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Diván, NIYAZI DE EGIPTO

Antes de comenzar a leer la tercera parte de El misterio de las letras y la desaparición del misterio, Galip se preparó un café cargado. Fue al lavabo y se lavó la cara con agua fría para despejarse, pero logró contenerse y no se miró al espejo. Cuando se sentó a la mesa de trabajo de Celâl con su taza de café, estaba tan entusiasmado como un estudiante de instituto que se dispone a resolver un problema de matemáticas que lleva mucho tiempo esperando ser resuelto.

Según F. M. Üçüncü, en esos días en los que se esperaba que el Mahdi que había de salvar a todo Oriente apareciera en Anatolia, en tierras de Turquía, el primer paso que había que dar para descubrir de nuevo el misterio era proporcionar una base sólida, usando las líneas del rostro humano, a las veintinueve letras del alfabeto latino adoptado para el turco a partir de 1928. Así, con ejemplos tomados de olvidados manuscritos hurufíes, de los himnos bektasis, de la imaginería popular de Anatolia, de los restos fantasmales de aldeas hurufíes si adulterar, de los muros de los conventos, de las figuras pintada en los palacios de los bajás, y de miles de adornos caligráficos, mostraba los «valores» que habían obtenido algunos sonidos en su paso del árabe y el persa al turco y luego había marcado aquellas letras, una a una, en las fotografías de ciertas persona con una precisión que daba miedo. Mirando los retratos de aquellas personas, en cuyas caras el autor indicaba que no era necesario ver las letras latinas para leer su significado, absolutamente claro y concreto, Galip sintió el mismo estremecimiento que había notado al observar las fotografías sacadas del armario de Celâl. Sintió miedo cuando, después de pasar más y más páginas de fotografías reveladas a partir de originales de mala calidad, entre las cuales, según escribía en los pies de foto, se encontraban los retratos de Fazlallah, de sus dos asesores, «el de Mevlâna copiado de una miniatura» y el de Halit Kaplan, nuestro medallista olímpico de lucha», encontró de repente una fotografía de Celâl tomada a finales de los años cincuenta. Tal y como ocurría con las otras, se habían marcado ciertas letras en su cara, letras que se acompañaban de flechas que indicaban cómo habían sido trazadas. En aquella fotografía de Celâl, tomada cuando tenía treinta y cinco años, F. M. Üçüncü había visto una U en su nariz, sendas Zetas en las comisuras de los ojos y, cubriendo toda la cara, una H de costado. Tras algunas páginas que pasó con rapidez, Galip vio que a aquella serie se le habían añadido retratos y fotografías de jeques hurufíes e imanes famosos que habían muerto y resucitado después de un breve viaje por el otro mundo, de estrellas americanas «de rostro profundamente expresivo» como Greta Garbo, Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y Bette Davis, de renombrados verdugos y de ciertos bandidos de Beyoglu cuyas aventuras había narrado Celâl cuando era joven. Luego el autor afirmaba que cada una de aquellas letras que había marcado en las caras para dotarlas de fundamento tenía un doble significado: el significado evidente de la escritura y el secreto que revelaban las caras.

