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– Dentro de un ratito podemos ponerlo -dice.

– Sí -dice Rogelio sin alzar la cabeza.

Da una última chupada al cigarrillo y lo arroja hacia las llamas. El cigarrillo desaparece entre los troncos apilados.

– Desapadeció -dice el Segundo.

Las llamas suben más y más y se multiplican. Producen un sonido seco, más continuo que ellas mismas pero menos nítido. Sobre las caras lustrosas a causa del calor, las llamas se reflejan imperceptibles y el resplandor del fuego es comido por la claridad del atardecer. Como no sopla ningún viento el humo sube despacio hasta cierta altura, para desplazarse después horizontal en el aire, por encima de las seis cabezas inclinadas hacia el fuego. Hasta el punto en que se quiebra y comienza a diseminarse, los bordes de la columna son ondulantes y su superficie es crespa, como la lana de un cordero; después se alisa y se adelgaza sin volverse sin embargo más transparente, aunque se desplaza con más lentitud que la masa ondulante. Después se mezcla en la altura con las hojas de los árboles. La columna ondulante se mueve de un modo tan regular y continuo, del mismo modo que las llamas, que crecen por enviones imperceptibles y que surgen en círculo desde el centro de la hoguera formando una especie de corona, que el conjunto de humo y hoguera, e incluso hombres, da la ilusión de una cierta inmovilidad. Sin mediar palabra, el Carozo da un salto rápido en su lugar y después sale como disparado en dirección a la parte delantera de la casa. La Teresita y el Ladeado lo siguen, poniéndose en movimiento de un modo tan brusco como él, como si se hubiesen arrancado a la fascinación de la hoguera mediante un tirón violento y escapasen por temor de recaer en ella. Wenceslao los mira doblar la esquina del rancho y desaparecer. Los "ve", por un momento, desembocar en el patio delantero uno detrás del otro reunirse fugazmente y volver a dispersarse, persiguiéndose entre las sillas y la mesa, entre los árboles, alrededor del viejo sentado en la cabecera y de la vieja que fuma parsimoniosa su cigarro mientras la Negra pasa una y otra vez el peine haciéndolo chasquear, sobre su cabellera lisa. Pero la voz de la Negra suena de golpe a sus espaldas, viniendo desde la parte trasera del rancho, haciéndolo darse vuelta y produciendo en Rogelio y en el Segundo rápidos movimientos de cabeza en dirección a ella.

– ¿Ya prendieron el fuego? -dice, acercándose.

– No, ¿y esto qué es? -dice el Segundo.

Detrás de la Negra aparecen Amelia y Rosita. Caminan más despacio que la Negra, y parecen haber estado hablando de algo íntimo. La blusa azul eléctrico de Amelia es de una seda lisa, brillante, y la pollera colorada de una especie de tela cruda tiene toda una serie de arrugas horizontales desde la mitad superior de los muslos hasta el vientre. Sobre el labio superior de Rosita hay cuatro o cinco gotas de sudor.

– Qué rápido -dice la Negra, parándose al lado del Segundo y mirando las llamas. Suspira y sus ojos se abren enormes en la contemplación del fuego.

– Gdacias a mí que tdaje la mejod leña -dice el Segundo.

Wenceslao lo mira.

– Ahora cuando vayamos al almacén -dice- vamos a dejarte a cargo de la parrilla. Ojo que nadie se acerque.

– Ojo con andar metiendo la mano también -dice Rogelio.

Amelia y Rosita se instalan en el círculo y abren a su vez los ojos y se quedan contemplando con fijeza las llamas, de cuyas puntas se desprende a veces un puñado de chispas. El vestido descolorido de Rosita, estampado en florcitas azules, se ha ido adelgazando con las lavadas y ahora transparenta un poco entre sus piernas separadas. Por la parte delantera aparecen Teresa y la Teresita. Traen una toalla y un jabón y se paran al lado de la bomba. Ni siquiera miran al grupo colocado en círculo alrededor del fuego; únicamente Wenceslao ha alzado la cabeza para mirarlas: Teresa comienza a bombear y la Teresita se inclina bajo el chorro de agua y empieza a lavarse la cara, el cuello y los brazos. El Ladeado aparece también desde la parte delantera, arrastrando una silla que deja junto a la bomba. Se da vuelta y se va, desapareciendo otra vez en la parte delantera.

– Sí, ojo -dice Wenceslao.

La Negra se ríe.

– No le diga nada, tío, que no vale la pena -dice.

