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Mientras miraba con ojos vacíos el teléfono, que comenzó a sonar de nuevo en cuanto lo colgó, Galip recordó el proyecto de matrimonio de la Tía Hâle, frustrado en el último momento, pero, por alguna extraña razón, no pudo acordarse del extraño nombre del candidato a novio, que un segundo antes le había cruzado la mente. Para que su memoria no se acostumbrase a ser perezosa, pensó: «No contestaré al teléfono hasta que no me acuerde del nombre que tengo en la punta de la lengua». El teléfono dejó de sonar después de hacerlo siete veces. Cuando poco más tarde comenzó a sonar de nuevo, Galip estaba pensando en la visita que les hicieron aquel candidato a novio de extraño nombre, su tío y su hermano mayor para pedir la mano de la Tía Hâle un año antes de que la familia de Rüya llegase a Estambul. El teléfono dejó de sonar de nuevo. Cuando comenzó otra vez, ya había oscurecido bastante y el mobiliario del despacho se veía de forma poco clara. Galip no recordaba el nombre, pero pensaba con miedo en los extraños zapatos que el hombre se había puesto aquel día. El hombre tenía en la cara un divieso de Alepo. «¿Es que son árabes? -preguntó el Abuelo-. Hâle, ¿de veras que quieres casarte con este árabe? ¿De qué te conoce?». ¡De pura casualidad! Poco antes de las siete y antes de salir del edificio, que ya se iba vaciando, Galip encontró el extraño nombre mientras hojeaba a la luz de las farolas el expediente de un cliente que quería cambiarse de nombre. Mientras caminaba hacia el taxi colectivo de Nisantasi pensó que el mundo era lo suficientemente extenso como para no caber en ninguna memoria y mientras, una hora después, caminaba hacia la casa en Nisantasi, en el significado que se puede extraer de las casualidades.

La casa, en la que en un piso vivían la Tía Hâle, Vasif y la señora Esma y en otro el Tío Melih y la Tía Suzan (y antes también Rüya), estaba en un callejón trasero de Nisantasi. Quizá los demás no lo llamaran «un callejón trasero» porque estaba tres calles más abajo de la esquina de la comisaría, de la tienda de Aladino y de la calle principal, a una distancia de cinco minutos, pero para los que vivían en aquellos dos pisos, uno encima del otro, el centro de Nisantasi nunca podría ser esa calle, cuya transformación de campo fangoso y huertos con pozo incluido en camino de empedrado y luego en calle adoquinada habían seguido de lejos sin demasiado interés, ni siquiera las otras calles, a las que no encontraban más interesantes que ésta. No se les caía de la boca la expresión «callejón trasero» ni en los días en que ya sentían claramente que tendrían que vender uno a uno los pisos del edificio Sehrikalp en la calle principal, donde ellos establecían mentalmente el centro simétrico no sólo de su mundo geográfico sino también de su mundo espiritual, en que tendrían que abandonar aquel edificio que, en palabras de la Tía Hâle, era «dueño de todo Nisantasi» y mudarse a ruinosos pisos alquilados, ni tampoco en esos primeros días en que se instalaron en aquel destartalado inmueble que según la simetría geográfica de sus mentes se encontraba en un apartado y triste rincón, quizá también para aprovechar la oportunidad que no había que dejar escapar de culparse unos a otros exagerando un tanto la catástrofe que se les había caído encima. Tres años antes de su muerte, el mismo día que se mudaron del edificio Sehrikalp al piso en el callejón trasero, Mehmet Sabit Bey (el Abuelo), después de sentarse en su cojo y bajo sillón, colocado en un nuevo ángulo con respecto a la ventana que daba a la calle en aquel nuevo piso y en el antiguo (como en la otra casa) con respecto a la pesada mesilla que soportaba la radio, quizá un poco inspirado por el caballo, todo piel y huesos, que tiraba del carro en el que aquel día habían transportado sus pertenencias, dijo lo siguiente: «Bueno, nos hemos bajado del caballo y nos montamos en el burro. ¡Que sea para bien!». Y luego encendió la radio, sobre la que ya llevaban un rato colocados un paño de croché y la figurilla del perro dormido.

