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Y sin con eso no me duermo, queridos lectores, entonces pienso en un hombre inquieto que una noche solitaria pasea arriba y abajo por un solitario andén de una estación esperando un tren que no acierta a llegar; y cuando por fin decido adonde se dirige el hombre, resulta que me he convertido en él. Pienso en los trabajadores que, hace setecientos años, cavaban un pasadizo subterráneo en la Puerta de Silivri que permitiera a los griegos que cercaban Estambul entrar en la ciudad. Imagino la sorpresa del hombre que descubrió el otro significado de los objetos. Sueño con el otro mundo que surge en éste, en cómo me embriagaré entre nuevos significados en ese nuevo mundo mientras lentamente se abre ante mí el otro significado de cada cosa. Pienso en la estupefacción feliz del amnésico. Me imagino abandonado en una ciudad fantasma que nunca he conocido; los barrios, las calles donde en tiempos vivieron millones de personas, las mezquitas, los puentes, los barcos, todo, todo está absolutamente vacío y yo camino por esos espacios solitarios y fantasmales mientras recuerdo mi propio pasado y mi propia ciudad, camino lentamente hacia mi propio barrio, hacia mi propia casa, hacia mi propia cama, en la que ahora estoy intentando dormir. Pienso que soy François Champollion y que me levanto a medianoche de la cama para resolver los jeroglíficos de la piedra de Rosetta, que vago por los oscuros pasajes subterráneos de mi memoria con el ensimismamiento de un sonámbulo, un Champollion que se introduce en calles sin salida para encontrar recuerdos agotados. Pienso que soy Murat IV y que una noche me disfrazo en palacio con la intención de comprobar si se cumple la prohibición de beber alcohol, que salgo, acompañado por mis guardias, también disfrazados, con la confianza secreta de que nadie me hará daño y me dedico a observar con cariño cómo viven mis súbditos, cómo dormitan en las mezquitas, en las escasas tiendas aún abiertas o en los albergues de pordioseros en ocultos pasajes.

Luego, ya tarde, me convierto en el aprendiz de un colchonero que va de puerta en puerta susurrando a los artesanos y comerciantes la primera y la última sílabas de una contraseña secreta para que se preparen para uno de los últimos levantamientos de los jenízaros en el siglo XIX. O soy un mensajero de una medersa que despierta de un sueño y un silencio que ha durado años a los dormidos miembros de una cofradía prohibida.

Y si todavía no me he dormido, queridos lectores, me convierto en el amante desdichado que busca la imagen de su amada perdida siguiendo el rastro de sus recuerdos, abro cada puerta de la ciudad y busco las huellas de mi pasado y el de mi amada en cada habitación donde se fume opio, en cada mezquita donde se cuenten historias, en cada casa donde se cante. Y si, tras ese largo viaje, todavía no se han agotado mi memoria, mi capacidad de imaginación y mis sueños, arrastrados de aquí para allá, si todavía no se han resignado a abandonar, entonces entro por fin al primer lugar conocido que aparezca ante mí en uno de esos felices momentos indeterminados entre la vigilia y el sueño, a la casa de un amigo lejano o a la mansión vacía de un familiar cercano, me introduzco en la última habitación que he encontrado a fuerza de abrir puertas como si registrara los rincones olvidados de mi memoria, apago la vela y me meto en la cama y me duermo entre objetos lejanos, ajenos y extraños.

22. ¿Quién mató a Semsi Tebrizi?

«¿Cuánto tiempo más voy a buscarte casa por casa puerta por puerta?

¿Cuánto tiempo, rincón por rincón, calle por calle?»

Diván de Semsi Tebrizi, MEVLANA

Aquella mañana, cuando Galip se despertó tranquilo tras un largo sueño, la lámpara de sesenta años de antigüedad que colgaba del techo estaba encendida despidiendo una luz como de papel amarillento. Vestido con el pijama de Celâl, Galip apagó todas las luces de la casa, recogió el Milliyet que habían deslizado por debajo de la puerta, se sentó en la mesa de trabajo y lo leyó: al encontrar en la columna de aquel día la misma errata que había visto el sábado por la tarde cuando fue al periódico (habían escrito «ser nosotros mismos» en lugar de «ser ustedes mismos»), su mano se alargó automáticamente hacia el cajón, encontró un bolígrafo verde y comenzó a corregir el artículo. Cuando terminó con él se le vino a la cabeza que Celâl también se sentaba en aquella mesa todas las mañanas con su pijama de rayas azules y fumaba un cigarrillo mientras hacía las pertinentes correcciones con ese mismo bolígrafo.

