Leyó la biografía de Fazlallah, el fundador y profeta del hurufismo, en libros adornados con litografías y en separatas llenas de faltas de ortografía. Nació en 1339 en Estarabad, en el Jurasán, cerca del mar Caspio. A los dieciocho años se entregó a la mística, fue en peregrinación a La Meca y se convirtió en discípulo de un tal jeque Hasan. Leyendo cómo había aumentado su experiencia viajando de una ciudad a otra por Azerbaiyán e Irán y lo que había hablado con los jeques en Taoriz, Sirvan y Bakú, Galip sintió un deseo irresistible de «comenzar de nuevo», como dicen esos libros con litografías, su propia vida. Las profecías de Fazlallah sobre su futuro y su muerte, que luego se convertirían en realidad, le parecieron a Galip hechos vulgares que podrían ocurrirle a cualquiera que viviera la nueva vida que él pretendía iniciar. Al principio Fazlallah se hizo famoso por su interpretación de los sueños. En cierta ocasión soñó con dos abubillas, el rey Salomón y él mismo; mientras los pájaros los observaban desde la rama de un árbol bajo el cual ambos dormían, los sueños de Fazlallah y el rey Salomón se mezclaron y así los dos pájaros del árbol también se convirtieron en una sola abubilla. En otra ocasión soñó que un derviche iría a visitarlo a la gruta a la que se había retirado y después aquel mismo derviche lo visitaba realmente y le decía que había soñado con Fazlallah; pasando juntos las hojas de un libro en la gruta veían sus propios rostros en las letras y al levantar las cabezas para mirarse veían las letras del libro en sus caras.
Según Fazlallah, el sonido era la línea que separaba el ser y el no ser. Porque todas las cosas palpables que pasan del universo invisible al material tienen un sonido que pueden producir: para comprenderlo basta con entrechocar dos objetos, incluso de «los más silenciosos». Por supuesto, la forma más desarrollada del sonido era la «voz», esa cosa excelsa a la que llaman «el verbo», ese instrumento mágico llamado «palabra» que está compuesto por letras. Y era posible distinguir con toda claridad en las caras de los hombres esas letras, que son la esencia y el significado del ser y la manifestación de Dios en la tierra. En nuestros rostros existen desde nuestro nacimiento siete líneas, formadas por las dos cejas, las cuatro pestañas y la línea del cabello. Al añadir a esas marcas las líneas de la nariz, que se desarrolla después, «ya tarde», con la adolescencia, el número de letras se eleva a catorce, y si el número de líneas se dobla sumando a su existencia imaginaria la apariencia real, más poética que aquélla, se comprende fácilmente que no es en absoluto casual que fuera con veintiocho letras con las que hablara Mahoma y con las que se reveló el Corán. Leyendo cómo se necesitaba observar con mayor cuidado aun la raya del pelo y la línea que hay bajo la barbilla, dividirla por dos y considerarlas a cada una dos letras distintas para llegar a las treinta y dos del persa que había hablado Fazlallah y en el que había escrito su Yavidanname, Galip comprendió que en algunas de las fotografías que había sacado las caras y el pelo habían sido divididos en dos de forma que recordaban el peinado engominado de los actores americanos de los años treinta. Todo parecía extraordinariamente simple y Galip, a quien le gustaba aquella sencillez infantil, volvió a sentir que comprendía qué era lo que atraía a Celâl de aquellos juegos de letras.
Como el «El» cuya historia había escrito Celâl, Fazlallah se proclamó salvador, profeta, el Mesías que esperaban los judíos y para cuyo descenso de los cielos se preparaban los cristianos, el Mahdi que había anunciado Mahoma y, después de reunir en Isfahan a siete personas que creían en él, comenzó a difundir su doctrina. Mientras leía que Fazlallah, yendo de ciudad en ciudad, predicaba que el mundo no era un lugar que proporcionara su significado a primera vista, que hervía de secretos y que para conocerlos había que saber el misterio de las letras, Galip sintió una gran paz interior: era como si hubiera demostrado con toda facilidad que su propio mundo también hervía de secretos tal y como había esperado y siempre había deseado. Asimismo notaba que la paz interior que sentía se debía a la simplicidad de la demostración. Si era cierto que el mundo era un lugar que hervía de secretos, entonces también era real la existencia de un mundo oculto que señalaban y del cual formaban parte la taza de café, el cenicero, el abrecartas e incluso su mano, que descansaba junto al abrecartas como un cangrejo absorto. Rüya estaba en ese mundo. Galip estaba en su umbral. Poco después entraría en él gracias al secreto de las letras.
