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– Hubo invasión de lampalaguas -dijo el otro Salas, pasándose la lengua por el bigote-. Se comían a los perros.

– En la del cinco también -dijo Salas el músico-. Y a más, yaguaretés que bajaban en camalotes desde el Brasil. Echaban cría por estos lados y tuvo que venir el ejército para matarlos. Una vez mi abuelo llegó de noche al rancho y vio un animal que salía a recibirlo y se creyó que era uno de los perros, pero cuando entró con él en el rancho y prendió el farol, vio que era un yaguareté. El cinco, las vacas volaban. -Salas el músico se rió y todos lo acompañaron con risas lentas y suspicaces. Únicamente el otro Salas permaneció serio mirándolo. – La creciente fue tan grande -dijo Salas el músico- que casi tapaba los árboles. Y las vacas se metían entre las ramas para que no se las llevara la correntada. Cuando el agua empezó a retirarse las vacas quedaron arriba y hubo que subir a bajarlas. Mi abuelo dice que cinco años después, andando por la isla, vio un montón de osamentas de vaca arriba de los árboles.

– El abuelo de éste -dijo el otro Salas, sin dirigirse a nadie en particular- poco más y pesca un tiburón en el Ubajay.

Ahora se rieron todos, incluso Salas el músico. Del interior del almacén llegaba un olor suave de creolina y unos ruidos imprecisos de objetos que chocaban contra el piso y contra el mostrador de madera. Los tres caballos atados a los árboles permanecían inmóviles: debían haber andado un buen rato bajo el sol, porque a pesar de su larga inmovilidad, el sudor hacía restallar sus pelambres oscuras. El de la motocicleta se pasaba sin cesar el dorso de la mano por la tela colorada de la camisa, despacio, sobre el brazo derecho, como si le gustara la sensación que producía sobre su piel la tela lisa. Chin sacudió la botella de cerveza y después la inclinó sobre su vaso, pero apenas si cayó, por el pico un chorro débil de espuma que dejó en el fondo del vaso un sedimento amarillo. Chin se dio vuelta y llamó a Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó-. ¡La paga Salas!

Las risas crecieron. Sonaban y resonaban dispersándole lentas y subían para perderse por fin hacia el aire soleado por encima de las hojas verdes. El parecido de los dos Salas creció con la risa, al echar los dos la cabeza hacia atrás y apretar el cuerpo contra el respaldo de la silla, emitiendo al mismo tiempo un ruido áspero y largo por la boca abierta que mostraba una doble hilera de dientes parejos y blancos; se parecían incluso por la vestimenta, porque los dos llevaban camisas grises descoloridas y unos pantalones sin ningún color preciso, y como estaban sentados uno enfrente del otro, con la mesa de por medio, los dos pares de pies enfundados en parecidos pares de alpargatas flamantes se apoyaban contra los travesaños opuestos de la mesa y los oprimían rígidos echando en tensión el cuerpo hacia atrás y haciendo balancear las sillas sobre las patas traseras. Las risas fueron apagándose sin orden, por contraste con la explosión unánime con que habían comenzado, decreciendo lentas, cada una a su turno reiniciándose alguna por un momento después de haberse desvanecido, hasta que no se oyó nada, excepción hecha del eco resonando en la memoria y Berini salió del almacén al patio trayendo la botella de cerveza y dejándola sobre la mesa al mismo tiempo que con la mano libre retiraba la vacía. Chin recogió la botella y llenó los vasos. Berini quedó parado cerca de la mesa, mirando en dirección al camino.

– Gente -dijo.

Las otras cinco cabezas giraron en el sentido en que Berini estaba mirando. Salas el músico debió incorporarse algo para ver: el camino arenoso se extendía recto hacia la costa flanqueando las construcciones de paja y adobe esparcidas en el borde del campo. Un hombre avanzaba por el camino, viniendo desde la costa. Caminaba despacio y parecía renguear. Se lo divisaba reducido por la distancia -unos doscientos metros- y dos o tres perros lo seguían, deteniéndose detrás de él para husmear el camino, juguetear entre ellos o ponerse a escarbar la tierra.