Sentía en su interior la convicción de que todo iba bien. Mientras desayunaba con el optimismo de un hombre que tras una buena noche de sueño se dispone a comenzar con confianza un día difícil, se sentía lleno de sí mismo, como si no tuviera la necesidad de ser otro.

Después de prepararse un café, colocó sobre la mesa algunas cajas llenas de artículos, cartas y recortes que había sacado del armario del pasillo. No tenía la menor duda de que si leía los papeles que tenía ante él con fe y dedicándoles toda su atención, acabaría por encontrar lo que buscaba.

Mientras leía los artículos de Celâl que trataban de la vida brutal de los niños abandonados que vivían en los pontones del puente de Gálata, de directores monstruosos y tartamudos de hospicios, de competiciones de vuelo entre genios creadores que se lanzaban alados al cielo desde la torre de Gálata como si se arrojaran al agua, de la historia de la pederastia y de los que se dedican a su comercio en nuestros días, Galip encontró dentro de sí la paciencia y la atención que requerían los artículos. Leyó con la misma buena intención y la misma confianza los recuerdos del aprendiz de mecánico de Besiktas que había sido el conductor del primer Ford modelo T que llegó a Estambul y las historias que explicaban por qué era necesario levantar una torre con un carillón en cada barrio de Estambul, el significado histórico de que en Egipto se prohibieran las escenas de encuentros entre las mujeres del harén y esclavos negros de Las mil y una noches, los beneficios de poder montarse en marcha en los viejos tranvías tirados por caballos y por qué los loros habían abandonado Estambul, cómo en su lugar habían llegado las cornejas y cómo a causa de aquello había comenzado a nevar en la ciudad.

Hojeándolos recordaba los días en que había leído aquellos artículos por primera vez, tomaba nota de vez en cuando en un trozo de papel, en ocasiones releía una frase, un párrafo o sólo ciertas palabras y cuando terminaba el artículo y lo devolvía a la caja sacaba otro nuevo con cariño.

El sol no se reflejaba en toda la habitación sino sólo en los laterales de las ventanas. Las cortinas estaban abiertas, en el edificio de enfrente goteaba agua del extremo de los carámbanos que colgaban del techo y de los canalones llenos de suciedad y nieve. Entre el triángulo de un tejado color teja y nieve sucia y el rectángulo de una alta chimenea que despedía humo de lignito entre sus dientes oscuros, se veía un cielo azul y brillante. Cuando Galip fijaba su mirada, cansada de leer, entre el triángulo y el rectángulo, veía cornejas que cortaban el azul con sus veloces vuelos, y al volver la cabeza comprendía que Celâl, cuando se cansaba de escribir sus artículos, miraba al mismo sitio y contemplaba el vuelo de las mismas cornejas.

Mucho más tarde, cuando el sol ya se reflejaba en las oscuras ventanas de abiertas cortinas del edificio de enfrente el optimismo de Galip comenzó a disolverse. Quizá todo, los objetos, las palabras, los significados, seguía aún en su sitio, pero Galip notaba con amargura según leía que la realidad más profunda que los mantenía unidos iba desapareciendo. Leía lo que Celâl había escrito sobre Mahdis, falsos profetas y sultanes ilegítimos y los artículos que había dedicado a la relación entre Mevlâna y Semsi Tebrizi, al orfebre Selâhaddin, con quien «este gran poeta» había intimado después de la desaparición de Semsi Tebrizi, y a Celebi Hüsamettin, que había ocupado el lugar de ese último tras su muerte. Para huir de la desagradable sensación que se iba acumulando en su corazón leía lo que había escrito para las secciones de «Increíble pero cierto», pero las historias del poeta Figani, que había insultado en un dístico al gran visir del sultán Ibrahim y había sido condenado a ser paseado por todo Estambul atado a un asno o la del jeque Efláki, que se había casado con cada una de sus hermanas y les había causado involuntariamente la muerte, no le distraían. Leyendo las cartas que sacó de la otra caja se admiró, como cuando era niño, de la gran cantidad y diversidad de personas que se interesaban por Celâl, pero las cartas de los que le pedían dinero, de los que se acusaban unos a otros, de los que le explicaban lo putas que eran las mujeres de los columnistas con los que polemizaba, de los que denunciaban conjuras de sectas secretas o los sobornos que aceptaban los directores regionales de abastecimiento del monopolio de bebidas y tabaco y de los que proclamaban su amor o si odio no le sirvieron sino para alimentar la sensación de inseguridad que se iba acumulando en su alma.