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Por las mañanas Galip iba a trabajar y por las tardes regresaba a casa ahogándose entre los codos y las piernas sin dueño en la multitud de rostros oscuros, sin identidad, de los que volvían del trabajo por la tarde en taxis colectivos y autobuses. A lo largo del día llamaba a su casa un par de veces con cualquier excusa, llamadas que siempre provocaban que Rüya frunciera el ceño, y cuando volvía por la tarde al calor del hogar podía deducir más o menos y sin equivocarse demasiado lo que Rüya había hecho aquel día por el número y el tipo de colillas en los ceniceros, por la colocación de los muebles y los objetos o por alguna novedad que hubiera entrado en la casa. Y si en algún momento de extraordinario buen humor (una excepción) o de extraordinaria sospecha imitaba a los maridos de las películas occidentales y le preguntaba abiertamente a su mujer, tal y como había planeado la tarde anterior, qué había hecho, qué había hecho aquel día, ambos sentían la incomodidad de estar introduciéndose en una zona indefinida y resbaladiza que ninguna película, occidental u oriental, describe claramente. Sólo después de casarse descubrió Galip que en la vida de aquella persona anónima a la que las estadísticas y los encasillamientos burocráticos llaman «ama de casa» (aquella mujer con detergente e hijos que Galip jamás había podido relacionar con Rüya) existía una región así de secreta, así de misteriosa y así de resbaladiza. Galip sabía que, tal y como ocurría en las incomprensibles regiones de las profundidades de la memoria de Rüya, el jardín rebosante de plantas misteriosas y flores terribles de aquella zona secreta y resbaladiza le estaba completamente cerrado. Aquella región prohibida era el teína común y el objetivo de todos los anuncios de jabón y detergente, de las fotonovelas, de las últimas noticias traducidas de las revistas extranjeras y de la mayor parte de los programas de radio y de los suplementos a todo color de los periódicos, pero estaba mucho más allá de todo aquello y era mucho más misterioso y secreto. A veces, por ejemplo, Galip se preguntaba con una extraña inspiración por qué y cómo podían haber sido puestas las tijeras para papel junto al plato de cobre que había sobre el radiador del pasillo, o, si durante un paseo dominical se encontraban por casualidad con una mujer con la que, y Galip lo sabía, Rüya se veía a menudo pero a la que él no había visto desde hacía años, se sorprendía por un momento como si hubiera encontrado de repente una pista relacionada con aquella región resbaladiza y sedosa que le estaba prohibida, con una señal misteriosa surgida de aquella zona prohibida y se sentía tan indeciso como si se enfrentara al misterio de una secta, muy extendida pero condenada a la clandestinidad, que ya no puede ocultarlo por más tiempo. Lo terrible del asunto era que el misterio, como si fueran los secretos de una secta prohibida, se contagiaba a todas aquellas personas anónimas llamadas «amas de casa», pero ellas se comportaban como si no existieran secretos, ni ceremonias ocultas, ni culpas, alegrías e historias que todas compartían, y encima lo hacían, no con el deseo de ocultar nada, sino abiertamente. Aquella región era a un tiempo atractiva y repulsiva, como el secreto que los eunucos guardianes del harén ocultaban encerrándolo bajo siete llaves: como todo el mundo conocía su existencia, quizá no fuera tan espantoso como una pesadilla, pero seguía siendo misterioso porque nadie lo había descrito ni nombrado nunca, a pesar de que había pasado de generación en generación durante siglos, y resultaba trágico porque nunca había podido ser fuente de orgullo, confianza y victoria. A veces Galip pensaba que aquella región era un cierto tipo de maldición, de mala suerte que perseguía durante siglos a los miembros de una familia, pero como también había sido testigo de que muchas mujeres se volvían por propia voluntad hacia aquella extraña maldición al casarse, tener hijos o al dejar de trabajar repentinamente por alguna razón incomprensible, también se daba cuenta de que el misterio de la secta resultaba atractivo; tanto que en algunas de las mujeres que comenzaban a trabajar después de encontrar empleo tras múltiples esfuerzos con la decisión de liberarse de aquella maldición y convertirse en otras personas, creía ver señales de su deseo de regresar a aquellas ceremonias secretas, a los momentos mágicos, a la región sedosa u oscura que él jamás podría comprender y que habían dejado atrás. A veces, cuando él le hacía una broma estúpida o un juego de palabras y Rüya se reía de tal manera que a él mismo le sorprendía, o cuando ella recibía con la misma alegría el que deslizara sus torpes manos por el bosque oscuro de sus cabellos color ardilla, o sea, en uno de esos momentos soñados de cercanía entre marido y mujer que excluían todo el pasado y el futuro, libres de todas aquellas revistas ilustradas junto con las ceremonias que habían aprendido de ellas, de repente a Galip le apetecía preguntarle a su mujer algo relacionado con esa región misteriosa, algo aparte de todas las coladas, fregadas de platos, novelas policíacas y paseos (el médico les había dicho que no tendrían hijos y Rüya no demostraba demasiado interés por el asunto), le habría gustado preguntarle qué era lo que había hecho ese día a «esa» hora exacta; pero la distancia que se abriría entre ellos después de que él hiciera la pregunta resultaba tan terrible y la información a la que apuntaba la pregunta era tan ajena a las palabras de la lengua común que usaban entre ellos, que no le preguntaba nada y, simplemente, la observaba por un momento con la mirada vacía, completamente vacía mientras la tenía en brazos. «¡Otra vez miras al vacío! -le decía Rüya-. ¡Tienes la cara blanca como el papel!», repitiendo alegre las mismas frases que su madre le decía a Galip cuando era niño.

