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Galip encontró la misma frase hojeando otros anuarios que sacó del mismo rincón del armario: en las fotografías de los catedráticos de la facultad de Medicina, de los diputados del año cincuenta, de los ingenieros y directivos de la línea ferroviaria Sivas-Kayseri, de los voluntarios de la Asociación para el Embellecimiento de Bursa y de los de Alsancak (Esmirna) para la Guerra de Corea, vio los mismos dibujos y garabatos de Celâl. La mayoría de las caras habían sido divididas dos por una línea vertical con la intención de que resaltaran las letras de ambas mitades. Galip pasaba algunas páginas a toda velocidad y a veces se detenía en una fotografía largo rato: era como si intentara salvar en el último momento un recuerdo del que le costaba trabajo acordarse antes de que cayera en el precipicio infinito del olvido, como si intentara deducir la dirección de una casa lóbrega a la que había sido llevado en la oscuridad. Algunas caras no daban más que lo que ofrecían en el primer instante; de otras, de superficie tranquila y serena, surgía una historia en el momento más inesperado. Entonces Galip recordaba ciertos colores, recordaba la triste mirada de una camarera apenas vista en una película extranjera años atrás o la última vez que había sonado en una radio una melodía que le habría gustado escuchar pero que siempre se le escapaba.

Galip se había llevado hasta el despacho todos los anuarios y álbumes, fotografías recortadas de periódicos y revistas y cajas llenas de fotografías recogidas de aquí y de allá que había podido encontrar en el armario del pasillo y los repasaba como un borracho mientras oscurecía. Veía caras cuyas fotografías era imposible saber dónde, cómo y cuándo se habían hecho; muchachas, señores con sombrero de fieltro, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo, jóvenes de mirada limpia, desesperados perdidos para siempre. Veía rostros infelices cuyas fotografías se sabía cuándo y dónde habían sido tomadas: dos ciudadanos que observaban preocupados a su alcalde entregándole una instancia al Presidente del Gobierno entre las miradas benevolentes de los ministros y los policías de la escolta; la madre que había conseguido salvar a su hijo del incendio de Dereboyu en Besiktas; mujeres espiando en una cola para conseguir entradas en el cine Alhambra para la película en la que actuaba el egipcio Abdul Wahab; una famosa bailarina del vientre y estrella de cine a la que habían atrapado con grifa siendo conducida por la policía a la comisaría de Beyoglu; la expresión de repente vacía del contable culpable de desfalco. Parecía que aquellas fotografías que extraía al azar de las cajas le explicaran las razones de su existencia y de por qué habían sido guardadas: «¿Qué puede haber más revelador, más gratificante, más curioso que una fotografía, que un documento que esconde la expresión del rostro de una persona?», pensó Galip.

Incluso tras las caras más «vacías», que habían perdido la profundidad de su significado y su expresión debido a los retoques y a vulgares trucos fotográficos, se notaba que existía una extraña melancolía, una historia cargada de recuerdos y temores, un secreto oculto, una tristeza que se reflejaba en los ojos, las cejas y las miradas, ya que no podía ser expresada con palabras. Mirando la cara alegre y sorprendida de un aprendiz de colchonero que había ganado el gordo de la lotería, mirando las fotografías del funcionario de seguros que había apuñalado a su mujer y la de nuestra reina de la belleza que había ganado el tercer puesto y así «nos había representado de la mejor manera» en Europa, Galip estaba a punto de llorar.

