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– Sigues coleccionando revistas, ¿no? -le preguntó, convencido-. ¿Puedo trabajar un poco en tu archivo? Es para poder defender a un cliente que se ha metido en líos.

– Por supuesto -le respondió Saim con la misma buena disposición de siempre y feliz de que le buscaran por su «archivo». Esperaba a Galip a las ocho y media de la tarde.

Galip trabajó en el despacho hasta que oscureció. En varias ocasiones llamó a Celâl, pero no pudo localizarlo. Después de cada conversación con la secretaria, que le informaba de que Celâl Bey «todavía» no había llegado o de que había salido «ahora mismo», se dejaba llevar por la impresión de que el «ojo» de Celâl le observaba desde el fragmento de periódico que había dejado sobre la estantería herencia del Tío Melih. Sintió la presencia de Celâl mientras escuchaba el pleito que había surgido entre dos accionistas de una pequeña tienda en el Gran Bazar, y a una madre y su hijo, ambos excesivamente gordos y que se interrumpían continuamente (el bolso de la madre estaba lleno de cajas de medicinas), y le explicaba a un policía de tráfico, que llevaba gafas oscuras y que pretendía iniciar un pleito contra el Estado porque le habían calculado mal la fecha de jubilación, que según las leyes vigentes no se podía considerar que hubiera estado de servicio los dos años que había pasado en el manicomio.

Llamó una por una a las amigas de Rüya. Cada vez encontraba una excusa nueva y distinta. A Macide, una compañera de instituto, le preguntó el número de Gül porque quería hablar con ella sobre un caso. En cuanto a Gül, la de bello nombre y que tan poco gustaba a Macide, supo por la amable criada de aquella adinerada casa que el día anterior había dado a luz a su tercer y cuarto hijos en el hospital de Gülbahce y que, si corría al hospital, podría ver por la ventana de la habitación de los neonatos, de tres a cinco, a los preciosos mellizos, llamados Hüsün y Ask. Figen le deseaba a Rüya que se mejorara y prometía devolverle el ¿Qué hay que hacer? (de Chernishevski) y los Raymond Chandler que le había pedido prestados. Galip estaba seguro de que en la voz de Behiye, no, Galip se equivocaba, no tenía ningún tío que trabajara en la Brigada de Estupefacientes en la Dirección General de Seguridad, no había el menor indicio de que supiera el paradero de Rüya. Lo que le sorprendió a Semih fue cómo Galip había podido llegar a saber de la existencia de aquel taller textil clandestino: sí, allí se habían lanzado a un esfuerzo febril, con la ayuda de una serie de ingenieros y técnicos, para producir la primera cremallera turca, pero no, no podía darle información legal porque no tenía la menor idea del último caso de contrabando de bobinas que había aparecido en los periódicos, sólo le mandaba sus más sinceros (y Galip la creyó) recuerdos a Rüya.

Galip no encontró tampoco el rastro de Rüya cuando llamó cambiando la voz y disfrazándose con personalidades distintas. Süleyman, que se dedicaba a vender puerta a puerta enciclopedias médicas de cuarenta años de antigüedad traídas de Inglaterra, era completamente sincero cuando le respondió al director de la escuela que con tanta urgencia le llamaba por teléfono que debía haber un error, que no sólo no tenía una hija llamada Rüya que fuera a la escuela secundaria, sino que ni siquiera tenía hijos. Asimismo eran sinceros Ilyas, que traía carbón del mar Negro en la barcaza de su padre, cuando le explicó que no podía haber olvidado un cuaderno en el que escribía sus sueños en el cine Rüya porque hacía meses que no iba al cine y porque además no tenía un cuaderno parecido, y Asim, el importador de ascensores, cuando le aclaró que ellos no podían hacerse responsables del mal funcionamiento del ascensor del edificio Rüya porque jamás había oído hablar de tal edificio ni de la calle del mismo nombre, ambos usaron toda la inocencia de su sinceridad sin dejarse llevar por la inquietud ni el sentimiento de culpa cuando oyeron mencionar ta palabra «Rüya». En cuanto a Tarik, que de día fabricaba matarratas en el laboratorio de su padrastro y que por las noches escribía poesías en las que hablaba de la alquimia de la muerte, aceptó encantado la propuesta de los estudiantes de la facultad de Derecho de darles una conferencia sobre los sueños y el misterio de los sueños y le dijo que les esperaría aquella tarde ante el viejo café de los chulos en Taksim. Por lo que respecta a Kemal y Bülent, estaban de viaje por Anatolia; uno había ido tras las memorias de una costurera de Esmirna que, cincuenta años antes, se había sentado ante su máquina Singer a pedal, inmediatamente después de bailar un vals con Atatürk entre periodistas y aplausos, para coser, taca-tac, un pantalón a la occidental para un calendario que iban a sacar las Máquinas de Coser Singer; el otro erraba con sus mulas por toda Anatolia Oriental, aldea por aldea y café por café, para vender unos dados de chaquete mágicos fabricados con el fémur de un abuelete de más de mil años al que los europeos llamaban «Papá Noel».

