya no hablo con literatos aficionados.
Colgó tranquilamente el teléfono. Al desperezarse en la oscuridad su mano encontró el interruptor de la lámpara de la mesilla que había junto a él y la encendió. La sorpresa y el miedo que le envolvieron al iluminar la habitación una pálida luz anaranjada serían recordados posteriormente por Galip como «un espejismo».
La habitación estaba exactamente igual que veinticinco años antes, cuando Celâl, joven periodista soltero, vivía allí. Todos los muebles, las cortinas, el lugar de las lámparas, los colores, las sombras y los olores, eran exactamente igual que veinticinco años antes. Parecía que algunos objetos, nuevos, imitaran a los antiguos para gastarle una jugarreta a Galip, para convencerle de que no había vivido un cuarto de siglo. Pero al observarlos algo más de cerca, Galip se sintió casi seguro de que los muebles no le estaban tendiendo ninguna trampa y que el tiempo que había vivido desde su infancia hasta ese momento se había desvanecido en un instante como por hechizo. Los objetos que habían surgido de repente de la peligrosa oscuridad no eran nuevos. La magia que hacía parecer nuevos a aquellos muebles que creía que debían haber envejecido, encontrarse hechos pedazos, o quizá haber desaparecido, como ocurría con sus recuerdos, no era sino el mero hecho de que hubieran surgido de repente ante él con el mismo aspecto que tenían cuando los vio por última vez hacía años, aspecto que ya había olvidado. Era como si las viejas mesas, las descoloridas cortinas, los sucios ceniceros y los exhaustos sillones no se hubieran resignado a las historias y a la ventura que les imponían la vida y los recuerdos de Galip, que después de cierto día (el día en que la familia del Tío Melih vino de Esmirna y se instaló en el edificio) se hubieran rebelado contra el destino que se había previsto para ellos y hubieran comenzado a buscar la manera de hacer realidad su propio mundo. Atemorizado, Galip comprendió de nuevo que todo había sido dispuesto como cuando Celâl habitaba aquella casa con su madre cuarenta años antes y como cuando vivía allí veinticinco años atrás como flamante periodista.
La misma mesa de nogal con las patas parecidas a garras de león con el mismo mantel de tela del Sümerbank (veinticinco años después los mismos fieros galgos seguían persiguiendo con la misma excitación a las pobres gacelas en un bosque de hojas moradas) a la misma distancia de las cortinas verde pistacho que cubrían la ventana, la misma mancha, con una forma parecida a la de una sombra humana, de grasa-brillantina-pelo en el respaldo del sillón, la paciencia del setter surgido de una película inglesa que contemplaba siempre el mismo mundo desde el plato de cobre del polvoriento aparador, la posición de los relojes averiados, las tazas y las tijeras de uñas, seguían en aquella luz anaranjada tal y como Galip los había dejado para no volver a acordarse de ellos. «Algunas cosas simplemente no las recordamos, otras ni nos acordamos de que no las recordamos. ¡Hay que encontrarlas de nuevo!», había escrito Celâl en uno de sus últimos artículos. Galip recordaba que después de que la familia de Rüya se asentara allí y Celâl abandonara aquel piso, aquellos objetos habían cambiado lentamente de lugar, habían envejecido, habían sido reemplazados, luego se habían ido retirando a un lugar ignoto sin dejar la menor huella en la memoria. Cuando sonó de nuevo el teléfono y, retrepado en el «viejo» sillón con el abrigo todavía puesto, cogió aquel receptor que no le resultaba en absoluto desconocido, estaba completamente seguro, sin saber lo que hacía, de que podría imitar la voz de Celâl.
La voz del teléfono era la misma. A petición de Galip ahora se identificó, no por medio del recuerdo, sino por su nombre: Mahir Ikinci. Aquellas palabras no le evocaron ninguna persona ni ningún rostro a Galip.
– Van a dar un golpe militar. Una pequeña organización dentro del ejército. Una organización religiosa, una nueva secta. Creen en el Mahdi. Creen que ha llegado la hora. Y van a ponerse en marcha gracias a tus artículos.
– Nunca he tenido nada que ver con semejantes tonterías.
– Sí, Celâl Bey, sí. Pero no te acuerdas ya sea porque has perdido la memoria, como escribes ahora, o porque no quieres acordarte. Echa un vistazo a tus artículos antiguos, léelos y te acordarás.
– No me acordaré.
– Sí que te acordarás porque, por lo que te conozco, no eres de esos que se puedan quedar tranquilamente sentados en su sillón al recibir la noticia de un golpe militar.
– No, no lo soy. Ni siquiera soy yo mismo.
– Voy inmediatamente. Te recordaré tu pasado, los recuerdos que has olvidado. Por fin me darás la razón y te entregarás en cuerpo y alma a este asunto.
– Me gustaría, pero no voy a ir a verte.
– Yo te veré a ti.