Aquello había ocurrido dieciocho años antes. Pero cuando a las ocho de aquella noche todas las tiendas habían cerrado ya sus rejas, exceptuando la floristería, la tienda de frutos secos y la de Aladino, Galip vio en un aire sucio, en el que se entrelazaban gases de coches, hollín de calefacciones, olor a azufre y lignito y polvo y sobre el que caía una amorfa aguanieve, las viejas luces del edificio, se dejó llevar por la eterna sensación de que sus recuerdos relacionados con aquel inmueble y aquellos pisos no sólo databan de dieciocho años atrás. Lo importante no era la anchura de la calle, ni el nombre del edificio (a ninguno de ellos les gustaba pronunciar aquel nombre con tantas oes y úes), ni el lugar en el que estaba; era como si vivieran en aquellos pisos, unos encima de otros, unos debajo de otros, desde un pasado fuera del tiempo. Mientras subía las escaleras, que siempre olían igual (según el análisis que Celâl daba en un artículo que había sido recibido con bastante irritación, la fórmula del olor era una mezcla del olor a patio con el de losetas mojadas, moho, aceite refrito y cebolla), Galip repasaba rápidamente las pequeñas escenas e imágenes que vería poco después con la costumbre e impaciencia de un lector que hojea un libro ya leído muchas veces.

Teniendo en cuenta que son las ocho, veré al Tío Melih sentado en el sillón del Abuelo leyendo de nuevo los periódicos que habrá bajado del piso de arriba como si poco antes no los hubiera leído allí mismo o quizá con la excusa de que «los del piso de abajo pueden darle a la misma noticia una interpretación distinta que los del piso de arriba» o «Voy a echarle un vistazo a esto antes de que Vasif empiece a recortarlos y los destroce». Pensaré que mi Tío me grita con amargura, como hacía cuando yo era niño, «Me aburro, hay que hacer algo, me aburro, hay que hacer algo», sacudiendo nervioso e impaciente, como si no pudiera detenerse nunca, la desdichada zapatilla que se balancea durante todo el día en la punta de su pie. Oiré cómo la señora Esma, que habrá sido expulsada de la cocina por la Tía Hâle para poder freír sus hojaldres con toda tranquilidad y sin que nadie se inmiscuya, con su Bafra sin filtro en la boca, aunque nunca podrá sustituir a los viejos Yeni Harman, pregunta al aire «¿Cuántos somos esta noche?», como si ella no supiera la respuesta o como si los otros pudieran saber la respuesta que ella misma no sabe. Oiré cómo la Tía Suzan y el Tío Melih, que estarán sentados como la Abuela y el Abuelo a cada lado de la radio y con mis padres frente a ellos, guardarán silencio un rato después de aquella pregunta, cómo luego la Tía Suzan se volverá a la señora Esma y le preguntará esperanzada «¿Viene Celâl esta noche, señora Esma?», cómo el Tío Melih dirá con su eterna costumbre «Ése nunca tendrá la cabeza en su sitio, nunca» y cómo mi padre anunciará complacido que ha leído uno de los artículos de Celâl para defender a su sobrino ante el Tío Melih y para demostrar el placer y el orgullo que le produce poder ser un hermano menor más responsable y equilibrado que su hermano mayor. Luego, al ver que mi padre, con ese placer de defender a su sobrino ante su hermano mayor al que habría que añadir, además, el de presumir ante mí de sus conocimientos, dice unas frases de elogio, que si Celâl oyera sería el primero en burlarse de ellas, sobre ese artículo que tratará sobre tal problema del país o sobre tal cuestión de la vida y que, además, añadirá la adecuada crítica «constructiva» y que mi madre (¡Mamá, no te metas tú en esto!) corroborará la opinión de mi padre con la cabeza (porque ella conoce bien su misión de defender a Celâl de las iras del Tío Melih con su forma de tratar la cuestión: «En el fondo es un buen chico, pero…»), no podré contenerme y preguntaré estúpidamente «¿Habéis leído su artículo de