– No va dejar ni los huesos -dice Rogelio.

– Tdaigan un salamín de lo Bedini, pod si acaso -dice el Segundo.

Deja de mirar el fuego y sacude la cabeza.

– Debe ser más duro que un burro -dice la Negra.

– Cadneenlá a la Negda, que es puda gdasa -dice el Segundo.

La Teresita se enjuaga y comienza a secarse. Teresa espera parada al lado, apoyando una mano en la palanca de la bomba. Con minucia, la Teresita refriega con la toalla su cuello, sus brazos, su cara seria y retraída. La Negra tiene un paquete de cigarrillos "Chesterfíeld", todo arrugado, en el cinturón. Lo saca y ofrece. Wenceslao acepta. Rogelio, en cambio, rechaza el paquete sacudiendo la mano.

– Recién tiré -dice.

Wenceslao observa un momento el cigarrillo, haciéndolo girar entre los dedos, y después lo acerca a su nariz y lo huele. La cara plácida y puntiaguda de Amelia se vuelve hacia él cuando percibe que Wenceslao le ha echado una mirada fugaz en el momento de oler el cigarrillo. Ahora la Te resita deja la toalla en el respaldo de la silla y se sienta, poniendo los pies bajo el chorro de agua que sale por la canilla cuando Teresa comienza a bombear. Wenceslao pone el cigarrillo entre sus labios y palpa el bolsillo de su camisa buscando la caja de fósforos. La saca, enciende uno, y aproxima la llama al cigarrillo que cuelga de los labios de la Ne gra. Al inclinarse levemente para tocar la llama con el cigarrillo, la Negra hace tintinear sus joyas de fantasía. Aunque no hay viento, protege la llama con sus manos dejando ver las uñas pintadas de lila. Al erguirse, un nuevo tintineo de chafalonías acompaña su movimiento. Después Wenceslao enciende su propio cigarrillo y tira el fósforo entre las llamas. Da una larga chupada y expele el humo despacio. Los dos chorros de humo, el de Wenceslao y el de la Negra, van rectos y horizontales a mezclarse con la columna ondulante que fluye de la fogata. Al entrar en ella, el humo de los cigarrillos agranda su espesor. Un montón de pájaros viene de golpe y se entrevera en la fronda de los árboles, gorjeando y persiguiéndose de rama en rama. Wenceslao alza la cabeza y los ve reunirse otra vez y salir bruscamente en bandada. La mano de uñas lila sostiene el cigarrillo a la altura de las grandes tetas que abultan la blusa amarilla. La pollera multicolor se llena de pliegues cuando la Negra hace un movimiento para cambiar el pie de apoyo. Ahora hay un tumulto entre las llamas que disminuyen un poco y después vuelven a crecer con un envión súbito, hacia un costado primero, como si un viento imperceptible las hubiese inclinado, y después hacia arriba. El bombeo lento de Teresa se detiene, pero el chorro de agua sigue saliendo y cuando la Teresita retira sus piernas y comienza a secárselas apoyando una de ellas en el travesaño de la silla y cruzando la otra sobre el muslo de la primera, Teresa se inclina hacia el chorro y ahuecando las manos recoge un poco de agua y se la toma. Ya no hay sol en ese costado de la casa, aunque sí una claridad intensa como para que el resplandor de las llamas se disipe en ella. Del patio delantero llegan las risas de los chicos y después la voz de Rosa, gritándoles.

– Si le gustan, tío, le dejo un paquete -dice la Negra.

Wenceslao mira el cigarrillo un momento y después da otra pitada larga.

– Carajo, sí -dice.

– De haber sabido -dice la Negra – traía una caja. Son suavecitos suavecitos -dice Wenceslao.

La Negra ha conservado el paquete arrugado en la mano y lo estira otra vez hacia Rogelio.

– Tome, tío, sírvase -dice.

– Para probarlos, nomás -dice Rogelio, retirando uno del paquete.

Aunque la Negra no lo ha convidado, el Segundo mete la mano y saca también un cigarrillo. Lo mira un momento y después lo huele.

– El patdón del quiadedo tamién fuma de éstos -dice-. Son impodtados.

Rogelio se inclina hacia las llamas y aplica a una de ellas la punta del cigarrillo. Después lo retira y lo chupa dos o tres veces hasta hacerlo arder bien. El Segundo agarra el cigarrillo con los dedos, por la punta, lo sacude en el aire mostrándolo a la concurrencia en general y guardándolo en el bolsillo de la camisa comenta:

– Pada la odeja.