– Culo contra la pared -dijo el otro Salas.

Berini se dio vuelta y entró en el almacén. Los otros volvieron la cabeza y se acomodaron otra vez en sus sillas, tomando cerveza.

– Hay que ponerse culo contra la pared -dijo el otro Salas.

El que había hablado una sola vez se pasó la mano por la mejilla y terminó rascándose la mandíbula. Tenía puesto un sombrero de paja. Hizo un ademán.

– Vaya saber -dijo.

– Le pongo la firma -dijo el otro Salas.

– No se hubieran ido si no -dijo Salas el músico.

– Se fueron y se perdieron -dijo el otro Salas.

Berini salió otra vez del almacén, trayendo un montón de queso y salamín cortados sobre una hoja de papel de estraza. El de camisa colorada hizo a un lado la botella y Berini dejó el alimento sobre la mesa. Dijo que faltaba el pan y volvió a entrar en el almacén. Los cinco hombres se inclinaron al unísono sobre los pequeños cubos amarillos de queso y los redondeles rojos de salamín y comenzaron a llevárselos a la boca. Masticaban y tragaban y volvían a inclinarse para recoger con los dedos pedazos de queso o de salamín y volvían a llevárselos a la boca y a masticarlos y tragarlos. Berini trajo el pan cortado en rebanadas, sobre otra hoja gris de papel de estraza. Entrecerraban los ojos para masticar y de golpe los abrían de un modo desmesurado para tragar. Sus caras estaban sudadas. Chin agarró una rebanada de pan, la cubrió de rodajas de salamín y de pedazos de queso y después tapó todo con otra rebanada y empezó a comerlo. Podía oírse el ruido de la masticación.

– Trabajan las dos en un quilombo de la ciudad -dijo Salas el músico-. Yo las he visto.

– Se ganan la vida, pobrecitas -dijo Chin.

– Hacen bien -dijo el otro Salas.

– No han tenido suerte -dijo Salas el músico.

El de la camisa colorada dirigía la mirada de una cara a otra, a medida que sus compañeros hablaban.

– Siempre van estar mejor que aquí -dijo Chin.

El que había hablado una sola vez se tomó todo el vaso de cerveza de un solo trago y después dejó el vaso vacío sobre la mesa.

– Ojo. Ahí llega -dijo.

Era muy delgado y tenía una camisa rotosa y los pantalones sostenidos con un hilo grueso. Sonreía. Estaba descalzo. Los perros se dispersaron fuera del recinto del almacén, en el camino y en el campo.

– Buen día, muchachos -dijo.

Se paró a distancia y contempló la mesa. Los otros contestaron rápido a su saludo.

– Agustín viejo y peludo -dijo Salas el músico.

– Loco viejo -dijo Chin.

– ¿Vas a salir de serenata esta noche? -dijo Agustín, dirigiéndose a Salas el músico.

– Seguro que sí -dijo Salas el músico.

Agustín sonreía. Tenía un sombrero rotoso de paja por debajo de cuya ala quebrada se veían brillar unos ojitos oscuros y húmedos; los labios rojos emergían de-entre un matorral de barba negra. Permaneció parado a dos metros de la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen magro y los ojos sonrientes fijos en Salas el músico, mientras los otros lo contemplaban. Después su sonrisa se volvió superflua, anacrónica, pero no la abandonó: la transformó en una mueca temblorosa, expectante, y siguió sonriendo y mirando a Salas el músico ahora con los ojos entrecerrados, las manos cruzadas contra el abdomen y nada que decir o que preguntar.

– ¡Berini! -dijo el otro Salas-. ¡Una cerveza blanca!

