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Asociación de ideas: Rüya sabía que Galip no tocaba las novelas policíacas porque no las soportaba. Galip se negaba a entretenerse con aquel mundo artificial en el que los ingleses eran lo más ingleses posible, los gordos absolutamente gordos y todos los demás objetos y sujetos, incluidos el culpable y las víctimas, ni siquiera se parecían a sí mismos, bien porque parecían indicios o porque el autor les forzaba a actuar como si lo fueran. («¡Pues yo me entretengo!», decía Rüya con su novela mientras engullía los cacahuetes y avellanas que había comprado en la tienda de Aladino). En una ocasión Galip le había dicho a Rüya que sólo sería capaz de leer una novela policíaca en la que el mismo autor ignorara quién era el asesino, si es que se escribía. Así, los objetos y los personajes, sin estar obligados a disfrazarse de pistas y de falsas pistas por la voluntad del autor omnisciente, podrían, por lo menos, estar en el libro imitando cosas de la vida real en lugar de las fantasías del autor. Rüya, que era mejor lectora de novelas que Galip, le preguntó cómo se podría poner límite a la acumulación de detalles de semejante novela. Porque en esas novelas los detalles siempre se utilizaban con un objetivo preciso.

Detalles: antes de salir de casa Rüya había rociado abundantemente el retrete, la cocina y el pasillo con un insecticida que tenía dibujadas una enorme cucaracha negra y otras tres rubias, éstas pequeñas, que realmente asustaban al consumidor (aún olía). Había girado el botón de lo que llamaban «calentador eléctrico» para calentar agua (quizá por distracción porque el jueves era el día del agua caliente en el edificio), había leído un poco el diario Milliyet (estaba arrugado), y había resuelto a medias el crucigrama con un lápiz que luego se había llevado consigo: túmulo, intervalo, selene, difícil; distribución, señalador, misterio, escucha. Había desayunado (té, queso, pan); no había hecho la colada. Había fumado dos cigarrillos en el dormitorio y cuatro en el salón. Se había llevado con ella sólo algunos vestidos de invierno, parte de sus productos de maquillaje aunque decía que le estropeaban la piel, sus zapatillas, las últimas novelas que había leído, un llavero vacío que creía que le traería suerte y que tenía colgado del asa de su cajón, un collar de perlas que era su único adorno y el cepillo del pelo con espejo por detrás y se había puesto el abrigo del color de su pelo. Debía de haber metido todo aquello en la vieja maleta de tamaño mediano que le había pedido prestada a su padre (el Tío Melih la había traído del Magreb) por si les resultaba necesaria en un viaje que nunca harían. Había cerrado la mayor parte de los armarios (de una patada) y los cajones, había colocado en sus sitios respectivos todas las chucherías que siempre dejaba por medio, y había escrito la carta de despedida de una sola vez, sin la menor vacilación: ni en el cubo de la basura ni en los ceniceros había restos de borradores rasgados.

Quizá no se debería llamar aquello carta de despedida. De la misma forma que Rüya no afirmaba que volvería, tampoco afirmaba lo contrario. Era como si no se hubiera alejado de Galip sino de la casa. En cuanto a Galip, le proponía en cuatro palabras que fuera su cómplice en algo que aceptó en cuanto lo leyó: «¡Apáñate con mis padres!». Aquella complicidad le alegraba porque no echaba abiertamente a Galip la culpa de que abandonara la casa y además, fuera como fuese, era ser cómplice de Rüya. A cambio había una promesa de otras cuatro palabras: «Ya te mandaré noticias». Pero no lo hizo en toda la noche.

Durante toda la noche las tuberías del agua y de la calefacción cantaron con diversos gemidos, ronquidos y suspiros. Nevó a intervalos. Pasó el vendedor de boza y no volvió más. La firma verde de Rüya y Galip se miraron durante horas. Los objetos y las sombras de la casa se revistieron con personalidades distintas; la casa se convirtió en otra. A Galip le apeteció decir: «Así que esa lámpara, que lleva tres años colgando del techo, se parecía a una araña». Quiso dormir, quizá porque creía que tendría un bonito sueño, pero no pudo. Durante toda la noche, a intervalos regulares, hizo borrón y cuenta nueva de sus registros previos y comenzó otros nuevos (¿había mirado la caja del fondo del armario de la ropa? La había mirado. Quizá la había mirado. Quizá no. No, no la había mirado y ahora tenía que mirarlo todo de nuevo). En algún momento, en medio de aquellas desesperadas investigaciones, mientras sostenía en sus manos la hebilla de un viejo cinturón de Rüya que despertaba en él un intenso flujo de recuerdos o la funda vacía de unas gafas de sol perdidas hacía mucho tiempo, comprendía lo desesperado y lo absurdo de lo que estaba haciendo (¡qué increíbles eran aquellos detectives de novela! ¡Qué optimista el autor que les susurraba pistas al oído!), dejaba donde lo hubiera cogido lo que tuviera en la mano en ese instante con la meticulosidad de un investigador que está realizando el inventario de un museo, sus pies, con los pasos oníricos de un sonámbulo, le llevaban a la cocina, abría la nevera, la revolvía sin coger nada, iba a la querida butaca del salón y se sentaba en ella poco después dispuesto a comenzar de nuevo la misma ceremonia de búsqueda.

