Como marido y mujer le observaban con miradas inquisitivas en el silencio posterior a que se acabara el programa, apagaran el aparato y se preguntaran por la salud, Galip comenzó de inmediato su historia: un estudiante universitario, al que él había aceptado defender, era acusado de un crimen político que no había cometido. No, no es que no hubiera un muerto de por medio; durante un torpe atraco a un banco cometido por tres torpes jóvenes, uno de ellos, que corría asustado el tramo que había entre el banco y el taxi robado que les esperaba, había chocado, entre la multitud que iba de compras, con una abuela pequeñita que pasaba por allí. La pobre mujer cayó al suelo por la violencia del choque, se golpeó la cabeza con la acera y se murió de inmediato en el lugar de los hechos («¡Para que veas!», dijo la mujer de Saim). En aquel momento sólo había sido capturado, en posesión de una pistola, un silencioso muchacho «de buena familia». Por supuesto quiso ocultar a la policía el nombre de sus compañeros, por los que sentía demasiado respeto y admiración, y lo más sorprendente es que lo logró a pesar de la tortura; pero lo peor del asunto era que con su silencio cargaba con la muerte de la abuela, de la que era inocente según las investigaciones posteriores de Galip. En cuanto al estudiante de arqueología llamado Mehmet Yilmaz, que había causado la muerte de la vieja al chocar con ella, había muerto también tres semanas después de los hechos en un tiroteo iniciado por personas sin identificar mientras escribía mensajes cifrados en el muro de una fábrica en un nuevo suburbio más allá de Ümraniye. En aquella situación era de esperar que el muchacho de buena familia explicara quién había sido el verdadero culpable; pero, de la misma forma que la policía no creía que el difunto Mehmet Yilmaz fuera el auténtico Mehmet Yilmaz, los dirigentes de la organización que había preparado el atraco declararon inesperadamente que Mehmet Yilmaz seguía vivo, que estaba con ellos e incluso que continuaba escribiendo sus artículos con su antigua decisión en la revista que publicaban. «Así pues», Galip, que se ocupaba de este caso a petición, más que del muchacho en prisión, de su rico y bienintencionado padre: 1) quería ver los artículos de Mehmet Yilmaz para probar que no era el antiguo Mehmet Yilmaz; 2) quería averiguar por los seudónimos quién era el que escribía utilizando la firma del difunto Mehmet Yilmaz; 3) como aquella extraña situación había sido provocada por la organización de la que en tiempos también había sido dirigente el ex marido de Rüya, como ya deberían haber supuesto Saim y su mujer, le gustaría echar un vistazo a la historia de esa fracción en los últimos seis meses; 4) estaba absolutamente decidido a resolver el misterio de los escritores fantasmas que escribían artículos en lugar de los muertos, de los seudónimos y de las personas desaparecidas.
Comenzaron de inmediato la investigación, que también entusiasmó a Saim. En las primeras dos horas, mientras se tomaban los tés y los trozos de bizcocho que les había traído la mujer de Saim, de la cual por fin Galip recordó el nombre (Rukiye), sólo miraron los nombres y los seudónimos de los autores de artículos. Luego ampliaron su investigación con los de los chivatos, muertos y trabajadores de las revistas; poco después la cabeza comenzó a darles vueltas a causa del hechizo de un mundo medio secreto, formado por esquelas mortuorias, amenazas, confesiones, bombas, errores tipográficos, poemas y eslóganes, y que había comenzado a ser olvidado mientras aún estaba vivo.
Encontraron seudónimos que no ocultaban que lo eran, otros fabricados a partir de ellos y otros compuestos a partir de la división de estos últimos. Descifraron acrósticos y anagramas imperfectos y nombres cifrados tan transparentes que no pudieron dilucidar si era algo intencionado o se debía a la casualidad. Rukiye también se sentó a un extremo de la mesa en la que estaban sentados Saim y Galip. En la habitación había más ese ambiente melancólico, mezcla de impaciencia y costumbre, de los que en Nochevieja juegan a las «carreras de caballos» con monedas o a la lotería mientras oyen la radio, que el propio de una investigación destinada a salvar a un joven injustamente acusado de asesinato o de encontrar la pista de una mujer perdida. Por las cortinas abiertas se veía la nieve que comenzaba a caer lentamente en el exterior.
Con el mismo entusiasmo de un profesor, que después de descubrir a un nuevo y brillante estudiante, es testigo pacientemente de cómo madura gracias a sus logros, seguían orgullosos entre las revistas las aventuras de los seudónimos, sus zigzagueos, subidas y bajadas y cuando se enteraban de que tal o cual había sido arrestado, torturado, condenado, o de que había desaparecido, o, cuando al ver en una de las revistas su fotografía por primera vez, de que había muerto por los disparos de alguien sin identificar, callaban por un momento con una tristeza que les alejaba del entusiasmo de sus investigaciones, y luego regresaban a la vida de los artículos al encontrarse con algún nuevo juego de palabras, una nueva casualidad o alguna rareza.
