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Se incorpora y empieza a caminar en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba, atraviesa el punto en el que ha estado el vestido verde, bordeando la pared blanca, y desaparece en la esquina del rancho. Ha de estar bordeando la pared del frente, blanca, en dirección a la puerta. Ha de estar dirigiéndose a la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados en silencio. Ha de estar en este momento pasando junto a la puerta del rancho y siguiendo de largo en dirección al otro lado de la casa en el que están el excusado y el gallinero.

Ha de estar atravesando la puerta del rancho. Wenceslao se acuclilla, mirando el fuego, y en el momento en que fija los ojos en él, algo en el interior de la fogata se desmorona con una serie de explosiones apagadas, un chisporroteo, y un tumulto intenso en la columna de humo. El calor ha trabajado la pila de leña por dentro, y la madera está intacta todavía en su parte exterior. Salen llamas por los intersticios, todo alrededor, y curvándose como si quisieran eludir voluntariamente la parte externa de la madera para ir comiéndola exclusivamente desde adentro, se vuelven a reunir en una sola punta móvil por encima de la leña. Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible. En el centro de la esfera inmóvil y precaria algo está en expansión, desplazándose no sólo a sí mismo, sino también a toda la esfera, algo que está en la esfera, en su centro, pero que no es la esfera misma y que sin embargo la desplaza, ya que puede verse bien cómo avanzan sus bordes comiendo la madera. No se sabe muy bien cómo la pila de leña se sostiene viendo ese vacío rojo atravesado por fragmentos ígneos que se desprenden a veces y lo rayan como meteoros. Al acuclillarse, inclinándose un poco hacia la esfera para mirarla mejor, Wenceslao siente el calor en su cara, un calor seco, brusco. Durante un momento mira sin moverse. Después saca la mano derecha de sobre la rodilla, donde la había apoyado al acuclillarse, y va acercándola despacio, con gran precaución, a la esfera roja. A medida que la mano avanza, sus ojos van entrecerrándose, sin dejar de estar fijos en el fuego. Suena dura la crepitación de las llamas. En la boca de la esfera, la mano se detiene, manchada por el resplandor rojo que se expande hacia el exterior. Cuando, de golpe, toda la estructura precaria se desmorona, en medio de un chisporroteo intenso y una elevación súbita de las llamas, Wenceslao retira rápidamente la mano y se para de un salto.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesarla la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviese una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla, en compañía de su padre, ha bajado el declive del caminito de arena con el Ladeado, ha vacilado un momento decidiéndose por fin a cruzar en la canoa amarilla de Rogelio y no en la verde que se balanceaba despacio bajo los sauces, al lado de la amarilla, ha ido viendo alejarse el rancho y el paraíso redondo y los árboles amontonados atrás, más altos que el techo de paja de dos aguas, ha venido hablando con el Ladeado en la canoa amarilla y comiendo brevas de la canasta acomodada en el piso de la canoa, ha atravesado el montecito en dirección al patio trasero de la casa de Rogelio, viéndolo dejar de dividir el pescado con la cuchilla y darse vuelta en el momento de atravesar con el Ladeado el borde de paraísos, dejar atrás el montecito y desembocar en el patio trasero, ha sentido subir el sol lento y como blanco en un cielo azul todo atravesado de rayas doradas, ha entrado en el patio del almacén viendo a los dos Salas, a Chin con barba de varios días y a dos hombres más tomando cerveza bajo los árboles, saludándolos en el momento en que Agustín salía volando por la puerta del almacén y caía al suelo, seguido por Berini que parecía dispuesto a golpearlo, ha dejado un momento su vaso sobre el mostrador del almacén aplastando una mosca, medio atontada por el flit y la creolina, que había estado dando vueltas en redondo sobre el mostrador, zumbando enloquecida sin poder levantar vuelo, ha limpiado después el culo del vaso dejando caer la mosca al suelo, ha vuelto al rancho de Rogelio, en fila india, detrás de Rogelio y delante de Agustín, oyendo un tintineo de monedas en el