Выбрать главу

Cuando el sol salió de nuevo comprendió que existía una relación entre el misterio del mundo y un cierto secreto en la expresión de la cara que lloraba. De la misma forma que antes el mundo, que se le había aparecido tan conocido, familiar y comprensible, se había mantenido en pie gracias a los significados y las expresiones vulgares de las caras, el sentido del universo entero había desaparecido después de que esa extraña expresión apareciera en la cara que lloraba dejando al verdugo en una terrible soledad, como cuando todo se vuelve del revés después de que una copa hechizada se rompe estallando en mil pedazos o se resquebraja un aguamanil mágico de cristal. Mientras sus mojadas ropas se secaban al sol comprendió que para que todo volviera a su antiguo orden debía cambiar la expresión que la cara de la cabeza de la bolsa llevaba como una máscara. Pero su ética profesional le ordenaba que llevase intacta a Estambul la cabeza que había metido aún caliente en la bolsa de miel después de cortarla, que la llevara tal cual se hallaba.

El verdugo encontró tan cambiado el mundo al amanecer de una noche enloquecedora que había pasado a caballo sin dormir y en la que los gemidos interminables que procedían de la bolsa se habían convertido en una música que le atacaba los nervios, que le costó trabajo convencerse de que seguía siendo el mismo. Los plátanos y los pinos, los caminos embarrados, las fuentes de las aldeas, de donde huía la gente en cuanto lo veía, procedían de un mundo absolutamente desconocido, ignorado. También le costó trabajo reconocer la comida que engulló a mediodía con un instinto animal en una ciudad cuya existencia ignoraba hasta entonces. Cuando se tumbó bajo un árbol fuera de la ciudad para permitir que su caballo descansara, comprendió que lo que en tiempos había tomado por cielo era una extraña cúpula azul que nunca antes había visto ni conocido. Montó a caballo y continuó su camino al ponerse el sol, pero todavía le quedaban seis días de marcha. Por fin comprendió que si no conseguía que cesaran los gemidos de la bolsa, si no lograba que cambiara la expresión de la cara que lloraba, si no realizaba el conjuro necesario para que el mundo se convirtiera en su antiguo y conocido mundo, nunca llegaría a Estambul.

Después de que oscureciera encontró un pozo a las afueras de una aldea en la que se oía ladrar a los perros y desmontó. Desató la bolsa de cuero de la silla, la abrió y sacó la cabeza de la miel agarrándola cuidadosamente del pelo. La lavó concienzudamente, como quien lava a un niño, con cubos y más cubos de agua que extrajo del pozo. Después de secarla desde la raíz del pelo hasta lo más profundo de los oídos con un trozo de tela, observó la cara a la luz de la luna llena: lloraba, no se había alterado lo más mínimo, seguía teniendo la misma expresión insoportable, inolvidable, desesperada.

Dejó la cabeza en el brocal del pozo, sacó de las alforjas ciertos instrumentos propios de su profesión, dos cuchillos especiales y dos barras romas de hierro que se utilizaban para la tortura, y regresó junto a ella. Primero intentó corregir la expresión de las comisuras de los labios forzando con los cuchillos la piel y los huesos. Después de largo rato de trabajo había destrozado los labios, pero había conseguido que la boca sonriera aunque fuera de manera apenas perceptible y torva. Luego inició un trabajo más delicado y comenzó a abrirle los ojos, que tenían los párpados fuertemente apretados por el dolor. Por fin pudo relajarse cuando, tras un largo y agotador esfuerzo, la sonrisa se extendió por toda la cara. Además, le alegró ver en la piel el moratón que había dejado el puñetazo que le había asestado en la mandíbula a Abdi bajá antes de estrangularlo. Con la alegría infantil de haber podido solucionarlo todo, se llegó de una carrera al caballo y guardó sus instrumentos en las alforjas.

