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– Primero, de una forma bastante inocente, creí que era una terrible conspiración, un secreto increíble, que engañaban a esos jóvenes de una manera bastante fea -dijo Saim-. Tanto que, llevado por la excitación y por primera vez en quince años, pensé en escribir y publicar un artículo que por fin demostrara uno de mis descubrimientos con todo detalle, pero enseguida cambié de opinión -y añadió escuchando el gemido de un petrolero oscuro que atravesaba el Bósforo bajo la nieve y que hacía temblar ligeramente todas las ventanas de la ciudad-: Porque ahora sé que no cambiaría nada demostrar que la vida que vivimos no es sino el sueño de otro.

Luego Saim contó la historia de la tribu de Zeriban, que se instaló en una inaccesible montaña del este de Anatolia preparando durante doscientos años el viaje que habría de llevarles a la montaña de Kaf. ¿Qué habría cambiado el que la idea de ese viaje que nunca realizarían a la montaña de Kaf hubiera surgido de un libro de interpretación de sueños de trescientos años de antigüedad o que hubiera sido el resultado de un acuerdo entre el Otomano y los jeques, que se transmitían el secreto de aquella verdad de generación en generación, para, en realidad, no ir nunca a la montaña de Kaf? ¿Daría algún otro resultado que no fuera amargarles la ira, su único entretenimiento, explicar a los reclutas que llenaban los cines de las pequeñas ciudades de Anatolia los domingos por la tarde que el malvado e «histórico» sacerdote cristiano que en la pantalla intentaba que el valiente guerrero turco de la película histórica bebiera el vino envenenado era, en la vida real, un modesto actor y un buen musulmán? Poco antes del amanecer, mientras Galip dormitaba en el sofá en que se había sentado, Saim afirmó que, muy probablemente, en Albania, en el blanco hotel colonial de principios de siglo en cuyo salón vacío, que les recordaba a sus sueños, se habían reunido con algunos dirigentes del partido, los ancianos jeques bektasis contemplaban con lágrimas en los ojos las fotografías que les mostraban de aquellos jóvenes turcos, ignorando que en las ceremonias no se les hablaba de los secretos de la orden sino de entusiastas soluciones marxista-leninistas. El que los alquimistas ignoraran que nunca encontrarían el oro que buscaron durante siglos no les provocaba tristeza porque era la razón de su existencia. Que el ilusionista moderno explique cuanto quiera a la audiencia que lo que hace es un truco, el entusiasmado espectador que le observa es feliz porque puede creer, aunque sólo sea por un momento, que lo que ve no es un truco, sino auténtica magia. Muchos jóvenes se enamoran influidos por alguna palabra o alguna historia que han oído o por un libro leído en común en determinado momento de sus vidas, se casan con el mismo entusiasmo y viven felices el resto de sus días sin comprender jamás el engaño en que se basa su amor. Mientras su mujer recogía las revistas para preparar la mesa para el desayuno y él leía los periódicos que le habían echado por debajo de la puerta, Saim dijo que no cambiaría nada saber que la escritura, que cualquier texto, no trata de la vida sino del sueño, por el mero hecho de ser escritura.

8. Los tres mosqueteros

«Le pregunté quiénes eran sus enemigos. Y comenzó a enumerarlos. Y a enumerarlos. Y a enumerarlos.»

Conversaciones con Yabya Kemal,

SERMET SAMI UYSAL

Su entierro fue tal y como había temido veinte años antes y escrito treinta y dos años atrás; éramos nueve personas en totaclass="underline" dos hombres del pequeño asilo privado en Üsküdar, uno un ordenanza y el otro un compañero de dormitorio, un periodista, ahora jubilado, al que había protegido en sus años de mayor brillantez como columnista, dos despistados familiares sin la menor idea de la vida y obra del difunto, una extraña anciana griega con un sombrero con un velo de tul sujeto a la cabeza por una aguja que parecía las que llevaban los sultanes en el turbante, el señor imán, yo y el cadáver del escritor en su ataúd. Como el descenso del ataúd a la tumba coincidió justo con la tormenta de nieve de ayer, el imán pasó rápidamente por el capítulo de las oraciones; le echamos tierra encima a toda velocidad. Y luego, no sé cómo, nos dispersamos en un momento. Me encontré solo esperando el tranvía en la parada de Kisikli. Al llegar a esta orilla subí a Beyoglu, en el cine Alhambra ponían una película de Edward G. Robinson, La mujer del cuadro, y la vi encantado. ¡Siempre me ha gustado Edward G. Robinson! En la película era un funcionario fracasado y un pintor aficionado también fracasado pero que cambia de vestimenta y de personalidad para impresionar a su amor y se disfraza de millonario. No obstante, Joan Bennett, su amada, le engañaba a él también. Engañado, dolido, fastidiado; lo contemplamos con tristeza.