bolsillo de Rogelio y de vez en cuando las quejas monótonas, vagas, incoherentes de Agustín contra Berini, ha estado comiendo en la cabecera de la mesa y viendo avanzar por el camino amarillo, por encima de la cabeza blanca del viejo, las tres manchas -azul, verde, colorada- que resultaron ser las sombrillas de las hijas de Agustín y de su amiga Amelia que llegaban de visita de la ciudad después de dos años de ausencia, ha visto a la Negra sacar afuera la punta de la lengua y mordérsela mientras enfocaba a la familia entera con su cámara fotográfica, ha estado oyendo antes de dormirse, después de defecar, tirado bajo los árboles con el sombrero de paja tapándole la cara, las risas y los gritos de los muchachos que jugaban a las barajas en el patio trasero, ha acercado a su nariz el calzón de Amelia que colgaba de una rama sintiendo un olor húmedo y como salado, se ha negado a acompañar a Rosa a la isla para buscarla y pedirle que venga a pasar la noche con ellos, sabiendo de antemano que Rosa ha estado todo el tiempo convencida de que ella no iba a venir y convencido además de que si Rosa hubiese estado en la situación de ella habría actuado de la misma manera, se ha impacientado viendo a Rogelio pelear en broma con su hijo en el patio trasero, ha clavado el cuchillo en la garganta del cordero sintiendo cómo la carne, elástica, se abría al paso de la hoja y después se cerraba otra vez sobre ella, ha esperado una fracción de segundo con la hoja inmóvil en la garganta del cordero y en seguida ha hecho un movimiento brusco y violento hacia el costado, degollando, ha visto salir la sangre a chorros y acumularse en la palangana, ha cuereado, abierto desde la garganta hasta el vientre, vaciado y lavado el cordero y limpiado después sus órganos, ha ido hasta la barranca, desnudándose y zambulléndose dos veces en el agua, sumergiéndose y nadando en el fondo con la sensación imprecisa y continua de haber hecho lo mismo por lo menos una vez durante ese día, sin saber sin embargo por qué, ha tenido por un momento la esperanza de que Rosa lograría al fin traerla pero desde el agua ha visto las dos canoas que volvían sin ella, ha encendido el fuego, ha puesto sobre él la parrilla y acomodado después sobre ella el cordero entero y las achuras, ha dejado encendida una hoguera adicional junto a la parrilla para ir alimentando las brasas, ha dejado a cargo del Segundo la parrilla y el fuego, han regresado mientras oscurecía después de haber tomado unos vasos de vino y oído el resonar de las bochas en el patio cada vez más oscuro del almacén, después de recibir el abrazo de Chin, recién afeitado, por el camino plagado de mosquitos, han tomado otro vaso de vino en el patio, con el diariero, ha vuelto a hacerse cargo del fuego y del cordero, han comido las achuras repartiendo un pedacito a cada uno que cada uno pasaba a buscar junto a la parrilla, excepción hecha de los viejos a los que se les llevó su parte a la mesa, ha visto el humo subir lento entre las hojas de los árboles, disiparse en la altura, en la oscuridad, y ahora, sobre la mesa del patio trasero, bajo un farol que cuelga de uno de los travesaños que sostienen la parra, asistido por Rogelio y el Segundo, corta en pedazos el cordero, en partes equitativas para los que esperan sentados a la mesa bajo los paraísos en el patio delantero, a la luz de los faroles, y cuando termina de cortar deja las dos fuentes en manos del Segundo y de Rogelio que se las llevarán a las mujeres para que distribuyan las porciones.

Pasan junto a la parrilla, en la que hay todavía una mitad del cordero, junto a la hoguera adicional que no es más que una mancha rojiza y achatada, y doblando la esquina del rancho entran en el patio delantero. Rosa está medio inclinada, mostrándole a Amelia, que fuma un cigarrillo, el ruedo de su vestido verde; Amelia se inclina hacia la parte del vestido que Rosa le señala, observándola. Al ver a Rogelio, Rosa se separa bruscamente de Amelia y recibe la fuente. Amelia sigue fumando, una mano apoyada en la cadera. Se ha recogido el cabello y su cara neutra y filosa se mueve despacio dejando errar los ojos sobre el grupo que rodea la mesa; ve al pasar la cabeza del Chacho, que está sentado dándole la espalda, con el pelo mojado bien pegado al cráneo, y una camisa blanca transparente que deja