Al volver atrás, la cabeza no estaba donde la había dejado. En un primer momento le pareció que se trataba de alguna broma de la cabeza que sonreía. Cuando comprendió que había caído al pozo, corrió a la casa más próxima sin dudarlo y despertó a sus habitantes llamando a la puerta. Al anciano padre y a su joven hijo les bastó ver ante ellos al verdugo para ponerse a sus órdenes acobardados. Los tres juntos estuvieron intentando durante toda la noche sacar la cabeza del pozo, que, por lo demás, no era demasiado profundo. Al alba, el hijo, que colgaba en el interior del pozo sostenido por la soga de estrangular, atada a su cintura, regresó a la superficie con la cabeza agarrada del pelo y gritando presa del terror. La cabeza estaba hecha pedazos, pero ya no lloraba. El verdugo la secó tranquilamente, la metió en la bolsa llena de miel y se alejó feliz de la aldea, del padre y su hijo, a los que había entregado un puñado de piastras, en dirección a poniente.

Al amanecer, mientras los pájaros cantaban entre los árboles que se abrían a la primavera temprana, el verdugo comprendió, con un entusiasmo y una alegría de vivir tan inmensos como el cielo, que el mundo volvía a ser aquel mundo antiguo que él conocía. Ya no se oían los gemidos de la bolsa. Poco antes de mediodía desmontó a la orilla de un lago situado entre colinas cubiertas de pinos y se tumbó feliz para dormir el sueño profundo y sin interrupciones que llevaba esperando desde hacía días. Antes de dormirse, se levantó alegre del lugar en que estaba acostado, caminó hasta la orilla del lago y comprendió una vez más que el mundo estaba como debía estar contemplando su rostro en el espejo del agua.

Cinco días después, en Estambul, cuando los testigos que conocían a Abdi bajá afirmaron que la cabeza extraída de la bolsa de cuero no era la suya y explicaban que la expresión sonriente de la cara no recordaba en absoluto a la del bajá, el verdugo recordaría el gesto feliz de su propia cara, que había contemplado en el espejo del lago. Como sabía que no le serviría de nada, no replicó a las acusaciones de que había sido sobornado por Abdi bajá, de que en su lugar había matado a otro, a un inocente pastor, de que era la cabeza de éste la que había guardado en la bolsa y había llevado a Estambul, y de que había desfigurado la cara para que no pudiera descubrirse su estratagema. Porque, además, ya había visto que cruzaba la puerta el verdugo que habría de cortarle su propia cabeza.

El rumor de que un inocente pastor había sido decapitado en lugar de Abdi bajá se extendió con rapidez; con tanta rapidez que el segundo verdugo enviado a Erzurum fue recibido por Abdi bajá, cómodamente instalado en su mansión, quien ordenó que le ejecutaran de inmediato. Y así fue como comenzó la rebelión de Abdi bajá, de quien algunos dicen, leyendo las letras de su cara, que se trataba de un impostor, y que duró veinte años y costó seis mil quinientas cabezas.

26. El misterio de las letras y la desaparición del misterio

«Miles y miles de secretos se conocerán cuando esa cara oculta se muestre.»

El lenguaje de los pájaros, FERIDÜDDIN ATTAR

Cuando llegó la hora de la cena en la ciudad, cuando el tráfico se hizo más fluido en la plaza de Nisantasi y cesaron los irritados pitidos del policía de tráfico de la esquina, Galip llevaba tanto rato contemplando las fotografías que ya se habían agotado toda la pena, la tristeza y el dolor que podrían haber despertado en su corazón las caras de los demás; ya no lloraba. También se habían agotado la alegría, la felicidad y el entusiasmo que podrían haberle despertado; era como si no esperara nada de la vida. Mirando las fotografías sentía la indiferencia de alguien que hubiera perdido toda su memoria, sus esperanzas y su futuro. En un rincón de su mente se movía un silencio que parecía que fuera a envolver todo su cuerpo creciendo lentamente. Incluso mientras comía el queso y el pan que había traído de la cocina y se tomaba un té recalentado, seguía mirando las fotografías cubiertas de migas de pan. El decidido e increíble movimiento de la ciudad había cesado y había comenzado el silencio de la noche. Ahora podía oír el motor de la nevera, la reja de una tienda que cerraba en el otro extremo de la calle, una carcajada que llegaba de cerca de la tienda de Aladino. A veces prestaba atención al repicar de unos zapatos de tacón que avanzaban a toda velocidad por la acera, a veces olvidaba el silencio observando la cara de alguna fotografía con expresión de miedo, incluso terror, y una admiraron que llegaba a agotarlo.