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Por un tiempo me entregué únicamente a la abogacía y a mis casos. Durante otro periodo disminuí la intensidad de mi trabajo, llamé a mis viejos amigos y fui a restaurantes y tabernas con recién conocidos. A veces me daba cuenta de que las nubes sobre Estambul se habían vuelto de un amarillo o un gris ceniza increíbles y a veces intentaba convencerme de que el cielo sobre la ciudad era el mismo y conocido cielo de siempre. A medianoche, después de escribir de un golpe y con toda comodidad dos o tres de los artículos de Celâl para esa semana, como había hecho el mismo Celâl en sus épocas de mayor fecundidad, me levantaba de la mesa, me sentaba en el sillón que había junto al teléfono, apoyaba las piernas en la mesilla y esperaba que los objetos que me rodeaban se convirtieran lentamente en objetos y señales de otro mundo, de otro universo. Entonces sentía que en algún lugar en lo más profundo de mi memoria un recuerdo se movía como una sombra, que la sombra cruzaba la puerta que se abría desde el jardín de la memoria a otro jardín, que avanzaba atravesando una segunda, una tercera puerta y a lo largo de ese conocido proceso notaba que las puertas de mi personalidad también se iban abriendo y cerrando y que me iba convirtiendo en otra persona que acabaría encontrándose con aquella sombra y siendo feliz con ella, y luego me atrapaba a mí mismo a punto de hablar con la voz de esa otra persona.

Mantenía mi vida bajo control, aunque no fuera muy estricto, porque no quería encontrarme desprevenido con el recuerdo de Rüya y huía cuidadosamente de la tristeza que temía que pudiera desplomarse sobre mí en el momento y en el lugar más inesperados. Cuando, dos o tres veces por semana, iba a casa de la Tía Hâle, después de la cena Vasif y yo dábamos de comer a los peces japoneses pero jamás me sentaba con él en la cama para que me enseñara recortes de periódico (no obstante, así fue como me encontré por casualidad con el recorte en el que habían publicado una foto de Edward G. Robinson en lugar de la de Celâl y descubrí que se parecían aunque fuera poco, como dos parientes lejanos). Cuando mi padre o la Tía Suzan me pedían que me fuera a casa antes de que se me hiciera demasiado tarde, como si Rüya me estuviera esperando enferma en la cama, yo les respondía: «Sí, me voy antes de que empiece el toque de queda».

Pero no iba por la calle que pasaba ante la tienda de Aladino y que era la que habitualmente tomaba con ella sino que caminaba por calles laterales que alargaban el camino que llevaba tanto a nuestra antigua casa como al edificio Sehrikalp y luego cambiaba de nuevo el rumbo para no meterme por las calles que habían seguido Celâl y Rüya después de salir del cine Konak, y así me encontraba en los extraños y oscuros callejones de Estambul, entre farolas, letras, y muros desconocidos, edificios ciegos de fachadas terribles, oscuras cortinas corridas y patios de mezquita. El caminar entre aquellas señales sombrías y muertas me hacía de tal manera otro que, cuando llegaba a la acera del edificio Sehrikalp poco después de que comenzara el toque de queda y veía el trozo de trapo todavía colgando de los barrotes del balcón del piso superior, lo interpretaba sin dificultad como una señal de que Rüya me estaba esperando en casa.

Después de mi caminata por calles desiertas y oscuras, al ver la señal que Rüya había colgado para mí de los barrotes del balcón me acordaba de una larga conversación que mantuvimos una noche de nieve en el tercer año de nuestro matrimonio, sin herirnos el uno al otro, como dos amigos comprensivos que se tratan desde hace años, sin que la charla cayera en el pozo sin fondo del desinterés de Rüya y sin notar que se acercara ese profundo silencio que de repente aparecía entre nosotros como un fantasma. A propuesta mía y con el añadido sabor que le proporcionaba la fuerza de la imaginación de Rüya, imaginamos un día que pasaríamos juntos cuando tuviéramos setenta y tres años.