ver la piel de su espalda y el contorno de su tórax; frente al Chacho están sentadas Josefa y la Teresita que se ha puesto el vestido nuevo, floreado, que Amelia ha visto comprar a la Negra, el día anterior, en la ciudad. Su mirada resbala por la blusa amarilla de la Negra, inclinada hacia el viejo en la otra punta de la mesa. A pesar de que la silla a la izquierda del Chacho está vacía, Amelia se dirige hacia el otro extremo de la mesa y se sienta entre la vieja, que espera inmóvil, y Rosita, que tiene un vestido verde de la misma tela y del mismo modelo que su madre. Al sentarse, Amelia ve a Rosa llegar a la cabecera, viniendo por el otro lado de la mesa, y tocar el hombro de la Negra diciéndole que le haga lugar. Casi todo el mundo habla y se ríe. Las voces de los chicos se elevan por sobre las voces de los mayores. Rosa deja caer el primer pedazo de carne sobre el plato del viejo, da la vuelta por detrás de él, y se inclina para servir un pedazo en el plato de la vieja. Después de servir a la vieja, Rosa deja un tercer pedazo en el plato de Amelia, un cuarto en el de Rosita, mientras ve venir, por el otro lado de la mesa, a Teresa, con la fuente que le ha entregado el Segundo, inclinarse ante cada plato, dejar un pedazo en él, y seguir después en dirección opuesta a la de Rosa. Cuando recibe su porción, Rosita corta un bocado y se lo lleva a la boca, pero al percibir que los demás permanecen inmóviles, esperando que todos estén servidos antes de empezar a comer, vuelve a dejar los cubiertos sobre la mesa de madera, uno a cada lado del plato. Observa con disimulo a Amelia, el cuello ahora más largo a causa del pelo recogido, la blusa azul eléctrico que brilla en los pliegues. Mientras mastica, los músculos de su cara se mueven alrededor de los pómulos y en las mejillas, y después deja de masticar un momento y traga, con algún esfuerzo, como si se hubiese apurado para disimular. Del otro lado de la mesa, en dirección al rancho, entre Josefa y el Carozo, la Teresita le sonríe y le hace señas con la mano. Rosita no entiende su significado. La Teresita se pone seria otra vez y deja de mirar a su prima. Bajo la luz intensa de los tres faroles, las caras brillan húmedas. La esfera de sombra que ha preservado el lugar del calor durante todo el día se ha convertido ahora en una gran esfera iluminada asentada inmóvil en el centro -o en algún punto- de la oscuridad. La luz mancha las hojas de los árboles y las hace brillar. Teresa va dejando caer en los platos pedazos de carne asada, en sentido inverso al de Rosa, que viene hacia ella, efectuando la misma operación, desde el otro extremo de la mesa. Deja un pedazo en el plato de Josefa, otro en el de la Teresita, un tercero en el del Carozo. La silla a la izquierda del Carozo está vacía. Después que Teresa ha dejado un pedazo de carne frente a la silla vacía, el Segundo la retira y se sienta en ella. Frente a él hay dos sillas vacías. Detrás de las sillas está el patio vacío, la luz que va disminuyendo gradualmente y que por fin se disipa en la oscuridad, entre los espinillos que se agolpan contra el terreno. Sin mirar a su alrededor, el Segundo empieza a comer, cortando grandes bocados que se lleva a la boca y mastica despacio, con la boca entreabierta. Salvo las dos mujeres que van flanqueando la mesa, inclinándose ante cada plato para dejar en él un pedazo de cordero el Segundo es el único que se mueve en medio del grupo inmóvil. Al oír la voz de Rogelio vuelve bruscamente la cabeza y ve aparecer a sus tíos doblando la esquina del rancho, viniendo desde la parrilla. Ve que enfrente, a su derecha, el Chacho, sobre cuyo plato en ese momento Rosa está inclinándose para dejar un pedazo de cordero, alza la cabeza y mira en la dirección en la que han aparecido sus tíos. El Chacho está callado, taciturno, y su mirada parece rebotar contra sus tíos y después deslizarse hacia la derecha, lamiendo primero el vestido inmóvil de su madre y después el vestido de su hermana, a rayas horizontales gruesas, blancas y coloradas. Josefa le sonríe pero no obtiene respuesta, porque ya la mirada del Chacho está resbalando sobre la cabeza de la Teresita, sobre la camisa blanca del Carozo, sobre la camisa blanca del Segundo que corta la carne en su plato con torpeza, velozmente, y después sobre la camisa blanca de