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Tal y como Galip esperaba, un mes después de aquella columna, que había provocado amenazas de muerte por parte de los lectores más religiosos y cartas de felicitación de los laicos y republicanos, Celâl volvió a plantear la cuestión a pesar de que el director del periódico le había rogado que no lo hiciera.

En su nuevo artículo Celâl trataba en primer lugar de los hechos básicos conocidos por todos los mevlevíes: los esbirros de Mevlâna, envidiosos de que mostrara tanta amistad a aquel derviche venido de Dios sabe dónde, arrinconaron a Semsi y lo amenazaron de muerte. Después de aquello, un día nevoso de invierno, el 15 de febrero de 1246 (a Galip le gustaba mucho aquella pasión de Celâl por las fechas exactas, que le recordaba los libros del instituto, llenos de errores de imprenta), Semsi desapareció de Konya. Mevlâna, incapaz de soportar la desaparición de su amado y de la segunda personalidad con la que poder disfrazarse, hizo volver a su «amor» (Celâl siempre usaba esa palabra entre comillas para aumentar las sospechas de los lectores) tras comprender por una carta que se hallaba en Damasco y lo casó de inmediato con una de sus hijas adoptivas. No obstante, el cerco de la envidia comenzó a estrecharse de nuevo alrededor de Semsi y, sin que pasara mucho, el 5 de diciembre de 1247, un jueves, un grupo numeroso de hombres, entre los que se encontraba Aladino, el hijo de Mevlâna, tendería una emboscada a Semsi, lo acuchillaría hasta matarlo y aquella misma noche, mientras caía una lluvia fría y sucia, arrojaría el cadáver a un pozo que había junto a la casa de Mevlâna.

En las líneas siguientes del artículo, que describían el pozo al que había sido arrojado el cuerpo de Semsi, Galip encontró ciertas cosas que no le resultaron en absoluto lejanas. Lo que Celâl había escrito sobre el pozo, el cadáver arrojado en él, la soledad y la tristeza del cuerpo, no sólo le resultó terrible y extraño, sino que también le dio la impresión de que había visto con sus propios ojos aquel pozo de hacía setecientos años al que habían arrojado el cadáver, que era capaz de distinguir las piedras y el yeso al estilo de Jurasán del brocal, después de leer varias veces el artículo, mientras ojeaba otros que había seleccionado instintivamente, descubrió que en la descripción del pozo Celâl había usado tal cual ciertas frases que había utilizado en una columna publicada por las mismas fechas y en la que hablaba del pozo de ventilación entre dos edificios, y que en ambos artículos había conservado de manera muy lograda el mismo estilo.

Fascinado por aquel jueguecito, al que no habría dado la menor importancia si lo hubiera leído después de sumergirse en los artículos que Celâl había escrito sobre los hurufíes, Galip comenzó a leer desde aquel punto de vista los artículos que se apilaban sobre la mesa. Fue entonces cuando comprendió por qué los objetos que lo rodeaban iban transformándose según leía los artículos de Celâl, por qué desaparecían aquel profundo significado y el optimismo que lo mantenía unido todo, las mesas, las cortinas, las lámparas, los ceniceros, las sillas, las tijeras y las baratijas que había sobre el radiador.

Celâl hablaba de Mevlâna como si hablara de sí mismo y, usando unas mágicas interpolaciones entre las palabras y las frases que a primera vista apenas llamaban la atención, se colocaba en el lugar de Mevlâna. Galip se convenció de aquello cuando vio que Celâl usaba en los artículos «históricos» sobre Mevlâna las mismas palabras y párrafos, y aún más el mismo estilo trenzado de amargura, que en ciertos artículos en los que hablaba de sí mismo. Lo que convertía en terrible aquel extraño juego era que lo corroboraran los cuadernos personales de Celâl, sus borradores de artículos sin publicar, sus charlas históricas, los ensayos que había escrito sobre el jeque Galip, sus interpretaciones de sueños, sus recuerdos de Estambul y muchos de los temas que había tratado en sus columnas.

Celâl había relatado cientos de veces en su sección de «Increíble pero cierto» las historias de reyes que se creían otros, de emperadores chinos que habían quemado sus palacios para poder serlo, de sultanes que se cambiaban de ropa por la noche para mezclarse con el pueblo hasta convertirlo en una manía enfermiza que los mantenía alejados durante días de palacio y de los asuntos del Estado. En un cuaderno en el que Celâl había dejado a medias unos cuentos cortos, muy parecidos a recuerdos, Galip leyó que Celâl, un día de verano vulgar y corriente, se había visto a sí mismo sucesivamente como Leibniz, como el famoso millonario Cevdet Bey, como Mahoma, como director de un periódico, como Anatole France, como un cocinero de éxito, como un imán famoso por sus prédicas, como Robinson Crusoe, como Balzac y como otros seis cuyos nombres había tachado avergonzado. Observó unas caricaturas de la imagen de Mevlâna que aparecía en los sellos y en las láminas; encontró un dibujo bastante torpe de un sarcófago en el que se leía «Mevlâna Celâl». Y una columna no publicada comenzaba con la siguiente frase: «¡El Mesnevi, que se tiene por la obra maestra de Mevlâna, no es sino un plagio de principio a fin!».

Después de aquella frase indicaba, exagerándolas, las similitudes que señalaban los comentaristas académicos con un estilo que vacilaba entre el miedo a ser irrespetuosos y la preocupación por la verdad. Tal cuento del Mesnevi había sido tomado del Calila e Dimna, tal otro lo había plagiado del Manttküt Tayr de Attar, esta anécdota la había copiado del Ley-Hy Mecnun, la de más allá la había pirateado del Menakib-i Evliya. Dentro de la larga lista de fuentes cuyas historias habían sido plagiadas, Galip vio también el Kisas-i Enbiya, Las mil y una noches y a Ibn Zerhani. Al final de aquella lista Celâl había añadido lo que Mevlâna opinaba sobre el hecho de plagiar historias de otros. Galip, mientras oscurecía y se iba intensificando el pesimismo de su corazón, leyó aquellas opiniones pensando que no sólo se trataban de las de Mevlâna, sino, al mismo tiempo, de las de Celâl poniéndose en el lugar de Mevlâna.

En opinión de Celâl, Mevlâna, como todos aquellos que no pueden soportar demasiado tiempo ser ellos mismos y solo encuentran la paz cuando se revisten con la personalidad de otro, cuando comenzaba una historia sólo podía hacerlo utilizando lo que ya había sido contado por otros. De hecho contar una historia es una trampa que descubren todos los infelices a los que consume la pasión de ser alguien distinto para liberarse de sus tediosos cuerpos y espíritus. Quería contar una historia con el único objeto de poder contarla. El Mesnevi era una «composición» extraña e irregular que, como Las mil y una noches, comenzaba una historia sin terminar la anterior y que sin que acabara la segunda pasaba a una tercera, en la que las historias se dejaban atrás sin terminar como si fueran personalidades inagotables pero que pronto aburren. Hojeando los tomos del Mesnevi, Galip vio que los cuentos obscenos habían sido subrayados, que ciertas páginas habían sido inundadas por un airado bolígrafo verde de signos de interrogación, de interjecciones y de correcciones que casi llegaban a ser tachaduras. Después de leer rápidamente las historias que se contaban en aquellas páginas manchadas de tinta y suciedad, comprendió que muchas de las historias que había leído en su niñez y en su juventud como si fueran artículos originales no eran sino préstamos del Mesnevi que Celâl había adaptado al Estambul de nuestra época.