En otro artículo Celâl propuso una fórmula distinta al escribir que la mayoría de las escaleras de los edificios de los callejones traseros huelen a sueño, ajo, moho, cal, carbón y aceite refrito. Antes de llamar al timbre Galip pensó: «¡Le preguntaré a Rüya si ha sido ella quien ha llamado tres veces por teléfono esta tarde!».
Le abrió la Tía Hâle y le preguntó:
– ¡Ah! ¿Dónde está Rüya?
– ¿No ha venido? ¿No la habéis llamado por teléfono?
– La llamé, pero no contestó nadie -respondió la Tía Hâle -. Supuse que la habrías avisado tú.
– Quizá esté arriba, en casa de su padre.
– Hace ya rato que tus tíos han bajado.
Guardaron silencio un momento.
– Estará en casa -dijo entonces Galip-. Voy de una carrera y la traigo.
– No contestaba al teléfono -le replicó la Tía Hâle, pero Galip ya estaba bajando las escaleras-. ¡Bueno, pero date prisa! La señora Esma está friendo tus hojaldres.
Galip caminaba a toda velocidad mientras el viento frío que esparcía aguanieve le levantaba los faldones del abrigo de nueve años de antigüedad (otro tema de escritura para Celâl). Tiempo atrás había calculado que podía llegar a su casa desde la de sus tíos y tías en doce minutos si en lugar de salir a la calle principal avanzaba siguiendo el oscuro callejón bajo la luz pálida de las abacerías cerradas, del sastre con gafas que aún trabajaba, de los pisos de los porteros y de los anuncios de Coca-Cola y medias de nailon. No estaba demasiado mal calculada la cuenta. Habían pasado veintiséis minutos cuando regresó caminando por las mismas calles y las mismas aceras (el sastre enhebraba un hilo nuevo inclinado sobre la misma tela apoyada en la misma rodilla). Galip le dijo tanto a la Tía Suzan, que le abrió la puerta, como a los demás, mientras se sentaban todos juntos a la mesa, que Rüya se había resfriado, que se sentía aturdida porque había tomado demasiados antibióticos (¡se había tragado todo lo que había encontrado por los cajones!) y se había quedado dormida, que a pesar de que había oído algunas llamadas el cansancio le había impedido levantarse a contestar, que se encontraba adormilada e inapetente y que desde su lecho de enferma les enviaba recuerdos a todos.
Aunque sabía que sus palabras despertarían la fantasía de la mayoría de los comensales (¡la pobre Rüya en su lecho de enferma!), suponía que también iniciarían de inmediato la siguiente discusión lingüística: se enumeraron, turquizando la pronunciación de los nombres mediante la introducción de abundantes vocales, los antibióticos, penicilinas, pastillas y jarabes para la tos, antigripales vasodilatadores o analgésicos que se venden en nuestras farmacias así como las vitaminas que hay que tomar necesariamente al mismo tiempo, al igual que la nata se toma con las fresas, y sus modos de empleo. En otro momento Galip podría haber disfrutado, tanto como de una buena poesía, con aquella verbena de pronunciación creativa y medicina aficionada, pero en su cabeza tenía la imagen de Rüya yaciendo en su lecho de enferma; una imagen que luego no podría decidir cuánto tenía de real y cuánto de artificial. Las imágenes del pie de la enferma Rüya saliendo del edredón o de sus horquillas dispersas por la sábana parecían reales, pero las de, por ejemplo, su pelo extendido por la almohada o la mescolanza de cajas de medicinas, jarra y vaso de agua y libros a su cabecera eran imágenes tomadas de algún otro lugar y luego imitadas -copiadas por Rüya de alguna película o de alguna de las novelas mal traducidas que leía tragando más que comiendo los pistachos que había comprado en la tienda de Aladino-. Cuando más tarde Galip respondía brevemente a las preguntas «cariñosas», mostraba tanto cuidado en separar las imágenes reales de Rüya de las falsas como, por lo menos, los detectives de las novelas de detectives que posteriormente quiso aprender a imitar.
Sí, ahora (mientras todos se sentaban a la mesa), Rüya debía de estar durmiendo; no, no tenía hambre, no había necesidad de que la Tía Suzan se molestara y fuera a prepararle una sopa; y tampoco quería a ese médico al que le olía el aliento a ajo y su maletín todavía más a curtiduría; no, tampoco este mes había ido al dentista; la verdad es que últimamente Rüya sale poco a la calle, siempre está en casa, sentada entre cuatro paredes; no, hoy no ha salido; ¿Que la habéis visto en la calle? Así que ha salido un momento pero no le ha dicho nada a Galip; no, sí me lo ha dicho; ¿Dónde la habéis visto? Iba a la mercería, a la botonería, a comprar botones morados, pasando por delante de la mezquita, claro que me lo dijo, con este frío, así es como ha debido resfriarse; y además tosía; y estaba fumando; un paquete; sí, tenía la cara blanquísima; ah, no, Galip no sabía lo pálido que él mismo estaba; ni cuándo Rüya y él pondrían fin a una vida tan poco saludable.