Parecía que en la habitación, junto a los dos hombres, estuviera el fantasma de un tercero que les ligara al autor de aquel libro con el cuervo en la portada, a una vida que había transcurrido en una ciudad provinciana entre su casa y la pequeña herrería heredada de su padre, a la fuerza de la imaginación de aquella vida triste, opaca y silenciosa. A Galip le habría gustado decir: «¡Todas las letras, todas las palabras, todas esas fantasías de liberación y esos recuerdos de torturas y corrupción y todos los escritos que describen esos recuerdos y esas fantasías cuentan la misma historia!». Era como si Saim hubiera pescado aquella historia en algún lugar de su colección de papeles, periódicos y revistas, reunida con la paciencia de un pescador que durante años echa sus redes al mar, que la hubiera pescado y lo supiera pero que, de la misma forma que había sido incapaz de hacerse con ella con toda su desnudez entre tanto material apilado y clasificado, también hubiera perdido la palabra clave necesaria para la historia.
Cuando se encontraron por casualidad con el nombre de Mehmet Yilmaz en una revista de cuatro años antes, Galip dijo que se trataba sólo de eso, de una casualidad y pensó en regresar a casa, pero Saim le detuvo afirmando que nada de lo que pudiera haber en las revistas -ya decía «mis revistas»- podía aparecer por casualidad. En las dos horas posteriores, desarrollando un esfuerzo sobrehumano, saltando de una revista a otra, abriendo sus ojos como si fueran proyectores, descubrió que Mehmet Yilmaz había evolucionado en primer lugar a Ahmet Yilmaz; en una revista en cuya portada se veía un pozo y que rebosaba de cuestiones sobre pollos y campesinos, Ahmet Ydmaz se convirtió en Mete Cakmaz. A Saim no le costó demasiado trabajo descubrir que Metin Cakmaz y Ferit Cakmaz eran también la misma persona; entretanto su firma había abandonado los artículos teóricos y se había convertido en creador de textos para canciones de las que se entonan en los salones de celebración de bodas y en las ceremonias en memoria de alguien acompañadas por música de saz y humo de cigarrillos. Pero tampoco permaneció allí demasiado tiempo. Se transformó en una firma que, durante cierto periodo, demostraba que todos, menos él, eran policías y luego en un ambicioso e irritable economista-matemático que se dedicaba a desvelar las perversiones de los académicos ingleses. Pero aquellos oscuros y tristes moldes no eran lugar donde pudiera permanecer pacientemente. Saim encontró a su héroe como si él mismo lo hubiera colocado allí en el número de hacía tres años y dos meses de otra colección de revistas que trajo del dormitorio, en el que entró de puntillas: en esta ocasión se llamaba Ali Paísdelasmaravillas y contaba que en los hermosos días del futuro cambiarían las reglas del ajedrez porque ya no serían necesarios reyes ni reinas, que todos los niños llamados Ali crecerían altos y fuertes como robles porque se alimentarían bien y que huevos sentados con las piernas cruzadas a la turca sobre muros y en cuyos rostros estarían escritos sus nombres resolverían enigmas con la alegría que da la felicidad. En otro número se dieron cuenta de que Ali Paísdelasmaravillas era el traductor de aquel artículo. El autor original era un catedrático de matemáticas albanés. Pero lo que de veras sorprendió a Galip fue encontrarse, junto a la biografía del catedrático albanés, la reluciente firma del ex marido de Rüya sin que se ocultara tras ningún seudónimo.
– ¡Nada puede ser tan sorprendente como la vida! -dijo orgulloso Saim en ese momento de asombro y silencio-. Excepto la escritura.
Volvió a entrar de puntillas y trajo consigo dos grandes cajas de margarina Sana llenas a rebosar de revistas.
– Son revistas de una fracción que mantiene relaciones con Albania. Te voy a explicar un extraño secreto que me ha llevado años resolver porque creo que tiene que ver con lo que estás buscando.
Preparó té de nuevo, sacó de la caja varias revistas y bajó de la librería varios libros que consideraba necesarios para su historia y los colocó sobre la mesa.
– Fue hace seis años -comenzó-, un sábado por la tarde, mientras hojeaba por si encontraba algo que me interesara el último número de El trabajo del pueblo, una de las revistas que publicaban los que seguían al Partido de los Trabajadores de Albania y a su líder, Enver Hoxa (por entonces había tres revistas, enemigas despiadadas entre sí), una fotografía y un artículo me llamaron la atención: se hablaba de una ceremonia que se había celebrado con ocasión de las últimas incorporaciones a la organización. No, lo que me llamaba la atención no era que en nuestro país, en el que está prohibido todo tipo de actividades comunistas, se hablara de gente que se incorporaba a una organización marxista entre lecturas de poesías y música de saz; en cada número de todas las revistas de las pequeñas organizaciones de izquierdas se publicaban artículos semejantes, desafiando los riesgos, porque se veían obligadas a proclamar que crecían si querían mantenerse en pie. Lo primero que me llamó la atención fue que, debajo de las fotografías en blanco y negro de los pósters de Enver Hoxa y Mao, de los recitadores de poesía y de la multitud que fumaba tan apasionadamente como si realizara alguna ceremonia sagrada, se hablara de las «doce» columnas del salón. Y todavía más raro era que, según escribía el artículo, todos los recién incorporados hubieran escogido como seudónimos nombres alevíes como Hasan, Hüseyin o Ali o, como descubrí luego, nombres de maestros bektasis. Si hubiera sabido lo fuerte que había sido antiguamente la secta orden de los bektasis en Albania, quizá ni me habría fijado en ese increíble misterio, pero, como no lo sabía, me lancé a investigar sobre aquellos hechos y los artículos que hablaban de ellos: durante cuatro años estuve leyendo sin descanso libros sobre los bektasis, el ejército jenízaro, los hurufíes y el comunismo albanés y descubrí una conspiración histórica que viene de ciento cincuenta años atrás.
