– ¿Por qué?
– Cuando en nuestra última conversación te comenté que creen en el Mahdi y que lo esperan, no te lo decía por hablar. Son un puñado de militares, pero han leído ciertos artículos tuyos de hace años. Y los leyeron creyéndoselos, como me ocurrió a mí. ¡Recuerda ciertos artículos que escribiste en los primeros meses de 1961, vuelve a mirar la carta que escribiste al «Gran Inquisidor», la parte final de aquel pretencioso artículo en el que describías la felicidad de la familia dibujada en los billetes de la Lotería Nacional (la madre haciendo punto, el padre leyendo el periódico -quizá incluso tu columna-, el hijo estudiando en el suelo, el gato y la abuela dormitando junto a la estufa. Si todo el mundo es tan feliz, si todas las familias se parecen a la mía, ¿por qué se venden tantos billetes de lotería?) y en el que contabas por qué no creías en esa felicidad! ¿Por qué te burlabas tanto por entonces de las películas de producción nacional? Mientras tanta gente veía con mayor o menor gusto aquellas películas que expresaban «nuestros sentimientos», ¿por qué tú sólo veías en ellas la distribución del decorado, los frascos de colonia sobre las cómodas a la cabecera de las camas, las fotografías alineadas sobre pianos jamás tocados cubiertos de telarañas, las postales en los marcos de los espejos y los perros de cerámica que dormían sobre la radio familiar?
– No lo sé.
– ¡Ah, sí lo sabes! Para mostrarlo como indicios de nuestra degeneración y nuestra miseria. Hablaste de los pobres objetos que se tiran a los patios, de las familias cuyos miembros viven todos juntos en distintos pisos del mismo edificio, de los primos de dichas familias que, como viven tan próximas, se casan entre ellos, de fundas que cubren los sillones para que no se desgaste la tapicería; mostraste todo eso como símbolos de un desplome inevitable, indicios lastimosos de la vulgaridad en la que estamos sumergidos. Pero luego, en tus artículos supuestamente históricos, conseguías que sintiéramos que la salvación es siempre posible; incluso en el peor momento, podía aparecer alguien que nos sacara de nuestra miseria. Sería el regreso de un salvador que había vivido tiempo atrás, quizá cientos de años antes, y ese hombre resucitaría siendo otro, ¡esta vez vendría a Estambul cinco siglos después siendo Mevlâna Celâlettin o el jeque Galip o un columnista! Mientras tú hablabas de todo eso, mientras hablabas de la tristeza de las mujeres que esperan que llegue el agua junto a las fuentes de los barrios periféricos o de los angustiosos gritos de amor grabados en la madera de los respaldos de los asientos de los tranvías antiguos, había unos oficiales jóvenes que creían en lo que escribías. Pensaban que el retorno de aquel Mahdi en el que creían acabaría con toda esa tristeza y esa miseria y que en un instante lo pondría todo en orden. ¡Hiciste que lo creyeran! ¡Los conocías! ¡Escribías para ellos!
– Bueno, ¿y qué es lo que quieres ahora?
– Me basta con verte.
– ¿Por qué razón? Lo cierto es que no hay ningún informe ni nada parecido, ¿no?
– Te lo contaré todo en cuanto te vea.
– ¡Y tu nombre es falso!
– ¡Quiero verte! -le dijo la voz sonando tan artificial y al mismo tiempo, tan extrañamente conmovedora y conducente como la de un actor de doblaje que dice «¡te quiero!”. Quiero verte. Cuando nos veamos comprenderás por qué. Nadie te conoce como yo, nadie. Sé que te pasas las noches fantaseando hasta que amanece, tomando té y café que preparas con tus propias manos y fumando los Maltepe que dejas secar sobre el radiador. Sé que escribes tus artículos a máquina y los corriges con un bolígrafo verde y que no estás contento ni de ti mismo ni de tu vida. Sé también que las noches en las que paseas arriba y abajo por la habitación hasta que amanece te gustaría estar en el lugar de otro pero que no acabas de decidirte sobre la identidad de ese otro que te gustaría ser.
– He escrito mucho sobre eso -respondió Galip.