Si admitimos que cada letra posee un significado secreto que se refiere a un concepto, continuaba razonado F. M. Ucüncü, es necesario que cada palabra compuesta por dichas tetras posea también un segundo significado secreto. De la misma manera tenían segundos significados las frases, los párrafos y, en suma, todos los textos. Pero si tenemos en cuenta que en último extremo estos significados pueden ser escritos a su vez con otras frases y palabras, o sea, con letras, entonces se descubrirá un tercer significado al comentar el segundo, a aquél le seguirá otro, y así hasta que aparezca una serie ilimitada de significados secretos. Se podía comparar aquello con la red de innumerables calles que envuelve una ciudad, dando una a otra y ésta a la de más allá: mapas, cada uno de los cuales se parecía a una cara humana. Así pues, el lector que intentaba resolver el misterio con sus propios conocimientos y la regla en mano no se diferenciaba del caminante que va descubriendo el misterio según camina por las calles del mapa, un misterio que se va extendiendo según lo descubre y que según se extiende va encontrando en las calles por las que anda, en las rutas que elige, en las cuestas que sube, en el mismo camino y en su propia vida. El tan esperado Salvador, sea «El» o el Mahdi, «aparecerá» en ese punto en el que los lectores, los infelices y los aficionados a las historias se hayan perdido hundidos en las profundidades del misterio. El viajero que reciba la señal del Mahdi en algún lugar de la vida o de la escritura, en el punto en que se cruzan las caras y los mapas, entre la ciudad y sus señales, deberá (como el viajero místico) comenzar a buscar el camino con las letras clave y los mensajes cifrados de los que disponga. Como el paseante que busca su camino ayudado por las señalizaciones de calles y avenidas, decía F. M. Üçüncü con una alegría infantil. Así pues, el problema consistía en poder ver las señales que el Mahdi colocaría en la vida y en la escritura. En opinión de F. M. Üçüncü, para resolver ese problema debíamos, desde hoy mismo, ponernos en su lugar y prever sus movimientos: o sea, debíamos suponer los movimientos siguientes, igual que un jugador de ajedrez. Invitaba al lector, al que rogaba que lo acompañara en sus suposiciones, a que se imaginara a alguien capaz de dirigirse a una amplia masa de lectores en cualquier situación, siempre. «Por ejemplo -decía inmediatamente después-, pensemos en un columnista de un periódico». Un columnista que fuera leído cada día por los cuatro costados del país, en los transbordadores, en los autobuses, en los taxis colectivos, en los rincones de los cafés y en las barberías, sería un buen ejemplo de alguien que pudiera recoger las señales secretas con las que el Mahdi indicaría el juego a seguir. Para los que ignoraran el misterio las columnas de aquel periodista tendrían un solo significado. El significado visible y directo. Pero los que esperaban al Mahdi, aquellos que sabían de cifras y fórmulas, podrían leer también el significado secreto usando los segundos significados de las letras. Supongamos que el Mahdi añade al artículo una frase del tipo «Pienso en todo esto observándome desde fuera…», mientras el lector corriente piensa en lo extraño que resulta el significado visible, los conocedores del misterio de las letras comprenderán de inmediato que esa frase es el aviso que esperaban y, con las claves de que disponen, se lanzarán a la aventura que les pondrá en camino hacia una vida nueva, completamente nueva.

Así que el título de la tercera parte, «El descubrimiento del misterio», no sólo se refería el redescubrimiento de la noción de misterio, cuya pérdida había empujado a Oriente a la esclavitud de Occidente, sino también al hallazgo de aquellas frases que el Mahdi había ocultado entre sus artículos.

F. M. Üçüncü repasaba luego, discutiéndolas, las fórmulas para cifrar mensajes que Edgar Allan Poe proponía en su artículo «Un par de palabras sobre mensajes secretos», y afirmaba que ese sistema, el de cambiar de orden las letras del alfabeto, ya había sido usado por Hallac-i Mansur en sus cartas y que probablemente sería muy parecido al que utilizaría el Mahdi en sus escritos y de repente, en las últimas líneas del libro, anunciaba esta importante conclusión: el punto de partida de todas las cifras, de todas las fórmulas, son las letras que cada viajero lee en su propia cara. Todos aquellos que quisieran ponerse en camino, que quisieran forjar un nuevo universo, debían ver antes las letras de su cara. Este modesto libro que el lector sostenía en sus manos era una guía para mostrar cómo podían encontrarse las letras del propio rostro. En lo que respecta a las cifras y fórmulas que permitirían alcanzar el misterio, sólo se había hecho una introducción. Colocarlas en los artículos era tarea del Mahdi, quien, por supuesto, se elevaba como el sol sin que pasara mucho.