Para conseguirlo debía leer atentamente todavía un poco más. Releyó la vida y la muerte de Fazlallah. Comprendió que había soñado su muerte y que había caminado hacia la muerte como si soñara. Había sido acusado de herejía porque no adoraba a Dios sino a las letras, a los hombres y a los ídolos, se había proclamado Mahdi y creía, no en el significado real y visible del Corán, sino en sus propias fantasías según las cuales existía un significado secreto e invisible, y había sido apresado, juzgado y ahorcado.
El paso a Anatolia de los hurufíes, que, tras la muerte de Fazlallah y sus seguidores más próximos, a duras penas podían mantenerse en Irán, se debió al poeta Nesimí, uno de los sucesores de Fazlallah. El poeta viajó por toda Anatolia, ciudad por ciudad, cargando con un baúl verde en el que llevaba las obras de Fazlallah y todos los manuscritos relativos al hurufismo, baúl que habría de alcanzar la categoría de legendario entre los hurufíes, encontró nuevos partidarios en remotas medersas donde sesteaban las arañas y en conventos miserables donde reinaban las lagartijas y, para demostrar a los sucesores que estaba formando que no sólo el Corán sino también el mundo hervían de secretos, recurrió a juegos de letras y palabras inspirados en el juego del ajedrez, que tanto le gustaba. Después de que el poeta Nesimí, que en sólo dos versos había comparado las líneas del rostro y un lunar de su amada con una letra y su punto, la letra y su punto con una esponja y una perla en el fondo del mar, a él mismo con el buceador que muere buscando la perla, a aquel buceador que se sumergía deseoso en la muerte con el enamorado que corre hacia Dios y, cerrando el círculo, a Dios con su amada, fuera detenido en Alepo, sometido a un largo juicio, muerto por desollamiento y su cadáver expuesto en la ciudad colgando de una horca, su cuerpo fue descuartizado en siete partes y enterrado, para que sirviera de ejemplo, en las siete ciudades donde había encontrado seguidores y en las que sus poemas habían sido memorizados.
El hurufismo, que gracias a la influencia de Nesimí se extendió con rapidez entre los bektasis del país de los descendientes de Osman, logró entusiasmar también al sultán Mehmet el Conquistador quince años después de la toma de Estambul. Cuando los ulema que le rodeaban se enteraron de que el sultán tenía en sus manos los escritos de Fazlallah, que hablaba de los misterios del mundo, de las preguntas que plantean las letras y de los secretos de Bizancio, ciudad que contemplaba desde el palacio en el que acababa de instalarse, y que investigaba cómo cada chimenea, cada cúpula, cada árbol de los que señalaba con su propia mano podía ser la clave del misterio de un universo distinto bajo tierra, organizaron una conspiración y ordenaron quemar vivos a todos los hurufíes que habían podido aproximarse al sultán.
En un librito, que, por lo que se deducía de una nota manuscrita añadida en la última página, había sido publicado clandestinamente a principios de la Segunda Guerra Mundial en una imprenta de Jurasán, cerca de Erzurum (o eso es lo que se pretendía que se dedujera), Galip vio una ilustración que mostraba a los hurufíes siendo decapitados y quemados vivos tras el fallido atentado contra Bayaceto II, hijo de El Conquistador. En otra página habían dibujado a los hurufíes con los mismos trazos infantiles y la misma expresión de terror mientras eran quemados por no someterse a la orden de destierro de Solimán el Magnífico. Entre las llamas ondeantes que envolvían sus cuerpos se veía la misma palabra, «Dios», con las mismas eli y lam, y, lo que era aún más extraño, de los ojos de aquellos cuerpos que ardían como yesca entre letras árabes brotaban lágrimas parecidas a las O, U y C del alfabeto latino. Galip había encontrado en aquella ilustración la primera aplicación del hurufismo a la «Reforma del alfabeto» de 1928, del paso del alifato árabe al alfabeto latino, pero, como en aquel momento tenía la mente demasiado ocupada con la fórmula del secreto que debía resolver, continuó leyendo lo que hallaba en la caja sin comprender demasiado lo que acababa de ver.