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Galip recordó las noches en las que Celâl había hablado durante horas sobre el arte del pastiche, afirmando que era el único arte auténtico. Mientras Rüya picoteaba los pasteles que habían comprado por el camino, Celâl decía que había escrito muchas de sus columnas, quizá todas, gracias a la ayuda de otros, añadía que lo importante no era «crear» algo nuevo sino, cambiando un rinconcito, un extremo de las maravillas que miles de inteligencias habían creado previamente a lo largo de miles de años, poder decir algo completamente nuevo y afirmaba que todas sus columnas las había copiado de otros. Lo que le crispaba los nervios a Galip, haciéndole perder su fe optimista sobre la realidad de los objetos de la habitación y de los papeles sobre la mesa, no era descubrir que las historias que durante años había supuesto que eran de tal, pertenecían en realidad a otros, sino ciertas posibilidades a las que apuntaba aquella realidad.

Se le vino a la mente que en algún otro lugar de Estambul podía haber otra casa y otra habitación decoradas de la misma forma que aquella casa y aquella habitación que imitaban su aspecto de hacía veinticinco años. Si en aquella habitación no estaban Celâl, sentado a la misma mesa y contando historias, y Rüya, escuchándolo alegre, habría un desgraciado sosia de Galip que estaría sentado a aquella mesa creyendo que podría encontrar el rastro de su desaparecida esposa a fuerza de leer la colección de viejos artículos. También se le vino a la mente que, de la misma forma que los símbolos que había sobre los objetos, los dibujos y las bolsas de plástico indicaban otras cosas que no eran ellos mismos y de la misma forma que cada artículo de Celâl llevaba a un significado distinto en cada lectura, cada vez que pensaba en su vida ésta adquiría un nuevo significado y que podría perderse entre aquellos significados que se seguían implacables como vagones de tren. Fuera había oscurecido y en la habitación se acumulaba esa palpable luz tenebrosa que recordaba al olor a moho y muerte de los subterráneos sin luz cubiertos de telas de araña. Galip comprendió que, para salir de la pesadilla de aquel otro mundo en el que había caído sin querer, de aquel universo fantasmal, no le quedaba otro remedio que seguir leyendo con sus cansados ojos y encendió la lámpara de la mesa.

Así pues, regresó a lo que había dejado a medias, al pozo lleno de telarañas donde habían arrojado el cadáver de Semsi. La historia continuaba con que el poeta se encontraba fuera de sí por la pérdida de «su amigo, su amado». No quería aceptar que Semsi había sido asesinado y que habían tirado su cuerpo al pozo, y no sólo eso, se enfurecía con los que pretendían mostrarle el pozo que tenía delante de sus propias narices y se inventaba todo tipo de excusas para buscar a «su amado» en otros lugares: ¿no habría ido Semsi a Damasco como había hecho la otra vez que desapareció?

Y Mevlâna fue a Damasco y comenzó a buscar a su amado por las calles de la ciudad. Fue a cada calle y a cada casa, miró en cada taberna, en cada rincón, debajo de cada piedra, preguntó uno por uno a los viejos amigos de su amado, a los conocidos comunes, comprobó uno por uno los lugares que tanto le gustaban, las mezquitas, los monasterios, todo. De tal manera, después de un tiempo, buscar se convirtió en algo más importante que encontrar. En ese punto de la columna el lector se encontraba en medio de los humos de opio, las aguas de rosas y los murciélagos de un universo místico y panteísta donde lo buscado y el buscador habían cambiado respectivamente de lugar, donde lo importante no era encontrar sino caminar hacia el objetivo, ni tampoco el amado desaparecido, que sólo era una excusa, sino el amor. El artículo demostraba brevemente que las diversas peripecias que le ocurrían al poeta en las calles de la gran ciudad correspondían a las etapas que el peregrino de la cofradía debe superar para alcanzar la realidad y llegar a la perfección: si las escenas de la estupefacción al comprender la huida del amado y de la búsqueda posterior correspondían a la etapa de la «negación de la evidencia», aquéllas en que aparecían los viejos amigos y enemigos del amado y en las que examinaba los rincones por los que había pasado y sus objetos personales, que rezumaban amargos recuerdos, se correspondían con diversas etapas de la «penitencia». Si la escena del burdel era fundirse en el amor, el perderse en el cielo y el infierno de los escritos ornados por seudónimos, trampas literarias y juegos de palabras, cuyo mejor ejemplo eran las cartas cifradas que se habían descubierto en casa de Hallai Mansur después de su muerte, significaba perderse en el valle del misterio, como ya había señalado Attar. De la misma forma que los narradores que contaban «historias de amor» por la noche en las tabernas estaban extraídos del Mantik-üt Tayr de Attar, el hecho de que el poeta, ebrio de cansancio a fuerza de caminar entre calles, tiendas y ventanas bullentes de misterio, comprendiera que lo que buscaba en el monte Kaf no era sino él mismo, era un ejemplo de «aniquilación en lo absoluto» (la disolución de uno mismo en lo absoluto) tomado del mismo libro, etcétera.

