Más tarde, cada vez que quiso acordarse de lo que hizo en los tres o cuatro minutos -porque todo sucedió muy rápido- que transcurrieron desde que se miró al espejo, recordaría el minuto que pasó entre el armario del pasillo y las ventanas que daban al patio de ventilación: después de haberse introducido en el «horror», sentía dificultades para respirar y gotas de sudor frío se acumulaban en su frente mientras pretendía alejarse del espejo al que había dejado sumido en la oscuridad. Por un momento imaginó que podría volver ante él y despojarse de esa fina máscara que le cubría la cara como quien se rasca la costra de una herida, creía que no sería capaz de leer las letras que surgirían en su cara por debajo de ella, de la misma forma que no había podido leer las letras y las señales que había visto en todas aquellas calles ramplonas, en los vulgares anuncios de los muros, en las bolsas de plástico. Intentó leer un artículo que había sacado del armario para aliviar su dolor, pero ya lo sabía todo, sabía todo lo que había escrito Celâl como si lo hubiera escrito él mismo. Como luego haría a menudo, imaginó que era ciego, que en lugar de pupilas tenía unos agujeros hechos en mármol, en lugar de boca una puerta de horno y en lugar de nariz agujeros de pernos oxidados. Cada vez que pensaba en su cara comprendía que Celâl había visto las letras que habían aparecido ante sus ojos, que sabía que algún día él también las vería y que entonces emprenderían juntos aquel juego, pero después no estaría seguro de haber pensado claramente todo aquello en los primeros minutos. Le daba la impresión de querer llorar y no podía, de tener dificultad para respirar; de su garganta surgió un gemido de dolor incontrolable; alargó la mano automáticamente hacia la falleba de la ventana; quería mirar allí, al patio, al edificio, a ese sitio al que llamaban «la oscuridad», al lugar que en tiempos había sido un pozo. Sintió que estaba imitando a alguien a quien no conocía, como un niño.
Abrió la ventana, asomó el cuerpo a la oscuridad y, apoyando los codos en el alféizar, alargó la cara hacia el pozo sin fondo del patio del edificio: le llegaba desde allí un olor asqueroso, el olor de los excrementos de las palomas, que llevaban acumulándose más de medio siglo, el de las porquerías arrojadas allí, el de la suciedad del edificio, el de los humos de la ciudad, el del barro, el del alquitrán y el de la desesperación. Allí tiraban las cosas que querían olvidar. Le apetecía saltar a la oscuridad sin retorno del vacío, entre aquellos recuerdos de los que no quedaban ni los posos en la memoria de los que tiempo atrás habían vivido en el edificio, a aquella oscuridad que Celâl había ido tejiendo pacientemente durante años y embelleciendo con motivos de poesía antigua como el pozo, el misterio y el miedo, pero simplemente miró la oscuridad intentando recordar como si estuviera borracho. Los recuerdos de sus años de infancia pasados junto a Rüya estaban íntimamente relacionados con aquel olor y el niño inocente, el muchacho bienintencionado, el marido feliz junto a su esposa y el ciudadano corriente que vive al margen del misterio que había sido, estaban hechos de aquel olor. En su interior se resaltó de tal manera el deseo de estar con Celâl y Rüya que quiso saltar; le daba la impresión de que, como ocurriría en un sueño, le hubieran arrancado aparentemente la mitad de su cuerpo, la estuvieran llevando a un lugar lejano y oscuro y sólo pudiera retirarse de aquella trampa gritando con toda la fuerza de su voz. Pero se limitó a mirar la oscuridad sin fondo sintiendo en su cara el húmedo frío de la fría noche de invierno. Manteniendo el rostro en dirección al ciego pozo de oscuridad notaba que el dolor que llevaba días arrastrando solo era compartido, que comprendía lo que le había parecido terrible y que, como la vida de Celâl, preparada con antelación en todos sus detalles para atraerle a aquella trampa, había salido a la luz aquello que después llamaría el secreto de la derrota de la miseria y de la decadencia. Con medio cuerpo asomado por la ventana que daba a la oscuridad, miró largo rato hacia abajo, al lugar donde tiempo atrás había estado el pozo sin fondo. Se retiró mucho después de sentir el violento frío en su cara, en su cuello y en su frente y cerró la ventana.
A partir de ese momento todo fue claro, comprensible y luminoso. Cuando mucho después recordara lo que había hecho a partir de ese instante hasta la salida del sol, todo le parecería lógico, necesario y apropiado y recordaría la claridad de mente y la decisión que sintió al hacerlo. Fue a la sala de estar, se dejó caer en uno de los sillones y descansó. Luego ordenó la mesa de Celâl, guardó uno a uno los papeles, los recortes de prensa y las fotografías en sus respectivas cajas y las cajas en el armario. Recogió no sólo lo que había revuelto en los dos días que llevaba en la casa, sino también todo lo que Celâl había tirado aquí y allá descuidadamente, vació los ceniceros llenos, fregó tazas y vasos, abrió ligeramente las ventanas y ventiló la casa. Se lavó la cara, se preparó otro café fuerte, colocó sobre la mesa, ahora vacía y limpia, la vieja Remington de Celâl y se sentó ante ella. Los folios que Celâl llevaba años usando estaban en el cajón, sacó uno de ellos, lo puso en la máquina y comenzó a escribir de inmediato.
Escribió durante casi dos horas sin levantarse. Escribía con el entusiasmo que le infundía el papel limpio y en blanco y con la sensación de que todo era como debía ser. Al golpear las teclas, que se movían recordándole una vieja conocida música, comprendía que había pensado y sabía de lo que escribía. De vez en cuando quizá le resultara necesario reducir la velocidad y pensar un momento para colocar la palabra necesaria, pero escribía «sin forzarse», como decía Celâl, y dejándose llevar por el fluir de las frases y las ideas. Comenzó su primer artículo con las palabras «Me miré al espejo y leí mi cara». El segundo diciendo «Soñé que por fin era la persona que llevaba años queriendo ser», mientras que en el tercero hablaba de historias del viejo Beyoglu. Estos últimos los escribió con mayor facilidad que el primero y con una amargura y una esperanza más profundas. Estaba seguro de que sus artículos encajarían exactamente con lo que se pedía y se esperaba de la columna de Celâl. Firmó los tres con la firma de Celâl, miles de veces imitada en las últimas páginas de los cuadernos escolares en su época de la escuela secundaria y el instituto.
Después de amanecer, mientras el camión de la basura pasaba con el estruendo habitual de los golpes de los cubos contra sus costados, Galip examinó la fotografía de Celâl en el libro de F. M. Üçüncü. Una de las pálidas y borrosas fotografías en otra página del libro no llevaba al pie de quién se trataba y pensó que debía ser el autor. Leyó con atención la biografía de F. M. Üçüncü que había al comienzo de la obra; calculó cuántos años podía tener cuando anduvo mezclado en el frustrado intento de golpe de Estado de 1962. Teniendo en cuenta que en su primer destino en Anatolia, es decir, siendo teniente, había podido ver los combates de lucha de Hamit Kaplan cuando era joven, debía tener la edad de Celâl. Galip repasó de nuevo los anuarios de la Academia Militar correspondientes a los años 1944, 1945 y 1946. Comparó la cara anónima de El descubrimiento del misterio con varias de las que podían ser él de joven, pero la particularidad más notable de la fotografía del libro, su calvicie, estaba cubierta en las de los jóvenes por la gorra de oficial.