Salas el músico desvió la mirada. El otro Salas concentró otra vez su atención en la mesa, después de haberse vuelto un poco hacia la puerta del almacén para llamar a Berini. El de la camisa colorada encendió otro cigarrillo y echó una mirada fugaz a la motocicleta apoyada a la sombra contra la pared de ladrillos sin revocar; el sol que se colaba por entre las hojas de los árboles hacía centellear las partes cromadas de la motocicleta. El humo que despedía su cigarrillo ascendía con lentitud tortuosa y al atravesar los rayos solares que penetraban la fronda de los árboles se desplegaba y parecía alisarse ya que los arabescos se disolvían y el humo se distribuía en estratos planos, superpuestos unos a otros. El otro Salas tragó un bocado y dijo con gran seriedad:

– Después de la crecida del sesenta vino la seca grande del sesenta y uno. Donde antes había estado el río crecía pastito.

– Fue grande esa seca, sí -dijo el que había hablado una sola vez.

– Estuvo un año sin llover -dijo el otro Salas.

– En este camino -dijo Salas el músico, señalando con la cabeza el camino de arena por el que había venido Agustín, el camino que se extendía en dirección a la costa- había así de polvo. -Hizo un ademán, que consistió en poner las palmas de las manos horizontales, paralela una de otra pero en sentido inverso, la izquierda a treinta centímetros de altura sobre la derecha, la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. – Pasaba un carro y levantaba una nube de polvo que nos dejaba ciegos como por cinco minutos.

– Después había un olor -dijo el que había hablado una sola vez.

– Sí. Había un olor -dijo Chin-. Los animales caían muertos de golpe. En la costa no se podía andar porque había miles de pescados podridos.

Berini salió del almacén con una botella de cerveza y pasó junto a Agustín sin siquiera mirarlo. Agustín lo contempló mientras pasaba y siguió con la mirada la trayectoria de la botella que Berini alzó y dejó sobre la mesa, retirando la otra luego de sacudirla y alzarla para mirarla al trasluz y cerciorarse de que estaba vacía. Después volvió a entrar en el almacén. En ese momento se detuvo un sulky frente al almacén y bajaron dos chicos que no tenían puesto más que un pantaloncito descolorido y estaban tostados por el sol; entre los dos sacaron del sulky un esqueleto de vino lleno de botellas vacías y una bolsa; pasaron junto a la mesa sin saludar, o haciéndolo en voz tan baja que nadie los oyó llevando el esqueleto y la bolsa, y entraron en el almacén. El caballo blanco del sulky estornudó. -¿Así que estás de serenata esta noche? -dijo Agustín. -Sí -dijo Salas el músico. -¿Con el ciego Buenaventura? -dijo Agustín.

– Con el ciego Buenaventura, sí -dijo Salas el músico. Sirvió cerveza en los cinco vasos. Los cinco hombres bebieron. El de la camisa colorada miraba el humo de su propio cigarrillo y Chin la cerveza de su propio vaso: casi no tenía espuma. Chin tenía la camisa manchada de sudor en las axilas y la barba entrecruzada de estelas de sudor sucio. Agustín desvió la mirada, sin dejar de sonreír.

– ¿Convidan un vaso, muchachos? -dijo.

– Cómo debe haber sido -dijo Salas el músico después de un momento de silencio en el que nadie dijo una palabra ni se oyó ningún otro ruido- para que creciera el pastito en el lecho del río.

El que había hablado una sola vez sacudió la botella de cerveza y se sirvió un resto en su vaso. Lo agarró y se lo extendió a Agustín. Agustín dijo "A la salud de todos los presentes y feliz año nuevo" y se lo tomó de un trago, devolviendo el vaso vacío. Después entró en el almacén.

– No me gusta que me vengan a pedir bebida de prepo -dijo el otro Salas, en voz baja.

El que había hablado una sola vez se encogió de hombros y después hizo un gesto con el que quería indicar que no le importaba.

– Y menos ése -dijo Salas el músico.

