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– No está fría -dijo Chin tocando la botella con el dorso de la mano.

– Ni que la fueras a pagar -dijo el otro Salas.

Chin se rió y llenó los vasos.

– No les dan ni tiempo de que se enfríen. Si se las toman a todas -dijo Berini.

Agustín salió del almacén contemplando al grupo y en especial a Berini desde la puerta. Sonreía. Por entre su barba de una semana sus labios rojos se estiraban y temblaban, sonriendo. Parecía no tener un solo diente. Se había puesto las manos en los bolsillos del pantalón y apoyaba las plantas de uno de sus pies descalzos sobre el empeine del otro. Berini parecía irritado.

– Ahí tenés gente -dijo Salas el músico.

– Atened la clientela -dijo el otro Salas.

La mirada del de la camisa colorada iba de una para la otra, a medida que los hombres hablaban. Salvo él, que se hallaba demasiado atento a las expresiones y a las palabras, y Berini, en cuya cara rubia y afeitada fluctuaba una irritación leve, todos los del grupo se pusieron a reír, con discreción. Al oírlos, la sonrisa de Agustín se hizo más amplia. Se acercó.

– ¿Así que estamos de serenata esta noche, muchachos? -dijo.

– Así es, jefe -dijo Salas el músico.

– ¿Y qué se va pagar, jefecito, para despedir el año? -dijo Agustín.

– Por hoy, nada -dijo Salas el músico.

– Jefecito, nomás -dijo Agustín-. Un vino, jefecito.

– Palabra, ando seco -dijo Salas el músico.

Berini se dio vuelta y se dirigió al almacén. Agustín lo siguió con la mirada, sonriendo.

– Berini viejo nomás -dijo.

Berini desapareció en el almacén.

– Anda decirle a Berini que te pague un vino -dijo Chin-. Él te lo va pagar.

Agustín permaneció inmóvil. El de camisa colorada se paró y se puso a tocar su motocicleta. Los rayos del sol que se colaban a través de las hojas hacían centellear las partes cromadas del vehículo y estampaban círculos de luz sobre la tela colorada. Agustín entró en el almacén.

– Berini le va pagar un vino -dijo Chin.

– Sí -dijo el otro Salas.

Sirvió cerveza en su vaso y dejó la botella. Después agarró el vaso y permaneció con él en el aire, sin tomar, el meñique extendido, sin mirar el vaso ni nada en particular. Al fin lo fue tomando de a tragos cortos, sin volver a dejar el vaso sobre la mesa hasta que estuvo vacío. En ese momento Wenceslao y Rogelio atravesaron el hueco de la puerta de alambre y entraron en el patio del almacén.

Los cinco hombres iban a responder al saludo pero les faltó tiempo. El cuerpo de Agustín salió volando por la puerta del almacén y cayó al suelo. El sombrero rotoso voló por el aire. El de camisa colorada, que se había acuclillado junto a la motocicleta observando y toqueteando el motor, se incorporó de un salto. Los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa se pararon al mismo tiempo. La silla de Chin cayó hacia atrás con estrépito. Berini salió del almacén.

– Ningún hijo de puta va venir a tocarme porque -dijo, y al ver a los siete hombres que lo miraban, se calló. Rogelio avanzó un paso y se detuvo.

– Levántelo -dijo.

La esfera de sombra se ha reducido al máximo porque es el mediodía, pero en su claridad fresca incluye la mesa larga y el sol pega y resbala sobre las ramas más altas haciendo destellar las hojas y, deslizándose por las ramas exteriores, cae vertical sobre la tierra a su alrededor. Están protegidos de la luz ardiente, como si estuviesen contemplando una lluvia de fuego desde un refugio de observación. Ahora el disco está paralelo a la tierra, piedra incandescente y lenta, y permanece un momento inmóvil antes de continuar. Es necesario que se detenga o que dé esa ilusión para lograr alguna simetría en el tiempo: dividido, cortado en fragmentos comprensibles, puede verse mejor su sentido y dirección, si es que tiene sentido y dirección. Está entonces inmóvil en un cielo turbio por los destellos.

