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La canoa se ha deslizado el último tramo sin necesidad de los remos, uno de los cuales yace en el fondo de madera. La canoa toca la costa. La niebla rodea todo, compacta, húmeda y blanca, y ellos dos y la canoa son lo único que se ve. No se ve ni el agua, como si la canoa y sus dos ocupantes, sentados uno frente al otro, constituyesen el único centro móvil y corpóreo flotando indeciso en la nada. Al tocar la costa y vararse la embarcación débil vibra y se estremece, y el hombre, sentado de espaldas a la dirección que han venido llevando, vuelve lento la cabeza cubierta por un sombrero gastado de fieltro negro. El chico mira siempre, ansioso pero en retardo, en la dirección que sigue la mirada del padre.

– Llegamos -dice Wenceslao.

– Parece que sí -dice el padre.

Sus ojos escrutan la masa blanca y espesa de la niebla, entrecerrándose. El aire líquido ha ido empapándolos, gradual. Wenceslao tiembla aunque en noviembre no hace frío, y mira con ansiedad la cara de su padre para encontrar en ella la explicación de esa niebla blanca que ha borrado lo que ellos conocían hasta media hora antes como "el río" y "la isla", pero el padre no ve la mirada de Wenceslao; se incorpora, con gran lentitud y cuidado, y recoge la cadena. La canoa varada apenas si se mueve. El cuerpo del padre se recorta nítido y lleno de relieves contra ese fondo de niebla que muerde los contornos de su figura. Cada vez que mueve los brazos haciendo correr la cadena que emerge rechinando del fondo de la canoa, parece fundar en medio de la nada núcleos corpóreos nuevos y fugaces, como si la niebla, en vez de retroceder, se abriera para después cerrarse, devorándolos. El padre aferra por fin el extremo de la cadena, del que cuelga una cuña de hierro, y se da vuelta, elevándose un momento al pararse sobre el vértice de la proa, y reduciéndose después al saltar al suelo (es el suelo, porque de haber caído en el agua Wenceslao hubiese oído el chapoteo). No sólo se ha reducido: se ha desvanecido también de golpe en la niebla y su corporeidad consiste ahora en unas manchas oscuras que relumbran húmedas y se mueven transformándose, incesantes. Parecen la figura de un hombre vista a través de un vidrio empañado. Después las manchas avanzan, adelantándose, moviéndose, atraviesan la envoltura húmeda y mordiente de la nada, y cuajan otra vez, después de metamorfosearse varias veces y vacilar, en la figura de su padre elevándose al pisar la proa de la canoa que se estremece un poco, y reduciéndose y volviéndose patente otra vez al sentarse frente a Wenceslao. Es la mirada de su padre, cuyos ojos sonríen de un modo vago, lo que le revela a Wenceslao que no ha respirado durante varios segundos y que tiene la boca abierta y las manos crispadas aferradas al borde del asiento de madera.

– ¿Qué le pasa, mi amigo? -dice el padre.

– Nada -dice Wenceslao.

– No tenga miedo -dice el padre. Comienza a sacar las cosas del fondo de la canoa. Está sentado con las piernas abiertas, los pantalones rotosos empapados, y se inclina hacia adelante sacando la escopeta cubierta por una funda de lona.

– Tenga -dice, dándole la escopeta a Wenceslao, que agarra la escopeta con las dos manos y después la apoya sobre sus rodillas. El padre saca un bulto envuelto en un trapo sucio y se lo entrega.

– Tenga esto también -dice.

– ¿Cuándo va irse esta niebla, papá? -dice Wenceslao.

– Cuando suba el sol -dice el padre.

– ¿Estamos en la isla ya, papá? -dice Wenceslao.

– Sí -dice el padre.

– ¿Hay siempre niebla a esta hora, papá? -dice Wenceslao.

– A veces -dice el padre.

– ¿Viene mucha gente a la isla? -dice Wenceslao.

– A ésta casi nadie -dice el padre-. Si Dios quiere, en enero vamos a limpiar una parte y nos vamos a mudar aquí.

El padre saca las trampas para las nutrias y un palo recto. Va poblando el reducido universo corpóreo y errátil con otros objetos que saca de la nada y que van encontrando su lugar en el sistema cerrado que constituyen. Después agarra el palo y una bolsa de lona que cuelga de su hombro y tercia sobre el pecho. Guarda el bulto envuelto en el trapo sucio y otro paquete, hecho con papeles de diario, dentro de la bolsa, y se tercia también la escopeta en sentido contrario a la bolsa. Se para, enderezándose el sombrero, y recoge el palo. Todo está húmedo y el palo reluce sin destellar en medio de esa luz -o de esa ausencia de luz- líquida.

– Vení conmigo -dice el padre.

Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao hace lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban "la canoa". Un pequeño fragmento de tierra los acompaña, un manchón amarillento -ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer- sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio -un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tierra- que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persistentes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orientarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su padre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio superior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mirada y hacerla retroceder. No le responden más que la quietud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levantado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visible aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado también el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blancas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.

– Un momento -dice el padre-. Un momentito.

Avanza unos pasos y la figura pierde primero todos sus relieves, antes de perder su nitidez. Otra vez son unos manchones oscuros, vagos y destellantes, que ondulan, se agrandan y se achican, como organismos vivos, envueltos en capas cada vez más densas de partículas húmedas que se arremolinan a su alrededor.

– Vení, Layo -dice el padre.

Wenceslao avanza y recupera otra vez el cuerpo nítido, la cabeza cubierta por el sombrero negro, el bigote negro sobre el labio superior y la mirada preocupada y escrutadora.

– Creo que es por aquí -dice el padre.

Ahora no ha hablado con Wenceslao sino consigo mismo, con alguien guardado cuidadoso y continuo dentro de sí mismo, haciéndolo emerger súbito para consulta, confesión y compañía en un momento de duda y peligro.

– Sí -dice-. Es por aquí. ¿Es por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí.

Avanza un poco, con Wenceslao pegado a su espalda oscilante. Se para de nuevo. Vuelve apenas la cabeza como si, no habiendo podido descubrir nada escrito en la niebla, esperara escuchar ahora algún sonido proveniente de ella. Pero parece no escuchar nada y avanza un paso, estirando el brazo, como si hubiese quedado ciego de repente y tratara de palpar el aire.

– Me parece que es por aquí -dice.

Las rodillas de Wenceslao tiemblan, y ya ni siquiera escucha el hasta unos minutos antes obstinado y persistente susurro rítmico de los remos.

– Sí -dice el padre-. Debe ser por aquí.

Avanza más, y Wenceslao lo sigue. La plataforma amarillenta continúa debajo de ellos imprecisa, irregular. El padre se para de un modo brusco, echando la cabeza hacia atrás y alzando la mano hacia la cara.

– Una rama -dice.

Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que brilla húmeda. Se toca la herida con los dedos.

– Algo me rozó -dice.

Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Extiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuelve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la mancha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.

– Es una rama -dice el padre-. Entonces no era por aquí.

Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los remos, cuyo susurro había persistido hasta un momento antes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.

– Espérame aquí -dice de pronto, el padre-. Es mejor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.

Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. "Linda manera de empezar", dice, riéndose. "Pórtese como un hombre", dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus manos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos manchas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indiferente y remota. "No te muevas. No tengas miedo", dice. "No", dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.

Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente como una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la niebla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan docilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y ahogan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, giran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el yacaré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, poniéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un sonido ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurrante, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol joven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente larga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabajado con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas -un verde pétreo, insoportable, planetario- en el que la escritura se ha borrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpuesto al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un paciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.