Después de la oración matutina Galip dormitó un poco en la butaca del salón. En su sueño Rüya, Vasif y él hablaban de un error mientras los peces japoneses vagaban lentamente en un acuario lleno de un líquido verde como el del bolígrafo y luego se comprendía que el sordomudo no era Vasif sino Galip, pero tampoco se entristecían demasiado: fuera como fuese, todo acabaría yendo bien en breve.

Después de despertarse, Galip se sentó a la mesa y buscó por ella un papel en blanco, tal y como suponía que había hecho Rüya aproximadamente diecinueve o veinte horas antes. Al no encontrar ningún papel a mano -como le había pasado a Rüya-, comenzó a escribir una lista compuesta por todos y cada uno de los lugares y las personas en las que había pensado durante toda la noche en el reverso de la carta de despedida de Rüya. Era una lista que se alargaba sin cesar según escribía y que le crispaba los nervios porque despertaba en él la impresión de estar imitando al protagonista de alguna novela policíaca. Los antiguos amores de Rüya, sus amigas más «locuelas» del instituto, los amigos cuyo nombre recordaba de vez en cuando, los viejos «camaradas políticos» y los nombres de los amigos comunes, que Galip había decidido que no se dieran cuenta de nada hasta que él encontrara a Rüya, saludaban alegremente al detective novato, le guiñaban de forma traidora, le enviaban pistas falsas desde las redondeces, subidas, bajadas y superficies rectas de las vocales y consonantes que componían sus nombres y desde las formas que parecían a cada momento más significativas, más cargadas de dobles sentidos. Después de que pasaran los basureros tras descargar los enormes cubos metálicos golpeándolos en el costado del camión, Galip, para no alargar más la lista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta que se pondría ese día junto con un bolígrafo igual que el famoso bolígrafo verde.