Según Saim, de la misma manera que la gran mayoría de los nombres y los personajes de las revistas que leían eran imaginarios, tampoco habían sido nunca realidad parte de las manifestaciones, reuniones, asambleas generales secretas, congresos ordinarios clandestinos y atracos a bancos. Como ejemplo extremo de lo que aseguraba, leyó la historia de un levantamiento popular que había ocurrido veinte años atrás en el este de Anatolia, en la pequeña ciudad de Küçük Ceruh, entre Erzincan y Kemah: durante aquella revuelta, cuya historia exponía con todo detalle una de las revistas, se formó un gobierno provisional, se imprimieron unos sellos color rosa sobre los que había la imagen de una paloma, murió el prefecto de la comarca, al que se le cayó un florero en la cabeza, se había editado un diario que publicaba poesía de principio a fin, los oculistas y las farmacias repartieron gafas gratis a los estrábicos, se procuró la leña necesaria para la estufa de la escuela primaria y, justo cuando se estaba construyendo un puente que uniera la ciudad a la civilización, llegaron las tropas del gobierno kemalista y, antes de que las vacas acabaran de comerse los tapices que olían a pies y que cubrían el suelo de tierra de la mezquita de la ciudad, se encargaron del asunto y colgaron a los rebeldes de los plátanos de la plaza. No obstante, tal y como le demostraba Saim señalándole el misterio de ciertas letras y ciertos mapas, de la misma forma que nunca había existido una ciudad llamada Küçük Ceruh, los nombres de aquellos que se declaraban herederos de dicha rebelión, que se elevaba como un ave legendaria en la historia de la ciudad, no eran sino seudónimos. En cierto momento en que estaban sumergidos en las rimas y en los estribillos, encontraron una pista que podía conducirles a Mehmet Yilmaz (mencionaba un asesinato político que había tenido lugar en Ümraniye en las fechas a las que se había referido Galip), pero no pudieron encontrar el final de aquello en los números posteriores de la revista, lo cual les ocurría con la mayor parte de las historias y noticias, que leían como si contemplaran fragmentos de antiguas películas nacionales.
En cierto momento Galip se levantó de la mesa, telefoneó a Rüya y con una voz afectuosa dijo que quizá se quedara hasta tarde trabajando en casa de Saim y que se acostara sin esperarle. El teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Saim y su mujer le mandaron recuerdos a Rüya; por supuesto, Rüya también a ellos.
Se encontraban completamente absortos en el juego de encontrar seudónimos, descifrarlos y formar otros nuevos con sus letras cuando la mujer de Saim dejó solos a los dos hombres en aquella habitación, forrada con papeles, periódicos, revistas y comunicados por todas las partes en que podía ser cubierta, y fue a acostarse. Hacía mucho que había pasado de la medianoche: sobre Estambul había un mágico silencio de nieve. Mientras Galip saboreaba los errores tipográficos y las faltas de ortografía de una colección realmente interesante («¡Faltan muchas cosas! ¡Es muy deficiente!», decía Saim con su modestia habitual) de papeles que había recolectado simplemente porque se habían repartido en cantinas universitarias que apestaban a humo de cigarrillos, en tiendas de campaña con las que los huelguistas se protegían de la lluvia y en remotas estaciones de tren y que habían sido multiplicados con la misma multicopista, que imprimía de una forma tan pálida, Saim le enseñó un ejemplar que trajo de una habitación del interior de la casa y al que, con orgullo de coleccionista, calificó de «muy raro»: Anti Ibn Zerhani o Un viajero por el sendero de la mística con los pies en la tierra.
Galip pasó con cuidado las páginas de aquel libro, encuadernado a pesar de estar mecanografiado. «Es de un compañero de una pequeña ciudad de Kayseri cuyo nombre ni siquiera aparece en un mapa de Turquía de tamaño mediano dijo Saim-. En su niñez su padre, que era el jeque de un Pequeño convento, le dio una educación religiosa y mística. Años más tarde, imitando a Lenin cuando leía a Hegel, se dedicó a escribir notas "materialistas" en los márgenes de La sabiduría del misterio perdido, del místico árabe del siglo XIII Ibn Zerhani, mientras lo leía. Después pasó a limpio aquellas notas reforzándolas con paréntesis tan largos como innecesarios. Luego escribió una explicación bastante larga de sus propias notas, como si fueran las meditaciones misteriosas, incomprensibles e indescifrables de algún otro, una especie de glosa. Y juntó todo aquello añadiéndole un "prólogo del editor" que él mismo escribió, pero de nuevo como si lo hubiera escrito otro, y lo pasó a máquina. Y al principio de todo agregó, en treinta páginas, su fantástica biografía religiosa y revolucionaria. Lo más interesante de todas esas fantasías es cómo el autor explica que descubrió, mientras paseaba una tarde por el cementerio de la ciudad, la intensa relación entre la filosofía mística que los occidentales llaman "panteísmo" y la especie de "materialismo filosófico" que había desarrollado como reacción a su padre el jeque. Al ver en aquel cementerio en el que pastaban las ovejas y dormitaban los fantasmas el mismo cuervo que había visto veinte años atrás -ya sabes que los cuervos turcos viven más de doscientos años-, sólo que ahora los cipreses eran algo más altos, comprendió que pase lo que pase con las patas y la cabeza de ese animal volador, alado y sinvergüenza al que llaman "pensamiento trascendente", su cuerpo y sus alas siempre, siempre, permanecerán iguales. El cuervo, que se ve en la portada del volumen, lo dibujó él mismo. Este libro demuestra que cualquier turco que aspire a la inmortalidad se verá obligado a ser a un tiempo él mismo y su propio Johnson y su Boswell, su Goethe y su Eckermann. Sólo existen seis copias mecanografiadas. No creo que ni el archivo del Servicio Nacional de Inteligencia tenga una».