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Bastante después de que el peso fantasmal del pasado le aplastara hasta el punto de aturdirlo con la sensación de tristeza y venganza de los pobres muebles, que, como no cabían en casa, habían sido vendidos a un trapero y habían sido llevados al olvido a quién sabe qué remotas tierras bamboleándose en un carro de caballos, Galip volvió al pasillo para revolver los papeles que había en el único mueble «nuevo» que había visto en la casa, un armario de madera de olmo con las puertas de cristal que ocupaba toda la larga pared que iba desde el retrete hasta la cocina. Tras una investigación que no duró demasiado, encontró lo siguiente en aquellos estantes ordenados con la misma meticulosidad enfermiza:

Recortes de noticias y reportajes de cuando Celâl era ¡oven reportero; recortes de todos los artículos escritos en pro o en contra de Celâl; todas las columnas y anécdotas publicadas con seudónimo por Celâl; todas las columnas escritas por Celâl con su propio nombre; recortes de todas las secciones, de «Increíble pero cierto», «Interpretamos sus sueños», «Efemérides», «Casos increíbles», «Interpretamos su firma», «Su rostro y su personalidad» y similares, de las que se había hecho cargo Celâl; recortes de todas las entrevistas hechas a Celâl; borradores de columnas que no se habían publicado por diversas causas; apuntes personales; decenas de miles de recortes y fotografías que había ido guardando a lo largo de años; cuadernos en los que había anotado sus sueños, sus fantasías, detalles que no debía olvidar; miles de cartas de lectores guardadas en cajas de frutos secos, de marrón glacés y de zapatos; recortes de los folletines que Celâl había escrito con seudónimo a medias o por completo; copias de cientos de cartas escritas por Celâl; cientos de extrañas revistas, opúsculos, libros, folletos y anuarios escolares y militares; cajas llenas de fotografías de gente recortadas de periódicos y revistas; fotografías pornográficas; fotografías de animales e insectos extraños; dos enormes cajas repletas de artículos y publicaciones sobre los hurufíes y la interpretación de las letras; viejos billetes de autobús y entradas de cine y fútbol sobre los que había dibujado marcas, letras y símbolos; fotografías pegadas y sin pegar en álbumes; premios que le habían otorgado las asociaciones de periodistas; monedas y billetes de Turquía y de la Rusia zarista fuera de circulación; agendas de teléfonos y direcciones.

En cuanto encontró las tres agendas de direcciones, Galip regresó al sillón de la sala de estar y leyó sus páginas una Por una. Tras una investigación que duró cuarenta y cinco minutos, concluyó que las personas de las agendas habían tejido cierta importancia en la vida de Celâl entre 1950 y finales de los sesenta y que no podría encontrar a Rüya y Celal en aquellas direcciones, la mayor parte de las cuales pertenecería a casas muy posiblemente ya derribadas, ni gracias a los números de teléfono, que habrían cambiado. Después de una rápida investigación que realizó entre el batiburrillo de los estantes del armario, halló la carta sobre el asesinato del baúl que Mahir Ikinci le dijo que había enviado y, con la intención de encontrar las columnas que le había dedicado a aquel tema, comenzó a leer las cartas que Celâl había recibido y los artículos que había escrito en los setenta.

A Galip le interesaba aquel asesinato político que había pasado a los periódicos con el nombre del «asesinato del baúl» porque conocía de sus años de instituto a algunos de los que se habían visto mezclados en el asunto. A Celâl porque, en un país en el que decía que todo era imitación de algo, un grupo de jóvenes creativos unidos en torno a una misma fracción política había reproducido hasta en los menores detalles y sin darse cuenta una novela de Dostoyevski (Los endemoniados). Mientras hojeaba las cartas de los lectores de aquella época, Galip recordaba un par de tardes en las que Celâl había mencionado el tema. Habían sido días sin sol, fríos, desagradables, que merecían haber sido olvidados y que lo habían sido de hecho: Rüya estaba casada con aquel «buen muchacho» por el que Galip dudaba entre sentir respeto o desprecio y cuyo nombre ya no recordaba; cuando Galip, vencido por una curiosidad que luego siempre le hacía sentirse avergonzado, prestaba atención a los rumores y se dedicaba a investigar, conseguía más información sobre las últimas noticias políticas que sobre los detalles de la felicidad o la desdicha conyugal del joven matrimonio… Una noche de invierno, mientras Vasif daba de comer tranquilamente a sus peces japoneses (los rojos wakin y los watonai de colas desfiguradas por sus uniones incestuosas), mientras la Tía Hâle resolvía el crucigrama del Milliyet echando de vez en cuando un vistazo a la televisión, la Abuela había muerto de repente en su fría habitación mirando al techo, Rüya fue sola al entierro con un abrigo descolorido y una bufanda aún más descolorida cubriéndole la cabeza («Mejor así», había dicho el Tío Melih, que odiaba abiertamente a su sobrino, de origen provinciano, expresando en voz alta el pensamiento secreto de Galip) y desapareció rápidamente. Una de las noches posteriores al entierro en que se habían reunido en el piso de la Abuela, Celâl le preguntó a Galip si había oído algo sobre el asesinato del baúl, pero no pudo enterarse de lo que realmente le interesaba: ¿había leído alguno de esos jóvenes comprometidos que Galip aseguraba conocer el libro del autor ruso?

«Porque todos los asesinatos -le dijo Celâl aquella misma noche-, como todos los libros, son imitaciones unos de otros. Por eso no puedo publicar libros con mi propio nombre». «No obstante, incluso en los peores asesinatos hay un aspecto original que no podemos encontrar en los peores libros», continuó la noche siguiente, ya tarde, los dos solos, de nuevo reunidos en casa de la difunta. Con una lógica que a Galip le procuraría en años posteriores el placer de un viaje cada vez que fuera testigo de ella, Celâl descendía uno a uno los peldaños que profundizaban en su pensamiento. «Eso quiere decir que lo que son completas imitaciones no son los asesinatos, sino los libros. Los asesinatos que hablan de libros y los libros que hablan de asesinatos, como se refieren a una imitación de una imitación, algo que nos encanta, nos tocan en un punto sensible común a todos nosotros; uno sólo puede darle un garrotazo a la cabeza de la víctima si se pone en lugar de otro (porque uno no soportaría verse a sí mismo como un asesino). La creatividad nace de la ira la mayor parte de las veces, de esa ira que nos hace olvidarlo todo, pero la ira sólo puede hacernos pasar a la acción a través de métodos que previamente hemos aprendido de otros: cuchillos, pistolas, venenos, tecnicas literarias, formas novelescas, metros poéticos, etcétera. El "asesino surgido del pueblo" que proclama "¡No estaba en mis cabales, señor juez!" está declarando esta verdad ampliamente conocida: el asesinato es algo que, con todos sus detalles y ritos, se aprende de otros, se aprende de las leyendas de los cuentos, de las memorias, de los periódicos, en suma, de la literatura. Incluso el homicidio más simple, por ejemplo el involuntario cometido por celos, es una imitación inconsciente, una imitación de la literatura. ¿Escribo un artículo sobre eso? ¿Qué me dices?» No lo escribió.