Cuando tuviéramos setenta y tres años, iríamos juntos a Beyoglu un día de invierno. Con el dinero que hubiéramos ahorrado nos compraríamos sendos regalos: un jersey o un par de guantes. Llevaríamos puestos nuestros viejos y pesados abrigos, que tanto nos gustaban, a los que ya nos habíamos acostumbrado y que olían a nuestro propio olor. Miraríamos los escaparates charlando, sin demasiado interés, sin buscar nada en especial. Maldeciríamos con odio, nos quejaríamos de que todo había cambiado y proclamaríamos a los cuatro vientos cuán mejores y más hermosos eran la ropa de antes, los escaparates de antes y la gente de antes. Haciendo todo aquello seríamos conscientes de que nos comportábamos así porque éramos lo bastante viejos como para no esperar nada del futuro; pero lo haríamos de todos modos. Compraríamos un kilo de marrón glacés observando con cuidado cómo lo pesaban y lo empaquetaban. Luego, en algún lugar en alguna de las calles laterales de Beyoglu, encontraríamos una vieja librería que nunca antes habríamos visto y lo celebraríamos alegres y sorprendidos. Dentro habría baratas novelas policíacas que Rüya no habría leído o que habría olvidado haber leído. Mientras hurgáramos entre las novelas escogiendo algunas, ronronearía un gato viejo que estaría paseando entre las pilas de libros y la comprensiva librera nos sonreiría. Saldríamos muy contentos de allí por haber comprado los libros tan baratos y porque bastarían para satisfacer la necesidad de novelas policíacas de Rüya al menos durante dos meses y, con los paquetes en la mano, entraríamos en una pastelería donde, mientras nos tomáramos un té, estallaría una pequeña discusión entre nosotros. Discutiríamos porque tendríamos setenta y tres años, y porque sabríamos, como le ocurre a toda la gente como nosotros, que los setenta y tres años de nuestra vida habían transcurrido en vano. Al regresar a casa abriríamos los paquetes, nos quitaríamos la ropa sin avergonzarnos lo más mínimo y nos entregaríamos, con nuestros viejos y blancos cuerpos de músculos blandos acompañados por una abundante cantidad de marrón glacés y almíbar a una larga sesión de amor. El pálido color de nuestros viejos y cansados cuerpos tendría la claridad del crema semitransparente de nuestra piel infantil cuando nos conocimos sesenta y siete años atrás. Rüya, cuya imaginación siempre había sido más brillante que la mía, dijo que a mitad de aquella enloquecida sesión amorosa nos detendríamos a fumar y que lloraríamos. Yo había planteado la cuestión porque sabía que cuando tuviera setenta y tres años y ya no estuviera en situación de añorar otras vidas, Rüya me amaría. En cuanto a Estambul, como mis lectores ya se habrán dado cuenta, seguiría viviendo en la misma miseria.

A veces me sigo encontrando algún antiguo objeto suyo en las viejas cajas de Celâl o entre las cosas de mi despacho o en alguna habitación de la casa de la Tía Hâle, algo que no he tirado porque misteriosamente se me escapó. Un botón morado del vestido de flores que le vi puesto cuando nos conocimos; unas gafas «modernas» con las esquinas de la montura puntiagudas, de esas que comenzaron a verse en las revistas europeas en las caras de las mujeres capaces y dinámicas en los años sesenta, y que por los mismos años Rüya usó durante seis meses y luego tiró a un rincón; horquillas pequeñas y negras de las que mientras se colocaba una en el pelo con ambas manos sostenía otra en la comisura de los labios; la tapadera en forma de cola del pato de madera donde guardaba las agujas y el hilo y que durante tantos años lamentó haber perdido; una tarea de literatura copiada de una enciclopedia que se había quedado entre los expedientes del Tío Melih sobre el legendario pájaro Simurg, que vivía en el monte Kaf, y sobre las aventuras de aquellos que fueron en su busca; cabellos que se habían quedado en el cepillo de la Tía Suzan; una lista de la compra que había escrito para mí (atún en salazón, la revista Pantalla grande, gas para el mechero, chocolate con avellanas Bonibon); un dibujo de un árbol que había hecho con el Abuelo; un calcetín verde de los que vi en sus pies diecinueve años atrás mientras montaba en una bicicleta alquilada.

Antes de dejar con lentitud, respeto y cuidado cualquiera de esos objetos en alguno de los cubos de basura que había delante de los edificios de la calle Nisantasi lo llevaba en mis sucios bolsillos algunos días, a veces varias semanas, hasta -de acuerdo, de acuerdo- un par de meses, pero incluso después de haberme separado dolorosamente de ellos soñaba que algún día, como las cosas que volvían de la oscuridad del edificio, aquellos tristes objetos regresarían a mí con su carga de recuerdos.

Hoy lo que me queda de Rüya son sólo escritos; estas negras, negrísimas, sombrías páginas. A veces, al recordar alguna de las historias que hay en ellas, por ejemplo el cuento del verdugo o la de la noche nevosa en que oímos por primera vez por boca de Celâl el cuento titulado «Rüya y Galip», me acuerdo de otra, aquélla según la cual la única manera en que alguien puede ser él mismo es siendo otro o perdiéndose en las historias de otro, y estas historias que he querido reunir en un libro negro me llevan a un tercer y a un cuarto cuentos, como ocurre con las puertas que se abren en nuestras historias de amor y en los jardines de nuestra memoria, y el relato del enamorado que se convierte en otro al perderse por las calles de Estambul me sugiere excitado el del hombre que buscaba el secreto y el significado perdido de su cara, y así me entrego con mayor afán a mi nuevo trabajo consistente en redactar de nuevo viejas, viejísimas historias y ya llego al final de mi libro negro. En ese final Galip escribe el último artículo de Celâl, que tiene que llegar a tiempo de ser publicado en el periódico aunque lo cierto es que ya a nadie le interesa demasiado. Luego, poco antes del amanecer, recuerda dolorosamente a Rüya, se levanta de la mesa y observa la oscuridad de la ciudad, que se está despertando. Recuerdo a Rüya, me levanto de la mesa y observo la oscuridad de la ciudad. Recordamos a Rüya y observamos la oscuridad de Estambul y a medianoche nos invade la pena y la excitación que me invade cuando, medio dormido, creo encontrar el rastro de Rüya sobre el edredón de cuadros azules. Porque nada puede ser tan sorprendente como la vida. Excepto la escritura. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo.

1985-1989