La larga columna de Celâl estaba adornada con ostentosos versos de metro culto de otros místicos sobre la unidad del que busca y lo que se busca; había añadido además la traducción en prosa -Celâl odiaba las traducciones poéticas- del famoso verso de Mevlâna, cansado ya de buscar durante meses en Damasco: «Si yo soy él -había dicho el poeta uno de los días en que se perdió en el misterio de la ciudad-, ¿por qué sigo buscando?». En ese punto culminante Celâl finalizaba su crónica con una realidad literaria que todos los mevlevíes repiten con orgullo: después de superar aquella etapa, Mevlâna reunió los poemas compuestos en aquel tiempo dándoles el nombre de Diván de Semsi Tebrizi, sin utilizar el suyo propio.

Al igual que en su infancia, lo que más le interesó a Galip de aquel artículo fue la trama policíaca de la búsqueda y las investigaciones. Celâl llegaba a una conclusión que, de nuevo, había irritado a sus lectores más religiosos, cuyos corazones se había atraído con sus historias místicas, y divertido a los laicos y republicanos: «Por supuesto, quien ordenó asesinar a Semsi y que arrojaran su cuerpo al pozo ¡fue el mismo Mevlâna!». Celâl defendía su tesis con un método que utilizaban a menudo la policía y la fiscalía y que él había conocido de cerca en los años cincuenta cuando trabajaba como reportero judicial en Beyoglu. Después de recordar, con el estilo de un fiscal de provincias acostumbrado a acusar, que la persona que más se había beneficiado de la muerte de su amado era el propio Mevlâna, que así había dejado de ser un maestro cualquiera para convertirse en el mayor poeta místico, señalaba que, por lo tanto, debía haber sido él quien más deseara aquel asesinato. Había cruzado el estrecho puente legal, tan propio de las novelas cristianas, entre el deseo de cometer el asesinato y el ordenar que se cometiera y luego había demostrado una serie de síntomas de sentimiento de culpabilidad y efectuado unos números típicos del asesino novato como eran el no creer en la muerte de la víctima, volverse loco, no querer mirar el pozo y otras rarezas. Pero inmediatamente después exponía la cuestión que hundía a Galip en una profunda desesperación: ¿qué podían indicar entonces sus investigaciones durante meses por las calles de Damasco después del asesinato, que registrara una y otra vez toda la ciudad de arriba abajo?

Celâl le había dedicado a aquella columna mucho más tiempo del que parecía, como Galip descubrió por ciertas notas de sus cuadernos y por un mapa de Damasco que encontró guardado en una caja de viejas entradas de fútbol (Turquía: 3, Hungría: 1) y de cine (La mujer del cuadro, El regreso). En el mapa había marcado con un bolígrafo verde las investigaciones que Mevlâna había realizado en Damasco. Ya que no buscaba a Semsi puesto que sabía perfectamente que había sido asesinado, Mevlâna debía estar haciendo otra cosa en la ciudad, pero ¿qué? Había marcado cada rincón por el que había pasado el poeta y había escrito en la parte de atrás del mapa los nombres de los barrios, las posadas, los caravasares y las tabernas en que había puesto el pie. Celâl había intentado extraer un significado de las letras y las sílabas de los nombres de aquella larga lista, dispuestos unos debajo de otros, había buscado una simetría oculta.