Cuando los alrededores comenzaron a iluminarse con el azul de la nieve, apagó cada una de las luces de la casa. Sacó el cubo de la basura, después de echar un último vistazo al interior, para que el curioso portero no sospechara. Preparó té, colocó una nueva cuchilla en la maquinilla y se afeitó, se puso ropa interior y una camisa, limpias pero no planchadas, y ordenó la casa que se había pasado la noche revolviendo. En su columna del Milliyet, que el portero había echado por debajo de la puerta mientras se vestía y que leyó tomando el té, Celâl hablaba de un «ojo» que se había encontrado una noche años atrás por los oscuros arrabales. Galip volvió a leer aquella columna, que ya se había publicado años antes, pero sintió que de nuevo se posaba sobre él el horror de aquel «ojo». En ese momento comenzó a sonar el teléfono.

«¡Es Rüya!», pensó Galip; antes de alcanzar el auricular ya había pensado incluso el cine al que irían juntos esa noche: al Konak. La voz que oyó por el auricular resultó una decepción, pero no dudó lo más mínimo mientras contestaba a la Tía Suzan: Sí, Rüya tenía menos fiebre y había dormido bien toda la noche, incluso había tenido un sueño y se lo había contado aquella mañana. Claro que querría hablar con su madre, ¡un momento! «¡Rüya! -gritó Galip en dirección al pasillo-. ¡Rüya, tu madre está al teléfono!». En su imaginación vio cómo Rüya se levantaba de la cama bostezando, cómo buscaba sus zapatillas desperezándose perezosamente; luego colocó de inmediato otra bobina en el cine de su mente: Galip, el marido preocupado, atraviesa el pasillo para llamar a su mujer y se la encuentra de nuevo en la cama durmiendo como una bendita. Para representar mejor aquella segunda película, para poder ofrecer un ambiente verosímil a la Tía Suzan, incluso realizó algunos «efectos» subiendo y bajando el pasillo. Regresó al teléfono. «Está dormida, Tía Suzan, tenía los ojos legañosos por la fiebre, se ha lavado la cara, se ha vuelto a la cama y se ha dormido otra vez.» «¡Que tome mucho zumo de naranja!», le dijo la Tía Suzan y le explicó con todo detenimiento en qué parte de Nisantasi podía encontrar el mejor zumo de naranjas recién exprimidas al mejor precio. «¡Quizá esta noche vayamos al cine Konak!», dijo Galip con un sentimiento de confianza. «¡Que no vuelva a coger frío!», le contestó la tía Suzan y luego, quizá porque pensaba que se estaba metiendo demasiado en lo que no le importaba, pasó de repente a un tema por completo distinto: «¿Sabes? Realmente tu voz se parece mucho a la de Celâl por teléfono. ¿O es que tú también te has resfriado? ¡Ten cuidado no te vaya a contagiar Rüya!». Colgaron el teléfono lentamente, con el mismo respeto, cariño y cuidado, como si temieran dañar el auricular tanto como despertar a Rüya.

Cuando comenzó a leer de nuevo el antiguo artículo de Celâl, inmediatamente después de colgar el teléfono, Galip tomó una decisión repentina mientras aún se debatía entre el personaje con el que poco antes se había disfrazado, la mirada del «ojo» del artículo y las brumas de su pensamiento: «¡Por supuesto! ¡Rüya ha vuelto con su ex marido!». Le sorprendió no haber podido ver aquella realidad tan clara, opaca entre las fantasías de aquella noche. Con la misma decisión fue hasta el teléfono y llamó a Celâl. Le explicaría su confusión anterior y la conclusión a la que había llegado y le diría: «Ahora voy a salir a buscarlos. Cuando encuentre a Rüya y a su ex marido (que no me llevará demasiado tiempo) temo no poder convencerla para que regrese a casa. Tú eres quien mejor sabe convencerla. ¿Qué puedo decirle para que vuelva a casa -iba a decir "a mí", pero la palabra no llegó a salir de su boca-, a casa?». «¡Antes de nada, tranquilízate! -le contestaría Celâl con toda sinceridad-. ¿Cuándo se fue Rüya? ¡Tranquilo! Pensemos juntos un poco. Ven a verme, al periódico». Pero Celâl no estaba en casa y aún no había llegado al periódico.