Hasta que salió a la calle a medianoche, cada vez que aquella frase se le vino a la memoria Galip la consideró como una prueba de que Celâl sabía lo que estaba haciendo en ese preciso momento. Igualmente consideró sus esfuerzos de aquella semana no como una investigación en la que había seguido las huellas de Celâl y Rüya, sino como parte de un juego que Celâl (y quizá también Rüya) habían organizado para él. Como aquella idea se adecuaba al deseo de Celâl de manejar a la gente, aunque fuera de lejos y en silencio, a través de las pequeñas trampas y vagas alusiones de sus artículos, Galip pensó que las investigaciones que estaba llevando a cabo en aquel museo viviente eran un indicio de la libre voluntad de Celâl y no de la suya.
Quiso salir de la casa de inmediato y no sólo porque ya no soportaba aquella asfixiante sensación y el dolor de ojos provocado por la lectura, sino también porque no encontró en la cocina nada que comer. Acababa de sacar del armario que había junto a la puerta el abrigo azul marino de Celâl cuando temió que si el portero Ismail y su mujer Kamer todavía no se habían dormido y con sus ojos adormecidos lo veían salir por la puerta principal, podrían pensar que tanto las piernas como el abrigo pertenecían a Celâl. Bajó la escalera sin encender las luces y vio que no se filtraba la menor luz por la baja ventana del piso del portero, que daba a la puerta de la calle. Sintió un escalofrío en el momento en el que ponía el pie en la acera: pensó que de la oscuridad de algún rincón saldría el hombre del teléfono, en el que llevaba tiempo tratando de no pensar, y que se le acercaría. Imaginó también que aquel hombre, que presentía que no le resultaría en absoluto desconocido, llevaría en la mano, no el informe que demostraba que se preparaba un nuevo golpe militar, sino algo que podría ser mucho más terrible y mortal, pero no había nadie en la calle. Mientras caminaba, fantaseó con la idea de que la voz del teléfono lo seguía. No, no se estaba poniendo en el lugar de nadie que no fuera él mismo. «Lo veo todo tal cual es», pensó al pasar ante la comisaría. Los policías que montaban guardia en la puerta, armados con metralletas, lo observaron entre adormilados y suspicaces. Galip caminó mirando hacia delante para no leer las letras de los carteles que veía en las paredes, las de los chipiantes anuncios de neón y las de las pintadas políticas. Todos los restaurantes y puestos de bocadillos de Nisantasi estaban cerrados.
Mucho más tarde, después de andar largo rato por las aceras sobre las que chorreaba el agua de la nieve que todavía se fundía en los canalones produciendo tristes sonidos y bajo las ramas de los castaños, los cipreses y los plátanos mientras escuchaba el eco de sus propios pasos y el alboroto procedente de los cafés de barrio, y después de llenarse el estómago hasta no poder más con pollo, sopa y dulce de pan en un restaurante de Karakóy, compró fruta en una verdulería y pan y queso en un puesto de bocadillos y regresó al edificio Sehrikalp.
23. La historia de los que no pueden contar historias
«"Sí (dijo el lector complacido), esto es inteligente, es digno de un genio; lo comprendo y lo admiro. ¡Yo he pensado lo mismo cientos de veces!" Dicho de otra forma, ese hombre me ha recordado mi propia inteligencia y por eso le admiro.»
Ensayos sobre su propio tiempo, S. T. COLERIDGE
No, mi obra más importante para descifrar el misterio en el que está sumergida nuestra vida entera sin que ni siquiera nos demos cuenta no es el estudio de hace dieciséis años y cuatro meses en el que exponía los increíbles parecidos entre los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul. (Los que lo deseen pueden enterarse por ese artículo de que el Darb-el Mus-takim, nuestro Gran Bazar y el Khan el-Khalili se sitúan en el interior de sus respectivas ciudades como una mim del alfabeto árabe y a qué rostro recuerdan dichas letras.)