Rogelito, sobre el Ladeado que mira con fijeza y como con asombro la carne en su plato, sobre la blusa amarilla de la Negra, sobre el viejo, que cuando ve llegar a Rogelio y a Wenceslao junto al extremo opuesto de la mesa, alza la mano en señal de bienvenida sin que ninguno de los dos advierta su ademán. Rosita y Amelia charlan en voz baja y en el momento en que el viejo alza la mano para saludar a Rogelio y Wenceslao, la Negra le toca el brazo y le señala la comida en su plato diciéndole que comience a comer. Sobre la mesa hay diseminados pan, vasos, botellas de vino, fuentes de ensalada, soda. Las cuatro botellas de vino están húmedas, por haber estado sumergidas en agua, y a una de ellas le falta la etiqueta y otra la tiene desgarrada en la parte inferior. Chacho agarra la botella más próxima a él, a su derecha, y se sirve vino, llenando el vaso hasta los bordes sin sin embargo derramar una sola gota. Al dejar la botella sobre la mesa golpea con ella un vaso vacío y lo vuelca; el vaso rueda sobre la madera de la mesa en dirección a la Teresita, que lo detiene y lo vuelve a poner sobre su base. Rogelio y Wenceslao llegan a la mesa cuando Rosa, inclinada, sirve el último pedazo de cordero en el plato de Rogelio, exactamente en el mismo momento en que Teresa sirve a su vez un pedazo en el plato de la Negra, en el extremo opuesto. Rogelio espera que Rosa se retire y después se sienta; Wenceslao ocupa la cabecera. Rogelio le hace un gesto afable a Agustín indicándole que comience. Agustín se dirige al Chacho pidiéndole la botella de vino. El Chacho la recoge y se la alcanza. Agustín llena su vaso hasta la mitad, el de Wenceslao hasta el tope, el de Rogelio hasta las tres cuartas partes y después deja la botella sobre la mesa. Rogelio agarra la botella a su vez y llena el vaso de Josefa. Las rayas horizontales anchas, blancas y coloradas, se fruncen un poco cuando Josefa agradece a Rogelio con un movimiento impreciso y alza el vaso, mandándose un largo trago. Después deja el vaso sobre la mesa y vuelve a quedar silenciosa, rígida, las manos sobre la falda, mirando por entre los hombros de Rogelio y del Chacho un punto impreciso en dirección al monte de espinillos. Su madre se inclina fugaz sobre ella para decirle que coma cuando pasa con la fuente vacía en dirección al patio trasero. El vestido verde de Rosa desaparece en la esquina del rancho cuando Teresa llega a la punta de la mesa. Rogelio la ve doblar la esquina blanca del rancho y desaparecer. Parada junto a la parrilla, con la fuente vacía en la mano, observando la mitad del cordero que se asa todavía despidiendo una columna de humo oblicua y plácida, Rosa ve venir a Teresa con la otra fuente vacía. Juntas van hasta el patio trasero y dejan las fuentes sobre la mesa, una al lado de la otra: sobre la loza cachada la grasa ha comenzado a enfriarse y esquirlas de carne cocida aparecen pegoteadas en la superficie. Teresa vuelve al patio delantero. Al doblar la esquina blanca del rancho, después de pasar junto a la parrilla y a la bomba, ve la mesa entera en la que no faltan más que Rosa y ella. Pasa junto a Wenceslao en la cabecera, detrás de Rogelio, del Chacho, que mastican inclinados sobre sus platos, y después de dejar atrás la silla vacía de Rosa se sienta al lado de Rosita, a su izquierda. Amelia está probándole a Rosita un anillo de fantasía: sostiene con su mano izquierda la derecha de Rosita, que está elevada con los dedos separados y la palma hacia abajo, y con la derecha le introduce el anillo en el anular. Rosita se mira atentamente la mano, sin atreverse siquiera a sonreír. En la otra punta de la mesa, Wenceslao, que ha seguido con la vista, mientras escuchaba hablar a Rogelio, el trayecto de Teresa, siguiéndola incluso en el momento de sentarse, y viendo por lo tanto a Amelia inclinada hacia Rosita para meterle el anillo en el dedo, alza el tenedor hacia su boca con el primer bocado de cordero. Lo saca del tenedor con los dientes y lo empieza a masticar. Mientras atraviesa el patio trasero en dirección al excusado Rosa mira la parra entretejida contra cuyas hojas se quiebra la luz del farol. Dobla hacia la izquierda y cruza con rapidez el espacio que la separa del excusado. Entra con precaución y deja la puerta entreabierta para no quedar sumergida en la oscuridad que huele a