De la misma forma que fue incapaz de localizar los demás nombres de la lista entre la bruma de errores y confusiones en las líneas telefónicas, algo que se agravaba los días de lluvia y nieve, Galip tampoco pudo encontrar el nombre del ex marido de Rüya en las páginas de las revistas políticas que estuvo leyendo hasta el anochecer, entre los nombres auténticos y los seudónimos de los que habían cambiado de fracción, habían confesado, habían sido torturados o asesinados, entre los que habían sido condenados a prisión o habían sido muertos en algún tumulto o los que habían sido enterrados, entre aquellos cuyos escritos recibían respuesta o se les indicaba una referencia o se les publicaba alguna carta, entre los dibujantes de caricaturas, escritores de poesía y trabajadores permanentes de la redacción.

Permaneció inmóvil y triste en el sillón mientras oscurecía. Al otro lado de la ventana una corneja curiosa le miraba de reojo; de la calle le llegaba el alboroto de la multitud de los viernes por la tarde. Lentamente, Galip se sumergió en un sueño atrayente y feliz. Cuando se despertó mucho después, la habitación estaba a oscuras pero sintió sobre él los ojos de la corneja al otro lado de la ventana tanto como el «ojo» de Celâl que le observaba desde el periódico. A oscuras, cerró despacio los cajones, se puso el abrigo, que encontró a tientas, y salió del despacho. Todas las lámparas de los oscuros pasillos del edificio estaban apagadas. El aprendiz del vendedor de té limpiaba los retretes.

Notó el frío cruzando el puente de Gálata, cubierto de nieve. De la parte del Bósforo soplaba un fuerte viento. En Karaköy, en un establecimiento con veladores de mármol, se tomó una sopa de pollo con fideos y unos huevos al plato dando la espalda a los espejos que se reflejaban unos en otros. En la única pared desprovista de espejos del establecimiento había un paisaje de montaña hecho con bastante inspiración tomando como modelo postales y calendarios de Pan American: la montaña que se veía entre los pinos, tras un lago similar a un espejo y con los picos pintados de blanco, se parecía, más que a los Alpes de postal que habían inspirado la pintura, a la montaña de Kaf, a la que tanto habían ido Rüya y él cuando eran niños.

Mientras subía por el funicular de Tünel a Beyoglu, Galip se enzarzó en una discusión con un viejo al que no conocía en absoluto sobre el famoso accidente del funicular de veinte años antes: ¿Se habían salido los vagones de la vía y habían destrozado muros y marcos de ventanas atravesándolos con la alegría de felices caballos desbocados hasta llegar a la plaza de Karaköy porque se había roto el cable que tiraba de ellos o porque el maquinista estaba borracho? Aquel viejo sin identidad era un paisano de Trabzon del maquinista borracho. No había nadie por las calles de Cihangir. Saim y su mujer, que le abrieron la puerta a Galip alegres y a toda prisa, ataban viendo el mismo programa de televisión que veían los taxistas y porteros que se habían reunido en un café de un sótano.

En el programa, llamado «Lo que dejamos atrás», se hablaba en un tono lloroso de las viejas mezquitas, fuentes y caravasares que en tiempos habían construido los otomanos en los Balcanes y que ahora habían caído en manos de yugoslavos, albaneses y griegos. Mientras Galip se sentaba en un sillón imitación rococó con los muelles vencidos hacía tiempo como si fuera el hijo del vecino que había ido a ver un partido de fútbol y observaba las dolorosas imágenes de las mezquitas en la televisión, Saim y su mujer parecían haberse olvidado de él hacía mucho. Saim se parecía a un difunto luchador campeón olímpico cuya fotografía todavía colgara de las paredes de las fruterías; su mujer, a un simpático ratón regordete. En la habitación había una vieja mesa color polvo y una lámpara también color polvo; de la pared colgaba el retrato de un abuelo en marco dorado que se parecía, más que a Saim, a su mujer (¿se llamaba Remziye?, pensó Galip cansado); un aparador con un calendario de una empresa de seguros, un cenicero de un banco, un juego de licor, un florero, un cuenco de plata para caramelos y unas tazas de café y la «biblioteca-archivo», razón por la que Galip había ido a esa casa, que cubría dos paredes de polvo y papeles y revistas y revistas y más revistas.

Saim había formado aquella biblioteca, que diez años atrás era conocida por sus burlones compañeros de universidad como «el archivo de nuestra revolución», en un momento de «duda», según propia e inesperada confesión. Era la duda, no de quien se encontraba «entre dos clases» según el dicho de entonces, sino de quien teme tener que escoger entre fracciones políticas.

En aquellos años Saim participaba en todas las reuniones políticas y en todos los «foros», corría entre universidades y cantinas, escuchaba a todo el mundo, seguía «todas las opiniones y todas las políticas», y como le daba miedo preguntar demasiado, encontraba la forma de procurarse todo tipo de publicaciones de izquierda, incluso comunicados a multicopista, folletos de propaganda y octavillas («Perdona, ¿tienes un comunicado de los que repartieron los "purificadores" en la Universidad Técnica?») y los leía como un loco. En cierto momento en que el tiempo no le bastaba para leerlo todo y en que aún no había podido decidirse por ninguna «línea política», debió empezar a coleccionar todo aquello que no podía leer. En años posteriores tanto el leer como el llegar a una decisión perdieron su importancia y su único objetivo se convirtió en el de crear una presa capaz de contener en el mismo lugar aquel río de documentos que se iba ensanchando sin cesar, cada vez más ramificado, para evitar que se perdiera en vano (la comparación era del propio Saim, que era ingeniero de caminos). Y Saim entregó generosamente lo que le quedaba de vida a ese objetivo.