Y diciéndome: «Tú ya lo sabes, claro», Saim se dedicó a contarme los setecientos años de historia de la orden de los bektasis, comenzando por Haci Bektas Veli. Me habló de ws fuentes alevíes, místicas y chamanísticas de la orden, de su relación con la fundación y el desarrollo del estado otomano y de la tradición de levantamientos y rebeliones del ejército jenízaro, que era el centro de la orden y del cual ella era su base. Si se piensa que cada jenízaro era un bektasi, se puede comprender de inmediato cómo imprimió su sello el misterio de la orden, siempre mantenido en secreto, en la historia de Estambul. Los primeros destierros de Estambul de los bektasis también fueron a causa de los jenízaros: en 1826, cuando los cuarteles de aquel ejército que se negaba a adoptar los nuevos métodos militares de Occidente fueron bombardeados por orden del sultán Mahmut II, se cerraron también los conventos que proporcionaban unidad espiritual a los jenízaros y los maestros bektasis fueron desterrados de Estambul.
Veinte años después de aquel primer descenso a la clandestinidad, los bektasjs regresaron a Estambul; pero en esta ocasión disfrazados bajo el manto de la orden de los naksibendis. A lo largo de ochenta años, hasta que Atatürk prohibió todas las actividades de las órdenes religiosas después de la proclamación de la República, los bektasis se mostraron al mundo exterior como si fueran naksibendis, pero continuaron viviendo como lo que realmente eran aunque enterrando aún más profundamente sus secretos.
Galip observaba el grabado de una ceremonia bektasi de un libro de viajes inglés que Saim había depositado sobre la mesa y que reflejaba, más que la realidad, las fantasías del pintor viajero, y contaba una a una las doce columnas.
– La tercera llegada de los bektasis -le dijo Saim-, se produjo cincuenta años después de la proclamación de la República: esta vez no bajo el manto de los naksibendis sino bajo el del marxismo-leninismo -tras un breve silencio comenzó muy excitado una larga enumeración mientras le mostraba ejemplos de artículos, fotografías y grabados que había recortado de revistas, folletos y libros y que había guardado con cuidado; lo que se hacía, lo que se escribía, lo que se vivía era exactamente igual en la orden y en la organización política: cada detalle de las ceremonias de aceptación; las etapas de retiro y penitencia previas a dicha aceptación; los sufrimientos del joven aspirante en esas etapas; el respeto que se demostraba en la orden y en la organización por los mártires, los santos y los muertos del pasado y las maneras de demostrarlo; el significado sagrado que se le daba a la palabra senda; el zikr, la repetición de palabras y frases, fueran cuales fuesen, para reforzar el espíritu de unión y comunidad; el hecho de que los iniciados que compartían la misma senda se reconocieran por sus bigotes, sus barbas e incluso por sus miradas; los saz que se tocaban en las ceremonias y los metros y las rimas de las poesías que se recitaban, etcétera, etcétera-. Y, más importante que todo eso -dijo Saim-, suponiendo que no sean más que casualidades, que no sea más que una broma pesada que Dios me gastó a través de ese artículo, es que tendría que estar ciego para no ver que en las revistas de la organización se repiten los mismos juegos con las palabras y las letras que los bektasis tomaron de los hurufíes, de tal manera que no dejan lugar a la más mínima duda.
En un silencio en el que no se oía nada más que los silbatos de los serenos en barrios lejanos, Saim comenzó a leerle a Galip, lentamente, como quien reza, los juegos de palabras que había descubierto, contrastándolas con sus significados secundarios.
Mucho después, a una hora en la que Galip se debatía entre el sueño y la vigilia, entre fantasías de Rüya y el recuerdo de los días felices del pasado, Saim entró en lo que llamaba «la esencia del asunto y su aspecto más sorprendente». No, los jóvenes que se unían a esa asociación política no sabían que eran bektasis; no, la gran mayoría ignoraba que todo aquello se debía a un acuerdo secreto entre mandos intermedios del partido y algunos jeques bektasis de Albania, quizá sólo lo supieran tres o cuatro personas; no, a todos aquellos jóvenes bienintencionados y sacrificados que cambiaban de arriba abajo sus costumbres cotidianas y su manera de vivir al unirse a la organización ni se les pasaba por la cabeza que las fotografías tomadas en ceremonias, ritos, comidas comunales y marchas, eran valoradas por algunos maestros bektasis en Albania como pruebas de la expansión de la orden.