Puede sentir a sus espaldas refulgir la blancura áspera de la pared frontal del rancho porque le han dado la cabecera y ve, más allá de las cabezas puestas unas frente a las otras en doble hilera hasta el final de la mesa, el camino arenoso abierto entre los flancos de espinillos. A su derecha está Rogelio y a su izquierda Agustín. Después las dos filas de cabezas continúan decreciendo hacia la otra punta, presididas por la cabellera gris y los grandes bigotes blancos del viejo que come su alimento y toma su vino con parsimonia, sin dirigir la palabra a nadie. La vieja está a su izquierda, en la fila de la derecha en relación con Wenceslao, y también permanece en silencio. La silueta del viejo se recorta contra el camino amarillo. Se oye el entrechocar de los cubiertos contra los platos, el golpe de los vasos sobre la mesa de madera, las voces hablándose y contestándose en relación rápida, las sacudidas de la mesa y sus crujidos y vibraciones por el serrucheo de los cuchillos, las risas súbitas y el sonido liso de la saliva penetrando los alimentos en masticación, el golpe del pan al quebrarse, el impacto metálico de las fuentes de loza cachada al ser vaciadas y colocadas unas encima de las otras, la explosión seca y profunda de los corchos al salir de las botellas y el murmullo de la soda al manar súbita en un chorro blanco y recto y hacer rebalsar los vasos, el ronroneo del recuerdo y del pensamiento que suenan en el silencio y se hacen oír a través de él. El contraste no es únicamente de sombra y luz sino también de movimiento y de inmovilidad: por un lado están los árboles inertes, los espinillos que bordean el camino amarillo, y por el otro el crecer y disminuir imperceptibles de los pechos al ritmo de la respiración, la arena amarilla muerta y los brazos que se levantan con el tenedor en la mano en dirección a la boca, el tejido de alambre que separa la casa del camino y apenas si se ve y las cabezas que giran de un lado a otro y las lenguas que se mueven en la conversación, los cráteres vacíos de las huellas sobre la arena y los ojos que se mueven para mirar, el sol inmóvil contra el conjunto vivo en el interior de la esfera de sombra, el aire estacionario y sin viento y la fluencia de las palabras que repercuten y se esfuman. El olor del pescado frito, olor a pescado y a fritura, pero olor a pescado frito sobre todo, el olor del vino y de las ramas verdes entrecruzadas arriba, por encima de los cuerpos que tienen cada uno un olor particular y el olor de conjunto y el de conjunto en el momento del acto de comer, se mezclan y se confunden, separándose por un momento y cobrando identidad y nitidez, con el olor de los panes cuando se quiebran y con el olor frío y profundo de los corchos de vino, con el olor de la luz solar al bajar despacio y continua y resecar y socarrar la tierra. El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua.

Rosa y Teresa se levantan y desaparecen hacia la parte trasera de la casa, volviendo con fuentes de comida. Agustín y Rogelio, sentados uno frente al otro, comen sin hablar, inclinados hacia sus platos. Agustín sonríe hacia su propio plato, cortando bocados tan chicos y masticándolos con tanta lentitud que con la masticación misma deben diluirse y desaparecer, sin que llegue nada de ellos al estómago; toma un vaso de vino tras otro, con gran rapidez, sin mirar a ninguna parte en el momento de servírselos y tomarlos, como si tuviese el temor de ser censurado con la mirada. Evita mirarlo cuando lo ve servirse y sabe que Rogelio hace lo mismo. Después vuelve a fijar la mirada en el perfil de Agustín: ahora está sin sombrero y su cráneo se prolonga puntiagudo en la cima de la cabeza, cuya contraparte simétrica es la terminación del mentón; la nariz cae hacia abajo y la boca fina se pierde entre los matorrales de barba negra. Por debajo de su piel oscura se perciben ciertas manchas de palidez. Su sonrisa no produce placer sino más bien extrañeza y sospecha. Tiene la frente húmeda. Detrás están las zonas llenas de golpes intermitentes que martillean y destellan, los fragmentos podridos de realidad que se destiñen y deslavan empalideciendo cada vez más y volviéndose exangües, la luna móvil y titilante errabundeando en una región de pantanos a los que de golpe ilumina, fugaz y fragmentaria. Al masticar, los músculos de su cara cambian y se mueven, en distintas direcciones, con distinto ritmo y a diferente velocidad, creando hoyos de piel y protuberancias de hueso. Rogelio levanta la botella de vino y llena el vaso de Agustín, sin mirarlo, y después el de él, y por último su propio vaso. Después deja la botella otra vez sobre la mesa y continúa comiendo. El vino rojizo ha caído en un chorro grueso, oscuro, produciendo un sonido áspero, y ahora permanece en reposo y lleno de reflejos en el interior de los vasos. Agustín alza el suyo y toma: el vino va desapareciendo a medida que el vaso se vacía inclinado en ángulo cada vez más agudo sobre la boca de Agustín. Agustín devuelve el vaso vacío a la mesa: se lo ha tragado todo, hasta los reflejos, que persisten todavía en los otros dos vasos, reflejos rojizos pero más claros y transparentes que el cuerpo denso del vino que acaba en la superficie de cada vaso en un reborde morado y circular. En ese momento el Ladeado se levanta y se aproxima a la cabecera. Se detiene junto a Rogelio y le toca el hombro; Rogelio se inclina hacia él, sin volverse, con una semisonrisa; el Ladeado se pone en puntas de pie oscilando, lleno de precariedad, hasta que apoya su cuerpo contra el de Rogelio y usando la mano como bocina le dice algo al oído; Rogelio se da vuelta y lo mira, y después se echa a reír.