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Fue en ese momento cuando comenzó a pensar en la relación que había entre el significado de las caras y el secreto de las letras: más con el deseo de imitar a los protagonistas de las novelas policíacas que leía Rüya que con el de descifrar el significado de lo que Celâl había garabateado en las fotografías. «Para poder ser como los protagonistas de las novelas policíacas, que siempre pueden ver pistas en los objetos -pensó Galip cansado-, basta con que uno crea que las cosas que le rodean le ocultan algún misterio». Sacó del armario del pasillo todo lo que se refería a los hurufíes, los libros, los artículos los recortes de revistas y periódicos y la caja con miles de fotografías, y comenzó a trabajar.

Vio caras hechas con letras árabes, ojos hechos con wüw y 'ayn, cejas con zây y rüy, narices con alif. Celâl había marcado las letras con la precisión de un estudiante bienintencionado que aprende el alfabeto antiguo. En las páginas de un libro de litografías vio caras llorosas hechas con waw y ylym, formando el punto de estas últimas lágrimas que goteaban hasta el pie de la página. Vio que se podían leer con facilidad las mismas letras en las cejas, los ojos, la nariz y los labios de un viejo retrato en blanco y negro sin retocar; al pie de la fotografía Celâl había escrito con letra bien legible el nombre de un jeque bektasi. Vio inscripciones del tipo de «¡Ah, los amores perdidos!», galeras sacudidas por la tormenta, rayos que descendían del cielo como ojos y miradas terribles, rostros que se confundían con las ramas de los árboles, todo hecho con letras, incluso barbas formadas cada una por una letra. Vio caras pálidas a las que les habían recortado los ojos, inocentes con las comisuras de los labios marcadas con letras que los manchaban con las huellas del pecado, pecadores que tenían encajada entre las arrugas de la frente la historia de su terrible futuro. Vio la expresión ausente de bandoleros y primeros ministros ahorcados que miraban el suelo cuyos pies no alcanzaban por encima de las sentencias que les colgaban del cuello sobre sus camisas blancas de reos de muerte; vio fotografías descoloridas de una famosa artista de cine enviadas por gente que veía en sus ojos pintados lo puta que era y letras marcadas sobre las de los que se creían parecidos a sultanes, bajás, a Rodolfo Valentino o a Mussolini y sobre las de aquéllos a quienes decían parecerse. Vio las señales de los juegos de letras secretos que Celâl había descubierto en las largas cartas de los lectores que habían descifrado el mensaje que él les había enviado en un artículo que había escrito y en el que exponía tanto el lugar especial como los significados particulares de la letra H, la última del nombre de Allah, en las de aquellos que explicaban las simetrías que había trazado usando durante un mes, una semana o un año las palabras «mañana», «cara» o «sol» y las de aquellos que pretendían demostrar que el interés por las letras no era sino simple idolatría. Vio retratos del fundador del hurufismo, Fazlallah de Esterabad, copiados de miniaturas, a los que se habían añadido letras árabes y latinas, palabras y letras escritas sobre los cromos de futbolistas y artistas de cine de los barquillos de chocolate y los paquetes de chicles, multicolores y duros como suelas de zapatos, que se vendían en la tienda de Aladino y fotografías de asesinos, pecadores y jeques que los lectores le habían enviado a Celâl. Vio cientos, miles, decenas de miles de fotografías de «ciudadanos» sobre las que pululaban las letras: miles de fotografías de ciudadanos enviadas a Celâl en los últimos sesenta años desde cada rincón de Anatolia, desde pequeñas ciudades cubiertas de polvo, desde pueblos remotos en los que el sol resquebrajaba la tierra en verano y por los que nadie pasaba en los cuatro meses del invierno a causa de la nieve exceptuando los lobos hambrientos, desde aldeas de contrabandistas en la frontera siria en las que la mitad de la población masculina andaba coja porque habían pisado alguna mina y aldeas montañesas que llevaban esperando cuarenta años que les construyeran una carretera, y, en las grandes ciudades, desde bares y cabarets, desde mataderos simados en cuevas, desde cafés de traficantes de tabaco y grifa y despachos de la «jefatura» de solitarias estaciones de ferrocarril, desde salones de hoteles en los que pasan la noche los tratantes de ganado y burdeles de Sogukoluk. Vio miles de fotografías hechas con las viejas Leicas de fotomatón llenas de amuletos que los fotógrafos instalaban sobre sus trípodes junto a oficinas de la administración del Estado, edificios de la diputación o junto a las mesas de los escribanos y que hacían funcionar cubriéndose con un paño negro y manipulando placas con productos químicos, obturadores negros, disparadores y fuelles como si fueran alquimistas o echadores de la buenaventura. No era difícil percibir que la gente que miraba el objetivo se dejaba arrastrar por cierto miedo a la muerte y cierta sensación escalofriante de paso del tiempo mezclada con el deseo de inmortalidad. Galip notaba enseguida que ese profundo deseo estaba relacionado con la decadencia y la muerte y la derrota y la infelicidad cuyas marcas reconocía en los rostros y en los mapas. Parecía que un volcán en erupción hubiera cubierto con una gruesa capa de polvo y ceniza el pasado después de la gran derrota que siguió a los años de felicidad y que fuera necesario que Galip leyera y descifrara los signos que se mezclaban con las caras para que saliera al descubierto el misterioso significado, oculto y perdido, de los recuerdos.

Algunas fotografías, podía saberse por la información escrita al reverso, habían sido enviadas a Celâl para la sección «Su rostro y su personalidad», de la cual se había encargado a principios de los cincuenta así como de la preparación de crucigramas, de las críticas de cine y de la sección de «Increíble pero cierto»; se veía que otras respondían a una invitación que Celâl había hecho en sus artículos años más tarde («¡Queremos ver las fotografías de nuestros lectores y publicar algunas en esta sección!») y otras, a juzgar por los papeles y las cartas de las cajas y lo que estaba escrito en el reverso, habían sido enviadas como respuesta a ciertas cartas cuyo contenido Galip no fue capaz de averiguar por completo. Miraban la cámara como si se les apareciera un recuerdo de un pasado lejano, como si vieran la luz verdosa de un rayo que brilla por un instante en un lejano trozo de tierra apenas perceptible en el horizonte; como si observaran con ojos acostumbrados su ropio futuro hundiéndose lentamente en un oscuro pantanal, como los amnésicos que no tienen la menor duda de que jamás volverá la memoria que han perdido. Galip sentía que el silencio de la expresión de aquellas caras crecía en un rincón de su mente e intuía de manera absolutamente clara por qué Celâl podría haber llenado de letras durante años todos aquellos recortes, fotografías, caras y miradas, pero cuando quería usar aquel motivo como clave que explicara el lazo que unía su vida a las de Celâl y Rüya, su ausencia de aquel piso fantasma y su propio futuro, se estancaba por un momento, como ocurría con las caras que había visto en las fotografías, y la lógica necesaria para relacionar los hechos desaparecía entre las brumas de un significado atascado entre las letras y los rostros. Y así fue como comenzó a acercarse al horror que habría de leer en las caras y en el que se introduciría poco a poco.