Viendo en algunos rostros huellas de una tristeza que también podía leerse en los artículos de Celâl, Galip decidió que los había escrito mirando aquellas fotografías. Debía haber redactado el artículo en el que describía la ropa tendida en los jardines de las chabolas que daban a los depósitos de las fábricas mirando la cara de nuestro campeón de boxeo aficionado en la categoría de 57 kilos; el artículo en el que decía que las retorcidas y empinadas calles de Gálata sólo eran retorcidas y empinadas para los extranjeros debía haber sido redactado a partir del rostro púrpura y blanco de esa famosa cantante nuestra de ciento once años de edad que declaraba con orgullo que se había acostado con Atatürk; las caras de los cadáveres de los peregrinos que habían perecido en el accidente de su autobús cuando regresaban de La Meca y que llevaban puesto el solideo, le recordaron a Galip un artículo bre los grabados y los mapas antiguos de Estambul. En ese artículo Celâl había escrito que en algunos de esos mapas se trazaba la localización de tesoros de la misma forma que en ciertos grabados europeos se señalaba a algunos desequilibrados enemigos nuestros que habían venido a Estambul con la intención de atentar contra la vida del sultán. Galip pensó que había cierta relación entre aquel artículo que Celâl había escrito en uno de esos días en que se encontraba escondido en un piso secreto de algún rincón de Estambul sin ver a nadie durante semanas y los mapas que había marcado con líneas verdes. Comenzó a silabear los nombres de los barrios del mapa de Estambul. Cada una de las palabras estaba tan cargada de recuerdos, puesto que las había usado miles de veces en la vida cotidiana a lo largo de años, que, como ocurre con las palabras «agua» o «cosa», a Galip ya no le recordaban nada. En lo que respecta a los barrios que habían tenido menor importancia en su vida, le sugerían algo en cuanto repetía sus nombres en voz alta. Galip recordó una serie de artículos en la que Celâl describía algunos barrios de Estambul. Los artículos, que sacó del armario, llevaban el título general de «Rincones ocultos de Estambul», pero, leyéndolos, Galip vio que más que hablar de los rincones secretos de Estambul estaban llenos de las pequeñas historias de Celâl. Aquella decepción, que en otro momento habría recibido con una sonrisa, lo enojó de tal manera que pensó irritado que Celâl, a lo largo de toda su carrera como escritor, no sólo había engañado a sus lectores, sino también, y conscientemente, a sí mismo. Leyendo aquellos artículos en los que se hablaba de una pequeña pelea en el tranvía Fatih-Harbiye, de un niño de Ferikóy al que habían enviado a comprar y que nunca había regresado y de la repiqueteante musiquilla de una relojería en Tophane, Galip se susurró: «Ya no me dejaré engañar». Pero cuando poco después se le ocurrió involuntariamente que Celâl podría ocultarse en una casa de Harbiye, Ferikóy o Tophane, enfocó repente su irritación, no hacia Celâl, que le había tendido una trampa, sino hacia su propia mente, que le hacía ver pistas en todos los escritos de Celâl. Y así, como si odiara a un niño que busca continuamente que le entretengan, odió su mente incapaz de vivir sin historias. Bruscamente decidió que en el mundo no había lugar para señales, pistas, segundos y terceros significados, secretos y misterios: no eran sino quimeras de su imaginación y de su mente, que quería descubrir y entender todas las señales. En su interior se elevó el deseo de poder vivir tranquilamente en un mundo donde cada objeto existiera siendo sólo ese objeto; así, ni los artículos, ni las letras, ni las caras, ni las farolas de la calle, ni la mesa de Celâl, ni ese armario herencia del Tío Melih, ni esas tijeras ni ese bolígrafo que aún llevaban las huellas dactilares de Rüya serían señales sospechosas de un secreto ajeno a sí mismo. ¿Cómo podría penetrar en ese universo en el que el bolígrafo verde no sería más que un bolígrafo verde y en el que él ya no querría ser otro? Como un niño que imagina que vive en el lejano país extranjero de la película que está viendo, Galip observó los mapas que había sobre la mesa queriendo convencerse de que vivía en dicho universo. En determinado momento le pareció ver su propia cara, tan llena de arrugas como la frente de un anciano, luego aparecieron ante sus ojos los rostros de los sultanes, mezclándose unos con otros, y a esa imagen la siguió la cara de alguien conocido, quizá la de un príncipe heredero, pero desapareció antes de que pudiera identificarla.