excremento seco y a creolina. Rosa tantea el suelo con el pie para no meterlo en el hueco, y cuando se orienta abre las piernas, afirmándose, y comienza a alzarse la pollera. Se baja los calzones hasta las rodillas y después, acuclillándose, comienza a orinar. Le llegan voces confusas del patio delantero, y por sobre todas ellas la de la Negra, que suena ronca y como furiosa. Sin embargo, la Negra no sabe bien por qué grita: no ha visto más que a Wenceslao toser, con la cara roja, y después pararse bruscamente, lo mismo que Rogelio, que le golpea la espalda con la mano abierta. La silla de Wenceslao cae hacia atrás. Rosita pega un tirón y retira su mano de entre las manos de Amelia, y las dos miran en dirección a Wenceslao y a Rogelio. La Negra también se ha parado, gritando. El viejo alza su vaso de vino en la mano derecha y lo golpea con el índice de la mano izquierda, sacudiendo ambas manos en el aire y en dirección a la otra punta de la mesa, sugiriendo a Wenceslao un trago de vino. Atragantado con el primer bocado de cordero, Wenceslao tose y siente que le saltan las lágrimas. Todas las caras, sorprendidas, gesticulantes, están vueltas hacia él. Rogelito ha quedado con el tenedor suspendido en el aire, a mitad de camino hacia la boca; Josefa abre unos ojos desmesurados por encima del vaso de vino que está tomando a sorbos. El Ladeado se ha incorporado un poco para ver mejor. El torso amarillo y prominente de la Negra se sacude, estremecido, mientras la Negra grita y extiende el brazo en dirección a sus tíos. Cálido, ácido, pesado, el orín cae por entre las valvas de Rosa, se desvía entre sus pliegues, choca contra los bordes del hoyo circular, y después resuena al caer en el fondo del resumidero negro. Por momentos salpica sus pantorrillas, imperceptible, y su olor se mezcla al de los excrementos almacenados en el fondo y al de la creolina. Josefa deja por fin el vaso sobre la mesa y se incorpora a medias, como si estuviese dispuesta a levantarse para socorrer a su tío, pero advierte que la expresión de Wenceslao es ya más tranquila y que el color rojo que manchaba su cara ya está borrándose. Pasándose el dorso del brazo por los ojos, Wenceslao se seca las lágrimas. Después carraspea durante un momento, los brazos separados del cuerpo, encogido, los ojos desmesuradamente abiertos otra vez pero atentos a lo que está pasando en su garganta. Rogelio sigue parado, un gesto a medio realizar que no se sabe muy bien cuál es pero con el que trata de poner en evidencia su deseo de ayudar. En la otra punta de la mesa, exactamente en la otra punta, la Negra se sienta por fin. El viejo sigue elevando su vaso de vino con la mano derecha y golpeándolo con el índice de la izquierda, semisonriente, pero nadie le presta atención. Wenceslao parpadea, alzando la silla y acomodándola frente a la mesa, y se vuelve a sentar. Rogelio se sienta a su vez. Cuando el chorro de orín se detiene, después de dos o tres enviones últimos cada vez más débiles, Rosa se para y se levanta los calzones. Al entrar en contacto con las valvas peludas, la tela delgada del calzón se humedece un poco. Rosa se baja el vestido, alisándolo dos o tres veces con las palmas de las manos en el regazo y en los flancos, y sale del excusado. En esos pocos minutos sus ojos se han habituado algo a la oscuridad, y cuando llega al patio trasero la luz del farol que cuelga de uno de los travesaños de la parra la hace parpadear. El volumen de las voces aumenta cuando dobla la esquina del rancho, pasa junto a la parrilla y se detiene a un costado de la bomba; da dos bombeadas rápidas que repercuten con un ruido seco y metálico, y después abre la canilla y deja que el agua fría corra sobre sus manos, refregándoselas. Todavía está corriendo agua por la canilla, cuando continúa en dirección al patio delantero sacudiendo las manos en el aire para secárselas. Al entrar en el patio delantero, ve la mesa que brilla en el interior de la esfera de claridad. Teresa le hace una seña desde su lugar mostrándole la silla vacía. Rosa pasa al lado de Wenceslao, detrás de Rogelio y del Chacho, y se sienta entre Teresa y el Chacho. Ve, por sobre la cabeza del Carozo, las ramas más bajas del paraíso todas manchadas por la luz de los faroles. La Negra, que ha estado hablando con la vieja a través de la mesa, vuelve la