En la mente de Galip siempre había la misma imagen mientras permanecía sentado a solas la noche de su abandono en aquel sillón, desde el que, a lo largo de sus tres años de matrimonio, había observado cómo Rüya leía sus novelas policíacas volviendo las páginas con pasión y profundo placer mientras se sentaba impaciente y nerviosa frente a él, balanceaba las piernas, se tiraba del pelo y suspiraba profundamente de vez en cuando. Las imágenes que había en la mente de Galip no eran imágenes de las sensaciones de derrota, de soledad y de carecer de importancia (tengo la cara asimétrica, soy un manazas, soy demasiado insignificante, hablo con dificultad) que le habían asaltado cuando fue testigo, en los años del bachillerato, de que Rüya iba a pastelerías y salones de té, por cuyas mesas paseaban sin miedo distraídas cucarachas, en compañía de muchachos a los que les había salido el bozo en el labio superior antes que a Galip y que fumaban antes que Galip, ni de cuando, tres años más tarde, subió a su piso un sábado por la tarde («He venido para ver si tenéis etiquetas azules») y vio que Rüya, sentada ante el desmadejado tocador de su madre y mientras se pintaba frente al espejo, balanceaba impaciente las piernas y miraba al reloj, ni de cuando, de nuevo tres años más tarde, se enteró de que una pálida y cansada Rüya, en esa ocasión no pudo verla, había contraído matrimonio con un joven político al que todo su entorno consideraba valiente y sacrificado y que ya entonces publicaba con su propia firma sus primeros «análisis» políticos en la revista El alba de los trabajadores, matrimonio que no sólo era político. No, la única imagen que tuvo ante sus ojos Galip toda la noche, junto con la sospecha de que había perdido una parte de su vida, una oportunidad o una posibilidad de diversión, fue la de la luz de la tienda de Aladino que se reflejaba en la acera blanca mientras nevaba.

Era un viernes por la tarde, un año y medio después de que la familia de Rüya se mudara al piso más alto del edificio, o sea, cuando estaba en el tercer curso de la escuela primaria; mientras oscurecía y desde la plaza de Nisantasi les llegaba el alboroto de los coches y los tranvías en el atardecer invernal, comenzaron a jugar a un nuevo juego que habían descubierto mezclando los del Pasaje Silencioso y No Te Veo, juegos que también habían descubierto juntos por aquellos días y cuyas normas acababan de establecer: «¡He Desaparecido!». Uno de ellos entraba en el piso de sus tíos o sus abuelos, se escondía en un rincón y «desaparecía» y el otro lo buscaba hasta encontrarlo. Un juego bastante simple pero que, como prohibía encender las luces de las habitaciones oscuras y no establecía un plazo de tiempo, apelaba a la paciencia y a la imaginación de ambas partes. Dos días atrás, cuando le tocó el turno de desaparecer, Galip, en un arranque de ingenio, se había escondido sobre aquel armario del dormitorio de la abuela que tanto le llamaba la atención (primero apoyándose en el brazo del sillón y luego, con mucho cuidado, en el respaldo) y, seguro de que Rüya nunca le encontraría allí, comenzó a forjar su propia fantasía en la oscuridad. En su fantasía se puso en lugar de Rüya, que le estaría buscando, para poder sentir mejor el dolor que su ausencia provocaría en su prima. Rüya debía estar llorando; Rüya debía estar aburrida de estar sola; ¡Rüya, en el piso de abajo, debía estar implorando a Galip entre lágrimas que saliera del lugar en que se había escondido en una oscura habitación de atrás! Mucho después, tras una espera que le había parecido tan larga como la eternidad siendo como era un niño, Galip, impaciente y sin pensar que había sido vencido por su propia impaciencia, bajó de repente del armario, acostumbró la mirada a la luz apagada de las farolas y ahora fue él quien comenzó a buscar a Rüya por el edificio. Después de subir y bajar por todos los pisos, cuando por fin le preguntó a la Abuela con una extraña y fantasmal sensación y con aspecto de derrota, ella, sentada frente a él, le contestó: «¡Ay! ¡Estás lleno de polvo! ¿Dónde estabas? Te han estado buscando». Y el Abuelo añadió: «Ha venido Celâl y Rüya y él se han ido juntos a la tienda de Aladino». Galip corrió a la ventana de inmediato, a aquella ventana fría, azul y oscura: fuera nevaba; una nieve lenta y amarga que invitaba a salir. Desde el interior de la tienda de Aladino, entre los juguetes, las revistas ilustradas, las pelotas, los yoyós, las botellas multicolores y los tanques, se filtraba al exterior una luz del color de la piel de Rüya y se reflejaba de manera apenas perceptible en el blanco de la nieve que había cuajado en la acera.

Cada vez que Galip recordó aquella imagen de veinticuatro años antes a lo largo de aquella larga noche, sintió en su interior la impaciencia que le había arrastrado veinticuatro años antes con el regusto desagradable de la leche que se sale repentinamente del cazo al hervir: ¿dónde estaba aquel trocito de vida que había dejado escapar? Ahora oía desde el interior de la casa el tic-tac interminable y burlón del reloj de péndulo que durante años había aguardado el momento de la eternidad en el pasillo de los Abuelos, que ellos se habían llevado del piso de la Tía Hâle en los primeros días de su matrimonio con el frenesí de mantener vivos los recuerdos de su infancia y las leyendas de su vida en común de años antes y que habían colgado de la pared de su nuevo nido de felicidad entusiastas y decididos. A lo largo de los tres años de su matrimonio, la que siempre parecía quejarse de haber perdido en algún lugar indefinido la alegría y la diversión de una vida desconocida había sido Rüya, no Galip.