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Aquella noche pensé en él, en mi sosia, en el falso general, pero no en quién podía ser ni en lo que podría estar haciendo a esas horas en medio del mar; pensé en él porque podía pensar en mí por medio de él. A la mañana siguiente les pedí a los comandantes del estado de excepción que retrasaran una hora el toque de queda con la intención de poder observarlo mejor: lo anunciaron por la radio de inmediato junto con un discurso mío. Para dar a todo aquel asunto un aspecto de mayor flexibilidad en el régimen ordené que se liberara a una parte de los detenidos, los soltaron al momento.

¿Estaba más alegre Estambul la noche siguiente? ¡No! Eso demuestra que la inagotable tristeza de mi pueblo no se debe, como afirman algunos de mis opositores más superficiales, a la presión política, sino que brota de algo más profundo, de algo a lo que no podemos renunciar. La noche siguiente tomaban y tomaban café, comían pipas y helados y escuchaban en las radios de los cafés, con el mismo ensimismamiento y la misma tristeza, mi discurso en el que anunciaba la reducción de horas del toque de queda; ¡pero qué reales eran! Mientras estaba entre ellos sentía la amargura de un sonámbulo que no puede regresar entre los hombres reales porque no es capaz de despertar. Encontré al barquero en Eminónü, como si, por alguna extraña razón, me esperara. De inmediato nos hicimos a la mar.

En esta ocasión hacía viento y el mar estaba picado, el General Presidente nos hizo esperarle como si se hubiera retrasado porque alguna señal lo hubiese inquietado. Mientras observaba el barco desde detrás de otro pontón, esta vez cerca de Kabatas, y luego al General Presidente en persona, pensé que lo encontraba hermoso: hermoso y real, si es que podemos utilizar ambas palabras juntas. ¿Era posible? Sus ojos estaban vueltos, como proyectores, hacia Estambul, hacia la gente y, al parecer, hacia la historia por encima del gentío reunido en el puente. ¿Qué veía?

Metí un puñado de billetes rosas en el bolsillo del barquero y éste echó mano a los remos. Sacudidos y balanceados por las olas logramos darles alcance en Kasimpasa, cerca de los astilleros, aunque sólo pudimos verlos de lejos: subieron a varios coches negros y azul marino, entre los cuales se encontraba mi Chevrolet, y desaparecieron en dirección a la oscuridad de Gálata. El barquero hablaba de que se nos hacía tarde y de que se acercaba la hora del toque de queda.

Cuando puse el pie en tierra después de haberme balanceado largo rato en el revuelto mar, primero pensé que la sensación de «irrealidad» que notaba era un problema de equilibrio, pero no lo era. Mientras caminaba por las calles vacías, porque ya era bastante tarde, y por las avenidas, que se iban quedando desiertas debido a mi toque de queda, dicha sensación de irrealidad me embargó de tal manera que apareció ante mis ojos una visión que creía que sólo podía percibir en mis sueños. En el camino que va de Findikli al Dolmabahce no había sino jaurías de perros, excepto un vendedor de mazorcas de maíz que, a veinte pasos por delante de mí, empujaba su carrito a toda prisa y que volvía la cabeza para mirarme. Comprendí por sus miradas que me tenía miedo, que huía de mí y me habría gustado decirle que lo que realmente debía temer se ocultaba tras los enormes castaños que se alineaban a lo Iargo del camino; pero no podía decírselo, como si estuviera en un sueño; y, como en un sueño, sentía miedo porque no podía decirle lo que quería o no podía decírselo porque tenía miedo. Y lo que temía estaba tras los árboles que se deslizaban lentamente a nuestro lado porque yo corría y el vendedor de maíz corría porque yo corría; pero no sabía lo que era y, aún peor, sabía que esa visión terrible no era un sueño.

A la mañana siguiente, como no quería volver a experimentar el mismo temor, solicité que se retrasara bastante la hora del toque de queda y que se pusiera en libertad a otra parte de los detenidos. Ni siquiera hice una declaración al respecto; emitieron por la radio uno de mis viejos discursos.

Sabía, con la experiencia de los ancianos a los que la vida les ha enseñado que nunca cambia nada, que en esta ocasión volvería a ver las mismas imágenes en las calles de la ciudad y no me equivoqué: en algunos cines de verano habían retrasado la hora de la proyección; eso era todo. Las manos pintadas de rosa de los vendedores de algodón dulce seguían teniendo el mismo color, lo mismo que las blancas caras de los turistas occidentales que se atrevían a salir de noche, aunque fuera acompañados por sus guías.

Encontré a mi barquero esperándome en el lugar habitual. Incluso podría decir lo mismo del falso General. Nos encontramos poco después de hacernos a la mar. El tiempo estaba tan tranquilo como la primera noche pero no había aquella niebla apenas apreciable. Podía ver al General en el mismo lugar, en el alto sobre el puente del capitán, tan bien como podía ver en el espejo oscuro del mar los alminares y las luces de la ciudad: era real. Y además, en aquella noche clara, hizo lo que habría hecho cualquier persona reaclass="underline" nos vio.

Nuestra barca entró en el muelle de Kasimpaga siguiéndolos. En cuanto salté silenciosamente a tierra unos hombres que más que soldados parecían matones de cabaret, se abalanzaron sobre mí y me agarraron de los brazos: «¿Qué es lo que haces aquí a estas horas?». Les respondí inquieto que aún quedaba bastante para que comenzara el toque de queda; yo era un pobre campesino que se hospedaba en un hotel de Sirkeci y que había salido a dar un paseo en barca la última noche antes de regresar a mi pueblo. No tenía ni idea de la prohibición del General… Pero el cobarde del barquero lo contó todo y sus hombres se lo contaron a su vez al General Presidente, que se había acercado a nosotros. Aunque llevara ropa «civil», el General se parecía extraordinariamente a mí y yo parecía un campesino. Después de escucharnos una vez más, dio una orden: el barquero podía irse, yo lo acompañaría.

El General y yo estábamos solos en el asiento trasero del Chevrolet blindado cuando dejamos el muelle. La presencia de un conductor tan silencioso e invisible como el mismo coche sentado en el asiento delantero, separado de nosotros por un cristal que no permitía el paso del sonido (un detalle del que carece mi Chevrolet), en lugar de reducir nuestra soledad, la incrementaba.

– ¡Los dos llevamos años esperando este día! -me dijo el General con una voz que yo creía que no se parecía en absoluto a la mía-. Esperábamos ambos, yo sabiendo que esperaba y tú sin saberlo. Pero ninguno de nosotros sabía que nos encontraríamos así.

Me hablaba con una voz medio impetuosa, medio cansada, más que con la excitación de quien por fin puede contar su historia, con la tranquilidad espiritual de quien por fin puede terminarla. Habíamos estado en la misma clase en la Academia. Habíamos asistido a las mismas clases de los mismos profesores. Habíamos salido de instrucción nocturna en las mismas noches de invierno, habíamos esperado juntos que brotara el agua de los grifos de nuestro cuartel los mismos cálidos días de verano, los días de permiso habíamos salido juntos a pasear por nuestro querido Estambul. Ya entonces había comprendido que todo ocurriría como en la actualidad; aunque el desarrollo de los acontecimientos no fuera exactamente como había esperado.