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Ya tan pronto, mientras se establecía entre nosotros dos una lucha secreta por conseguir las mejores notas en la clases de matemáticas, por acertar en el doce del blanco en lo ejercicios de tiro, por ser los más estimados entre nuestros compañeros y por ser el primero de la clase con el mejor expediente, él había comprendido que yo tendría más éxito y que sería yo quien viviera en el palacio en el que tu difunta madre tanto se desconcertaría viendo los relojes parados. Le hice notar que debía haber sido una lucha realmente «secreta» porque yo no recordaba haber competido con ninguno de mis compañeros en mis años de Academia (como tan a menudo os he aconsejado) ni que hubiera sido amigo mío. No se sorprendió en absoluto. Como yo tenía tanta confianza en mí mismo como para no darme cuenta de esa lucha «secreta» y como ya entonces sabía que sobrepasaba con mucho a los cadetes de mi clase o de los demás cursos e incluso a bastantes tenientes y capitanes, él se había retirado de la competición porque no quería ser una borrosa imitación mía, una sombra de segunda clase de mi éxito: quería ser «real», no esa sombra. Mientras me contaba todo aquello, yo contemplaba las calles de Estambul, que se iban quedando desiertas, a través de las ventanilla de aquel Chevrolet, del que iba comprendiendo poco a poco que no se parecía demasiado al mío, y de vez en cuando volví la mirada hacia nuestras rodillas y nuestras piernas, inmóviles en la misma postura entre los dos asientos.

Luego me dijo que no había dejado el menor lugar a la casualidad en sus cálculos. No había necesidad de ser adivino para suponer que cuarenta años más tarde nuestra población se doblegaría de nuevo ante un dictador, que Estambul se le rendiría y que ese dictador sería un militar de nuestra edad. Ni tampoco para concluir que ese militar sería yo. Y así, mientras aún estaba en la Academia, previo todo el futuro sigue un razonamiento bastante simple: o bien yo sería el General Presidente y él, como todo el mundo en el Estambul del borroso futuro, se convertiría en una sombra semifantasmagórica, que iría y vendría entre la realidad y la imprecisión, entre las quimeras del pasado y el futuro y la opresión del presente, o bien consagraría su vida a encontrar otro procedimiento para ser al menos real. Cuando me contó que, para hallar aquella solución, había conseguido realizar una falta lo suficientemente grave como para ser expulsado del ejército pero lo bastante leve como para no ser encarcelado, logrando que lo atraparan vestido como el director de la Academia pasando revista a la guardia nocturna, recordé por primera vez a aquel impreciso cadete. Se había dedicado a los negocios en cuanto lo expulsaron de la Academia. «¡Todo el mundo sabe que en nuestro país lo más fácil es hacerse rico!», dijo orgulloso. La existencia de tanta pobreza a pesar de aquello se debía a que, a lo largo de sus vidas, a nuestros compatriotas no se les enseñaba a ser ricos, sino a ser pobres. Y tras un momento de silencio añadió que de esa forma había sido yo quien le había enseñado a ser real. «¡Tú! -dijo deteniéndose en la palabra-. ¡Tú, a quien he descubierto atónito esta noche siendo menos real que yo después de tantos años de espera! ¡Pobre campesino!». Se produjo un largo, larguísimo silencio. Con aquella ropa, que mi asistente había preparado presumiendo de que era la auténtica vestimenta de un campesino de Kayseri, me sentía, más que ridículo, irreal, me había convertido, sin pretenderlo, en parte de un sueño. En medio de aquel silencio comprendí también que ese sueño se basaba asimismo en las imágenes oscuras de Estambul, que fluían por las ventanillas del coche como una película rodada a cámara lenta: calles y aceras vacías, plazas desiertas. Había llegado la hora de mi toque de queda y parecía que la ciudad se hubiera vaciado.

Ahora sabía que lo que me mostraba mi fatuo compañero de curso no era sino la ciudad fantasma que yo me había creado: pasamos por casas de madera absolutamente hundidas bajo los enormes cipreses que las empequeñecían y de barrios periféricos confundidos con los cementerios en el umbral del país de los sueños. Bajamos por cuestas adoquinadas abandonadas a jaurías de perros que luchaban a muerte entre ellas y subimos por otras, muy empinadas, que las farolas, más que iluminar, oscurecían. Mientras pasábamos por calles fantasmas con fuentes ciegas, muros desplomados y chimeneas rotas que nunca hubiera creído que podría ver excepto en sueños, mientras contemplaba con un extraño temor mezquitas que dormitaban en la oscuridad como gigantes de cuento, al tiempo que cruzábamos plazas con las fuentes secas, las estatuas olvidadas y los relojes parados, que me hacían creer que el tiempo se había detenido, no sólo en mi palacio, sino en todo Estambul, no escuchaba ni los éxitos comerciales que mi sosia me contaba todo presumido ni las historias que me relataba porque creía que eran adecuadas a la situación en la que nos encontrábamos (la del anciano pastor que atrapa a su mujer con su amante y la de Harun al-Rasid perdiéndose una de Las mil y una noches). De madrugada, la avenida que lleva mi apellido y el tuyo, como todas las demás avenidas, calles y plazas, más que real era la prolongación de un sueño.

Me estaba contando un sueño al que Mevlâna llamaba «la historia del concurso de pintura» cuando poco antes del amanecer redacté el comunicado, sobre el que te estarán preguntando allí nuestros amigos occidentales por lo que ocurrió entre bastidores, según el cual anunciaba que este hombre tan pagado de sí mismo renunciaba a su cargo y que se levantaba el toque de queda, y ordené que lo emitieran por la radio. Mientras intentaba dormir tras aquella noche de insomnio imaginé que esa noche las plazas vacías se llenarían, que los relojes parados volverían a funcionar, que en los cafés, en los puentes y en las entradas de los cines comenzaba una vida más real que la de los sueños y los fantasmas. No sé hasta qué punto se habrá hecho realidad lo que imaginaba ni si Estambul se habrá convertido en un mapa en el que pueda ser real, pero sé por mis asistentes que la libertad, como siempre, inspira a mis enemigos más que los sueños. De nevo se reúnen en salones de té, en habitaciones de hotel y debajo de los puentes y comienzan a intrigar contra nosotros; ya ha habido oportunistas que han cubierto a medianoche los muros del palacio con pintadas en clave de significado indescifrable. Pero eso no es lo importante: ya ha pasado la época en que los sultanes se disfrazaban y se mezclaban con el pueblo, sólo queda en los libros.

Hace poco leí en uno de esos libros, la Historia de los otomanos de Hammer, que el sultán Selim el Fiero, cuando era príncipe heredero, fue a Tabriz disfrazado. Su fama como buen jugador de ajedrez se extendió hasta el punto de que el sha Ismail, aficionado a dicho juego, mandó llamar a su palacio a aquel joven vestido de derviche. El Fiero le ganó tras una partida bastante larga. Y entonces pensé si, cuando años después comprendiera que el hombre que le había ganado al ajedrez no había sido un derviche sino el emperador otomano, el mismísimo sultán Selim el Fiero, que habría de arrebatarle Tabriz en la batalla de Caldiran, el sha Ismail se acordaría de los movimientos de la partida. Mi engreído sosia se acordaba de todos los movimientos de la nuestra. Por cierto, se ha debido acabar mi suscripción a la revista de ajedrez King and Pawn porque ya no me la envían; te ingreso dinero en tu cuenta por medio de la embajada para que me la renueves.

28. El descubrimiento del misterio

«El capítulo que estás leyendo explica el texto de tu rostro.»