cabeza hacia Rosa y le pregunta dónde ha estado. Rosa sacude los hombros sin contestar. Por mirar a la Negra mientras habla con Rosa, distrayéndose, el Segundo deja volcar sobre su camisa blanca un poco del vino que está llevándose a la boca. Tres gotas redondas color violeta, con los bordes dentados, quedan impresas en su camisa blanca, bajo la tetilla derecha. El Segundo deja el vaso sobre la mesa, sin tomar, y sacando un pañuelo oscuro del bolsillo trasero de su pantalón se seca la mano derecha, que ha sido también salpicada, y trata inútilmente de borrar los tres redondeles violetas de bordes dentados de su camisa blanca. Por un momento nadie habla: inclinados sobre sus platos, elevando hacia los labios entreabiertos los bocados de carne asada o un vaso de vino, macerando los alimentos en la boca con distintos ritmos de masticación, producen un silencio largo atravesado por el tintineo súbito de los cubiertos contra los platos, de las botellas golpeando contra el borde de los vasos, de los pies cambiando de posición y chocando contra la tierra dura bajo la mesa, de los crujidos de las sillas, de los sacudimientos de la madera; las fuentes verdes de ensalada, salpicadas del rojo de las rodajas de tomate, pasan de mano en mano y después quedan sobre la mesa produciendo un ruido rápido y sin ecos al chocar contra la madera: los sonidos parecen chocar contra las caras sudorosas y después repercutir y diseminarse. Sobre los platos, los pedazos de cordero van quedando sin carne, mostrando, a medida que son devorados, unos huesos blancos llenos de filamentos exangües y pegoteados. Sobre la superficie de los platos se va formando una película pastosa, pegajosa. Al vaciarse, algunos vasos dejan ver sobre sus paredes transparentes la marca de huellas digitales casi invisibles impresas con grasa. Hay únicamente dos vasos de vino llenos hasta el borde: el de Wenceslao y el de Rosa, que el Chacho acaba de llenar. El resto de los vasos contiene diferentes cantidades de vino, de modo que la altura del líquido oscuro varía de vaso a vaso: el de la Ne gra, está casi vacío; el del Segundo, lleno hasta la mitad; el de Rogelio deja ver dos centímetros de vidrio transparente en la parte superior, el de Agustín no tiene más que un sedimento en el fondo que no alcanza ni siquiera para un trago. Wenceslao alza su vaso y toma un trago corto, con precaución, retira el vaso de los labios, traga despacio, comprobando que puede hacerlo sin dificultades, y vuelve a llevar el vaso a sus labios para tomar un trago más largo. Cuando vuelve a dejar el vaso sobre la mesa, no está lleno más que hasta la mitad. Obedeciendo a una orden de Rogelio, que grita desde el otro extremo de la mesa, Rogelito se levanta para traer más vino. Pasando por detrás del Ladeado, del Segundo, del Carozo, de la Teresita del vestido a rayas gruesas blancas y coloradas, horizontales, de Agustín, deja atrás la mesa y después de atravesar el espacio vacío que separa la mesa del rancho entra en el rancho. Sobre una mesa hay un fuentón con hielo y dentro están las botellas acomodadas, semienterradas entre los pedazos de hielo. Saca un pedacito de hielo que flota en el agua, lo sacude y se lo lleva a la boca. Se queda chupando un momento, con la boca abierta, succionando el cristal helado, y dos veces lo escupe en la palma de la mano y se lo vuelve a meter en la boca. El pedazo de hielo produce una protuberancia cada vez más pequeña en sus mejillas, la izquierda o la derecha según vaya acomodándolo con la lengua. Mientras lo chupa, después que lo ha escupido por tercera vez en la palma de la mano y se lo ha vuelto a meter en la boca, comienza a desenterrar las botellas de entre el agua y el hielo que las cubren en el fuentón. Saca cuatro. Lleva dos en cada mano, y cuando vuelve a atravesar en sentido inverso el hueco de la puerta del rancho y sale al patio, el último trago de agua helada se ha entibiado un poco en su boca y ha pasado a través de su garganta. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida, dentro de la esfera iluminada. Rogelito llega a la esquina de la mesa y deja una de las botellas llenas al lado de una botella vacía, frente a su padre. Después pasa por detrás de Rogelio, por detrás del Chacho cuyo cabello, al comenzar a secarse, va dejando de estar achatado contra el crá