Cuando conocí al difunto (comencemos este segundo párrafo como el primero, con palabras que él tanto repitió sus artículos), cuando conocí al difunto era un columnista septuagenario y yo rondaría la treintena. Iba a ver a un amigo en Bakirkóy y estaba a punto de subir al tren de cercanías en Sirkeci cuando ¡qué veo! Estaba sentado en una de las mesas del restaurante cercano al andén con otros dos columnistas legendarios de mi niñez y primera juventud con unos vasos de raki ante ellos. Lo más sorprendente no era encontrarme entre el alboroto y la multitud de mortales de la estación de tren de Sirkeci a aquellos tres viejos de al menos setenta años que vivían en la montaña de Kaf de mis fantasías literarias, sino ver a aquellos tres plumíferos, que a lo largo de toda su vida de escritores se habían insultado con auténtico odio, sentados a la misma mesa tomando raki como si fueran los tres mosqueteros reunidos veinte años después en el mesón de Dumas padre. A lo largo de su medio siglo de vida literaria, en la que habían consumido tres sultanes, un califa y tres presidentes de la República, aquellos tres mosqueteros de la pluma se habían acusado, entre otras cosas, y algunas de ellas habían sido a veces ciertas, de ser ateos, jóvenes turcos, europeístas, nacionalistas, masones, kemalistas, republicanos, traidores a la patria, seguidores del sultán, occidentalistas, sectarios, plagiarios, pronazis, projudíos, proárabes, proarmenios, homosexuales, oportunistas, de trabajar a favor de la ley islámica, de comunistas, proamericanos y, por último, la moda de aquellos días, de existencialistas. (A todo esto, uno de ellos había escrito que «el mayor existencialista de todos los tiempos» había sido Ibn Arabi y que los occidentales se habían limitado a saquearlo e unitario setecientos años después.) Después de observar un rato minuciosamente a los tres mosqueteros, seguí un impulso, me dirigí a su mesa y me presenté expresándoles mi admiración y teniendo cuidado en repartirla a partes iguales.

Quiero que los lectores entiendan esto: estaba muy excitado, era apasionado, joven, creativo, brillante, tenía éxito y me debatía en una indecisión que fluctuaba entre la autosatisfacción y la falta de confianza, entre una extremada buena intención y una astucia artera. A pesar de que vivía el entusiasmo de un columnista al principio de su carrera, ni me hubiera atrevido a acercarme a aquellos tres grandes maestros de mi profesión de no haber estado íntimamente seguro de que por entonces yo era más leído que ellos, recibía más cartas de lectores, escribía mejor, por supuesto, y de que al menos eran amargamente conscientes de los dos primeros hechos.

Por eso tomé con alegría, como un signo de victoria, el que me fruncieran el ceño. Por supuesto, se habrían portado mejor conmigo de haber sido un lector vulgar que les expresaba su admiración en lugar de un joven columnista de éxito. En un primer momento no me invitaron a sentarme a su mesa y esperé de pie; cuando lo hicieron me enviaron a la cocina como si yo fuera un camarero y fui; quisieron ver una revista semanal, corrí al quiosco y se la traje; a uno le pelé la naranja, a otro le recogí la servilleta que se le había caído al suelo reaccionando antes que él y respondí a sus preguntas tal y como ellos querían, modesto y avergonzado, y, no, señor mío, por desgracia no sabía francés pero por las noches intentaba descifrar Les Fleurs du Mal con el diccionario en la mano. Mi ignorancia hacía mi victoria aún más insoportable, pero mi modestia y mi vergüenza aliviaban mis culpas.

Años después, cuando yo hice lo mismo con jóvenes periodistas, comprendí mejor que lo que de hecho pretendían los tres maestros, mientras aparentaban no prestarme la menor atención y conversaban entre ellos, era simplemente impresionarme. Los escuchaba respetuoso y en silencio: ¿qué motivos reales habían obligado a convertirse al Islam a ese científico atómico alemán cuyo nombre no se caía de los titulares de los periódicos? Cuando el santo patrón de los columnistas turcos, Ahmet Mithat Efendi, había atrapado en un callejón oscuro una noche a Sait Bey el Elástico, que le había vencido en una disputa literaria, y le dio una buena paliza, ¿se había asegurado de que le prometiera abandonar la ardiente polémica que había entre ellos? ¿Era Bergson un místico o un materialista? ¿Cuál era la prueba de que en el mundo existía un «segundo universo» misteriosamente oculto? ¿Quiénes eran los poetas a los que en las últimas aleyas de la vigésimo sexta azora del Corán se les reprochaba que aparentaran hacer y creer determinadas cosas aunque no fuera cierto? Y en relación con eso, ¿era André Gide realmente homosexual o, como el poeta árabe Abu Nuwas, aparentaba ser de la otra acera aunque le gustaban las mujeres porque sabía que así les llamaría la atención? ¿Se había equivocado Julio Verne al describir en el párrafo inicial de su novela Kerabán el testarudo la plaza de Tophane y la fuente de Mahmut porque había usado un grabado de Melling, o porque había plagiado tal cual la descripción de Lamartine en su Voyage en Orient? ¿Había incluido Mevlâna en el tomo quinto de su Mesnevi la historia de la mujer que muere fornicando con un asno por el cuento en sí o por la moraleja? Como mientras discutían de manera educada y cuidadosa aquella última pregunta sus miradas se deslizaron hacia mí y sus blancas cejas me enviaron signos de interrogación, les di mi opinión: había incluido el cuento allí por sí mismo, como todos los demás cuentos, pero había querido taparlo con el velo de tul de la moraleja. El escritor a cuyo entierro fui ayer me preguntó: «Hijo, cuando escribe un artículo, ¿lo hace con intención moral o por divertir?». Para demostrar que tenía las ideas muy claras sobre cualquier asunto, me agarré a la primera respuesta que me vino a la cabeza: «Para divertir, señor». No les gustó. «Es usted joven y está al principio de su carrera -me dijeron-. Vamos a aconsejarle un poco». Salté de mi asiento entusiasmado. «¡Señores, me gustaría tomar nota de sus consejos!», les respondí y muy excitado fui de una carrera a la caja y le pedí al propietario del restaurante unos papeles. Me gustaría compartir con ustedes, lectores míos, los consejos sobre la profesión de columnista que escribí en una cara de aquellos papeles que por la otra tenían impreso el nombre del restaurante con la tinta verde de una pluma lacada que me prestaron durante aquella larga charla de un domingo.