No, tampoco es mi historia «más significativa» aquélla en la que en tiempos relaté, lanzándome a escribir con una pasión parecida, la historia, ocurrida hace doscientos veinte años, del pobre jeque Mahmut, que vendió a un espía francés los secretos de su cofradía a cambio de la inmortalidad y que luego se arrepintió. (Los que quieran saber cómo el jeque intentaba engañar a heroicos guerreros que agonizaban bañados en sangre en los campos de batalla para encontrar algún voluntario que ocupara su lugar y cargara así con el peso de la inmortalidad, pueden leerlo en ese artículo.)
Al recordar las historias que he contado de bandidos de Beyoglu, de poetas que habían perdido la memoria, de magos, de cantantes con doble identidad, de amantes desesperados, me doy cuenta de que siempre he evitado y esquivado la cuestión que hoy considero más importante o que, debido a una extraña timidez, siempre he dado vueltas alrededor de ella.
¡Pero no soy el único que lo hace! Llevo treinta años escribiendo y, aunque quizá no tanto, sí que casi le he dedicado el mismo tiempo a la lectura; y nunca he conocido a ningún autor, de Oriente o de Occidente, que haya llamado la atención sobre la verdad a la que me voy a referir dentro de un instante.
Ahora, mientras leen esto que estoy escribiendo, intenten, por favor, representarse una a una las caras que voy a describir. (De hecho, ¿qué es leer sino dibujar en el silencioso cinematógrafo de nuestra mente una a una las cosas que el escritor nos describe con letras?) Imagínense en la blanca pantalla de su mente una mercería en una ciudad del este de Anatolia. Como en las frías tardes de invierno en que tan pronto oscurece no hay demasiado movimiento, se han reunido alrededor de la estufa de la mercería para charlar el barbero de enfrente, que ha dejado la barbería a cargo de su aprendiz, un anciano jubilado, el hermano menor del barbero y un cliente del barrio que va por allí, más que para comprar, para pegar la hebra un rato. Cuentan sus recuerdos del servicio militar, hojean los periódicos, cotillean, a menudo se ríen; pero hay uno de ellos que se siente incómodo porque es el que menos habla y el menos escuchado: el hermano del barbero. Él también tiene, como los demás, historias y chistes que contar pero, a pesar de lo que le gustaría, no sabe contar historias, no sabe narrar, no sabe ser brillante. A lo largo de toda la tarde, cuando ha intentado contar algo, los otros lo han interrumpido sin ni siquiera darse cuenta. Ahora, por favor, intenten representarse ante sus ojos la expresión de la cara del hermano del barbero cada vez que lo interrumpen, cada vez que se ha quedado a mitad de una historia.
Piensen, por favor, en una ceremonia de petición de mano que se lleva a cabo en la casa de un médico de Estambul, en una familia occidentalizada pero no demasiado adinerada. Parte de los invitados que invaden por completo la casa se ha reunido por azar en la habitación de la prometida alrededor de la cama sobre la que se apilan los abrigos. Entre ellos hay una hermosa y agradable muchacha y dos jóvenes que sienten interés por ella: uno no es demasiado guapo ni inteligente, pero sí es hablador y sabe ganarse a los demás. Por esa razón la hermosa muchacha y los señores mayores que hay en la habitación escuchan sus historias y le prestan atención. Ahora, por favor, piensen en la cara del otro joven, mucho más inteligente y sensible que nuestro charlatán, pero que no sabe hacerse escuchar.
Y ahora piensen, por favor, en tres hermanas que se han casado con intervalos de dos años y que se reúnen en casa de su madre dos meses después de la boda de la más pequeña. Mientras toman el té a la luz plomiza de una tarde de invierno en aquella casa de un modesto comerciante en la que se oye sonar el tic-tac de un enorme reloj de pared y el repiqueteo de un canario nervioso en su jaula, la hermana menor, de siempre la más alegre y parlanchina, cuenta de tal forma sus dos meses de experiencia matrimonial, narra de tal manera ciertas situaciones y hechos cómicos, que su hermana mayor, la más bella, a pesar de llevar años viviendo las mismas situaciones, piensa con tristeza que quizá su vida o quizá su marido carecen de algo. ¡Ahora, por favor, figúrense ese rostro triste!