– Sí -dice Rogelio-. Son bien suavecitos.

– Yo los consigo baratos -dice la Negra -. Pero hay que tener cuidado, porque a veces los fabrican en Avellaneda.

Antes de cada chupada, Rogelio mira con atención su propio cigarrillo.

– Yo esos sin filtro no los puedo fumar -dice Amelia.

Wenceslao mira su cara filosa y neutra. Amelia enrojece, alza la mano y se toca el cabello.

– Yo es al revés -dice la Negra -. Con filtro no les siento ningún gusto. Es como si no fumara nada.

Rosa aparece en la esquina del rancho, desde la parte delantera, y se queda parada.

– ¿Qué pasa ahí que hay tanta gente? -dice.

Todas las cabezas se vuelven hacia ella. Se queda inmóvil. Más acá está la bomba, a cuya izquierda, junto a la palanca, Teresa está pasándose el dorso de la mano por la boca, para secársela, y la Teresita se refriega la segunda pierna con la toalla blanca que se sacude sin cesar. De todas las cabezas, la de la Teresita es la única que no ha girado en dirección a Rosa y continúa inclinada hacia las manos que refriegan la toalla blanca contra la pierna. El cuerpo de Rosa enfundado en un vestido verde que acaba de ponerse para la noche resalta junto a la pared blanca del rancho y contra el fondo sombrío de las ramas de los paraísos del patio delantero.

– No faltabas más que vos -dice Wenceslao.

– Yo con usted no me junto -dice Rosa-. Negra vení una cosa.

– Sí, tía, voy -dice la Negra.

– Vos también vení, Rosita, que tenés que cambiarte -dice Rosa-. Venga usted también, señorita, no se quede con esos dos viejos que de este lado está la gente joven.

Todos se echan a reír, salvo la Teresita. Wenceslao sacude la cabeza y después ve cómo Rosa vuelve a desaparecer -el vestido verde, que se ha esfumado, ha de estar en ese momento costeando la pared blanca en dirección a la puerta del rancho- y cómo las tres mujeres se alejan en fila india hacia adelante, Amelia primero, después Rosita, por último la Negra; atraviesan el punto en el que ha estado parada Rosa con su vestido verde, después de pasar junto a Teresa que las sigue y pasa a su vez por el mismo punto en el que estaba el vestido verde y por el que han pasado las tres mujeres, y junto a la Teresita que en el momento en que Teresa comienza a caminar se pone las zapatillas y se para. Recoge la toalla y la silla y sigue a su madre, que ya ha desaparecido, y pasando por el punto en el que ha estado Rosa con su vestido verde, dobla la esquina del rancho y desaparece a su vez. Las risas han decrecido, resonando un momento por encima de los crujidos tensos del fuego, y después se han apagado. Por un momento, no se oye más que la crepitación de las llamas. Wenceslao y Rogelio fuman en silencio, mirando el fuego. El Segundo suspira y se va en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba en la que ha estado Teresa bombeando con lentitud y la Teresita sentada en la silla refregándose las piernas con la toalla blanca, y atravesando el punto en el que ha estado el vestido verde dobla la esquina del rancho y desaparece. Ha de estar caminando en el patio delantero, hacia la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados, en silencio, en un lugar en el que la penumbra ya ha de ser más densa. Algo se desmorona en el interior de la fogata produciendo un chisporroteo, un crecimiento fugaz de las llamas que después vuelven a su movimiento parejo y monótono, y una turbación intensa en la columna de humo.

– Apenas pongas el cordero vamos a lo Berini -dice Rogelio.

– Sí -dice Wenceslao.

Da una pitada a su cigarrillo y lo tira entre las llamas. El cigarrillo pega contra un pedazo de leña y cae a un costado de la hoguera. Wenceslao lo pisa dejándolo achatado contra la tierra. Rogelio está parado del otro lado de las llamas, frente a él. Mira el fuego, pensativo. Después sacude la cabeza.

– Venir a decir que todavía está de luto -dice. Se aleja unos pasos del fuego y se apoya con una mano sobre la semiesfera blanca del horno. El cigarrillo, consumido en sus tres cuartas partes, cuelga de sus labios bajo el bigote negro.

– ¿Cómo va estar de luto todavía? -dice. -Que me pongan a mano la sal -dice Wenceslao. -Sí, Layo, sí -dice Rogelio-. Van a ponerte la sal a mano, perdé cuidado.