– Capaz que no es cierto -dijo el que había hablado una sola vez.

– De no ser cierto, no se hubieran ido -dijo Salas el músico.

– Las perdió -dijo el otro Salas.

– ¡Berini! -dijo Salas el músico-: ¡Una cerveza blanca!

Eructó. Después sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón, sacó uno y lo colgó de sus labios y tiró el paquete sobre la mesa. El paquete chocó contra el borde de la mesa y cayó al suelo; el de la camisa colorada se agachó para recogerlo y al cabo de un momento reapareció con la cara enrojecida y jadeando y el paquete de cigarrillos en la mano; lo depositó con suavidad sobre la mesa y se cruzó de brazos, su propio cigarrillo humeante colgado de sus labios. Salas el músico encendió su cigarrillo con parsimonia y echando la cabeza hacia atrás lanzó un chorro denso de humo hacia las copas de los árboles. El que le había dado la cerveza a Agustín miraba a Salas el músico con una fijeza abstraída: era un hombre flaco, de nariz ganchuda, y como estaba recién afeitado su piel atezada y tensa emitía una fosforescencia metálica en la parte rasurada. Ahora llegaban desde el interior del almacén la voz confusa de Berini y un ruido de botellas llenas y vacías al entrechocarse y al chocar contra los bordes del esqueleto de madera. Un pájaro empezó a saltar de rama en rama y a cantar nervioso sobre las cinco cabezas. Ninguno de los cinco hombres le prestó atención: continuaron durante un momento en silencio, absortos, esperando la botella de cerveza blanca y oyendo la voz confusa de Berini y el entrechocar de botellas que seguía llegando desde el interior del almacén. El de camisa colorada retiró el cigarrillo de entre sus labios y lo arrojó al aire en dirección a los caballos, pero con tanta fuerza y calculando el envión con tanta exactitud que el cigarrillo pasó por encima de las pelambres oscuras y cayó más allá de los animales, sobre el camino arenoso. Chin comenzó a recoger las migas de pan oprimiendo sobre ellas las yemas de los dedos y llevándoselas después a la boca. Después salieron los chicos con el esqueleto de vino, cargándolo entre los dos, y mientras uno de ellos acomodaba el esqueleto sobre el sulky, el otro volvió a entrar en el almacén y regresó cargando a duras penas la bolsa de arpillera llena de cosas hasta la mitad. El que estaba arriba subió la bolsa que el otro le alcanzaba y la acomodó sobre el esqueleto, en el piso combo del sulky. El de la bolsa subió en el momento en que el caballo blanco comenzaba a andar y se sentó al lado del que llevaba las riendas. Éste maniobró de modo de hacer retroceder al caballo, quedó con el sulky atravesado en el camino arenoso y después indujo al caballo a enfilar hacia la costa. Los hombres lo miraban maniobrar. El caballo empezó a andar despacio y después a trotar, levantando una polvareda débil y haciendo resonar amortiguados sus cascos contra la arena, de modo tal que el ruido de los arneses y de las cadenas contra las varas y los crujidos y los saltos del vehículo apagaban su golpeteo. El sulky fue alejándose gradual, hasta que perdió nitidez, y como el ruido de los cascos y el del sulky se asociaba a su movimiento, a medida que se alejaba y los ruidos dejaban de oírse, el movimiento pareció más y más una cabriola burlesca o paródica, y por fin irreal. En un momento se cruzó con la silueta de dos hombres que avanzaban lentos en dirección contraria: a la distancia parecían tan insignificantes y endebles que cuando la masa oscura del sulky los cubrió durante un momento, en el cruce, pareció que los había arrasado y hecho desaparecer con el simple choque. Pero después el sulky pasó y ellos reaparecieron y continuaron avanzando. Estaban a unos doscientos metros. Berini emergió del almacén con una botella de cerveza y la dejó sobre la mesa. Traía mala cara.