hoy?», a pesar de que sé que nunca obtendrán ni podrán obtener de los artículos de Celâl el placer y las interpretaciones que yo extraigo. Entonces oiré cómo el Tío Melih, que quizá en ese momento tenga el periódico en las manos abierto por la página del artículo de Celâl, dice a pesar de todo «¿Hoy qué es?» o «¿Ahora le dejan escribir todos los días? ¡No lo he leído!», y mi padre «¡No me parece correcto que emplee un lenguaje tan grosero con el Presidente del Gobierno!», y mi madre dirá «Pero aunque no sienta respeto por sus ideas, un escritor debe sentir respeto por su persona» con una frase tan retorcida que no se sabrá si da la razón a mi padre, al Presidente del Gobierno o a Celâl, y quizá justo en ese momento, la Tía Suzan envalentonada por aquella imprecisión opine «Me recuerda a los franceses en lo que piensa sobre la inmortalidad, el ateísmo y el tabaco» y sacará a relucir de nuevo la cuestión del tabaco (y los cigarrillos). Y así, yo saldré de la habitación al ver que vuelve a inflamarse la discusión entre el Tío Melih y la señora Esma, «Ojo con tu cigarro, ¡me está poniendo fatal del asma, señora Esma!», «Si te pones fatal, Melih Bey, ¡apaga primero el tuyo!», que con su cigarrillo en la boca extiende el mantel sobre la mesa, a pesar de que aún no se ha decidido cuántos seremos a ella, como quien coloca una enorme sábana limpia en una cama, tomándolo primero de un extremo, luego sacudiendo en el aire el otro y contemplando cómo cae lentamente. En la cocina, la Tía Hâle, que estará friendo hojaldres en medio de un humo oloroso a pasta, queso fundido y aceite como una hechicera solitaria que hace hervir su puchero para fabricar un elixir mágico (aunque con la cabeza cubierta para evitar que le quede grasa en el cabello), me meterá a toda prisa en la boca un hojaldre ardiente como si me sobornara para conseguir a cambio alguna atención especial, cariño y quizá un beso, mientras me ordena «¡No se lo digas a nadie!» y luego me preguntará «¿Quema?» aunque yo seré incapaz de contestar «¡Quema!» mientras se me caen lágrimas de dolor. Saldré de allí y me meteré en el dormitorio de los Abuelos donde Rüya y yo recibíamos clases de dibujo, aritmética y lectura sentados en las faldas del edredón azul, envueltos en el cual pasaron tantas noches sin dormir, y donde se había instalado Vasif con sus queridos peces japoneses tras la muerte de los Abuelos y allí, con Vasif, veré a Rüya. Estarán juntos contemplando los peces o la colección de recortes de periódicos y revistas de Vasif. Entonces me uniré a ellos y, como siempre, Rüya y yo estaremos un rato sin hablar entre nosotros como para que no se note que Vasif es sordomudo y luego, como hacíamos en nuestra infancia, representaremos para Vasif alguna escena de una vieja película que hayamos visto en la televisión con el lenguaje de gestos que desarrollamos juntos y si estas semanas no hemos visto ninguna escena que valga la pena recrear, representaremos con todo detalle, como si acabáramos de verla, una de El fantasma de la Ópera, que a Vasif siempre le entusiasma. Poco después, como Vasif nos habrá dado la espalda o se habrá acercado a sus queridos peces porque es mucho más comprensivo que todos los demás, Rüya y yo nos miraremos y justo entonces te preguntaré «¿Cómo estás?» porque no te he visto desde esta mañana y desde anoche no hablo contigo cara a cara y tú me contestarás como siempre «Pues nada, bien» y yo me detendré un momento a pensar cuidadosamente las asociaciones que implica o no esa frase y entonces, para ocultar el vacío de mi pensamiento, quizá te pregunte «¿Qué has hecho hoy? Rüya, ¿qué has hecho hoy?» como si no supiera que no has comenzado la traducción de la novela policíaca que cada día dices que harás y que te has dedicado a hojear esas viejas novelas policíacas que yo soy incapaz de leer y a dormitar.