– Sé también que no querías a tu padre y que cuando volvió de África con su nueva mujer te echó del pequeño ático en el que vivías. Sé también de las estrecheces que pasaste los años en los que volviste a vivir con tu madre. ¡Ah, hermano mío! ¡Cuando eras un pobre reportero en Beyoglu te inventaste asesinatos que nunca existieron para llamar la atención! ¡Entrevistaste en el Pera Palas a estrellas inexistentes de películas americanas que jamás se rodaron! ¡Fumaste opio para poder escribir las confesiones de un fumador de opio turco! ¡Te dieron una paliza en el viaje que hiciste por Anatolia para poder terminar un folletín que publicaste con un nombre falso! ¡Contaste tu vida entre lágrimas en la sección de «Increíble pero cierto» y nadie se dio cuenta! Sé que te sudan las manos, que has tenido dos accidentes de tráfico, que todavía no has podido encontrar unos zapatos impermeables, que aunque temes la soledad siempre has estado solo. Sé que te gustan las publicaciones pornográficas, subir a los alminares, curiosear en la tienda de Aladino y charlar amigablemente con tu hermanastra. ¿Quién otro que no fuera yo podría saber todo eso?
– Mucha gente -contestó Galip-. Porque todo eso se puede saber por mis artículos. ¿Vas a decirme de verdad por qué quieres verme?
– ¡El golpe militar!
– Voy a colgar…
– ¡Lo juro! -dijo la voz nerviosa y desesperada-. Si te veo te lo explicaré todo.
Galip desconectó el teléfono. Sacó del armario un anuario que le había llamado la atención el día anterior en cuanto lo vio y se instaló en el sillón en el que se sentaba Celâl cuando llegaba a casa agotado por las tardes. Era un anuario, muy bien encuadernado, de la Academia Militar, correspondiente al año 1947: además de las fotografías y las correspondientes frases de Atatürk, del Presidente de la República, del jefe de Estado Mayor, de todos los comandantes de los ejércitos, del director de la Academia y de los profesores, el volumen contenía los retratos, hechos con sumo cuidado, de todos los cadetes. Mientras pasaba las páginas, entre las cuales había hojas de papel cebolla, Galip no acertaba a descubrir por qué había querido mirar aquel anuario después de la conversación telefónica, pensaba que todas las caras y todas las miradas se parecían de una manera sorprendente, tanto como las gorras que cubrían sus cabezas y las insignias que llevaban en el cuello de las guerreras. En cierto momento tuvo la impresión de estar hojeando un número viejo de una revista de numismática que hubiera encontrado en una de las cajas polvorientas que los vendedores de libros usados colocan delante de sus tiendas para exponer los libros baratos y de desecho, una revista en la que las monedillas de plata que se veían en sus páginas y las figuras que las decoraban sólo pudieran ser diferenciadas por un experto. Notó que en su interior se elevaba una música que había oído caminando por la calle y sentado en las salas de espera del transbordador: le gustaba mirar caras.
Pasar las páginas le recordaba la sensación de estar hojeando el nuevo número de una revista infantil ilustrada cuya parición hubiera estado esperando durante semanas y que todavía oliera a tinta de imprenta y a papel. Por supuesto, como dicen los libros, todo estaba relacionado. Comenzó a ver en las fotografías la misma expresión que brillaba por un momento en los rostros con los que se cruzaba por las calles: le satisfacían tanto las caras como sus significados.
La mayoría de los que habían concebido los golpes militares planeados, y fracasados, a principios de los años sesenta (si exceptuamos a los generales que guiñaban de lejos a los jóvenes golpistas sin arriesgarse ellos mismos), debía estar entre aquellos jóvenes oficiales cuyas fotografías se publicaban en el anuario. Pero entre lo que Celâl había escrito y garabateado en sus páginas, y a veces en las hojas de papel cebolla que las cubrían, no había nada relacionado con golpes militares. En algunas caras había dibujado barbas y bigotes, como habría hecho un niño, a algunos les había sombreado las mejillas o el bigote oscureciéndoselos ligeramente. Las arrugas de la frente de otros las había convertido en marcas del destino en las que se leían absurdas letras latinas, había rodeado las ojeras de otros con perfectos semicírculos hasta completar las letras O o C y les había colocado en la cabeza estrellas, cuernos y gafas. Había marcado los mentones, las frentes y las narices de los jóvenes oficiales y en algunas caras había trazado líneas que estudiaban la proporción entre el largo y el ancho de las caras, entre nariz y labios, entre frente y mentón. Bajo algunas fotografías había llamadas que enviaban a otras páginas. A los rostros de muchos de los cadetes les había añadido espinillas, lunares, manchas, diviesos, moratones y cicatrices de quemaduras. Junto a una cara tan brillante y limpia que resultaba imposible dotarla de dibujos ni letras había escrito la siguiente frase: «¡Las fotografías retocadas matan el alma!».