– ¿Cuántos son?
– Pos nomás tres niños y dos niñas y la nuera que está re joven.
– Rejodida, dirás.
– Yo fui su primer marido. Era nueva. Es buena. Quiérala, padre.
– ¿Y cuándo volverás?
– Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso. Le pagaré el doble lo que usté haga por ellos. Déles de comer, es todo lo que le encomiendo.
– Padre, nos mataron.
– ¿A quiénes?
– A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos.
– ¿En dónde?
– Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas, cuando íbamos cruzando el río.
– ¿Y por qué?
– Pos no lo supe, padre. ¿Se acuerda de Estanislao? Él fue el que me encampanó pa irnos pa allá. Me dijo cómo estaba el teje y maneje del asunto y nos fuimos primero a México y de allí al Paso. Y estábamos pasando el río cuando nos fusilaron los máuseres. Me devolví porque él me dijo: «Sácame de aquí, paisano, no me dejes.» Y entonces estaba ya panza arriba, con el cuerpo todo agujereado, sin músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndome a un lado de las linternas que nos alumbraban buscándonos. Le dije: «Estás vivo», y él me contestó: «Sácame de aquí, paisano.» Y luego me dijo: «Me dieron.» Yo tenía un brazo quebrado por un golpe de bala y el güeso se había ido de allí donde se salta el codo. Por eso lo agarré con la mano buena y le dije: «Agárrate fuerte de aquí.» Y se me murió en la orilla, frente a las luces de un lugar que le dicen la Ojinaga, ya de este lado, entre los tules que siguieron peinando el río como si nada hubiera pasado.
»Lo subí a la orilla y le hablé: "¿Todavía estás vivo?" Y él no me respondió. Estuve haciendo la lucha por revivir al Estanislao hasta que me amaneció; le di friegas y le soplé los pulmones para que resollara, pero ni pío volvió a decir.
»El de la migración se me arrimó por la tarde.
– Ey, tú, ¿qué haces aquí?
– Pos estoy cuidando este muertito.
– ¿Tú lo mataste?
»-No, mi sargento -le dije.
»-Yo no soy ningún sargento. ¿Entonces quién?
«Como lo vi uniformado y con las aguilitas esas, me lo figuré del ejército, y traía tamaño pistolón que ni lo dudé.
»Me siguió preguntando: "¿Entonces quién, eh?" Y así estuvo dale y dale hasta que me zarandió de los cabellos y yo ni metí las manos, por eso del codo dañado que ni defenderme pude.
»Le dije:
»-No me pegue, que estoy manco.
»Y hasta entonces le paró a los golpes.
»-¿Qué pasó?, dime -me dijo.
»-Pos nos clarearon anoche, íbamos regustosos, chifle y chifle del gusto de que ya íbamos pal otro lado cuando mérito en medio del agua se soltó la balacera. Y ni quien se la quitara. Éste y yo fuimos los únicos que logramos salir y a medias, porque mire, él ya hasta aflojó el cuerpo.
»-¿Y quiénes fueron los que los balacearon?
»-Pos ni siquiera los vimos. Sólo nos aluzaron con sus linternas, y pácatelas y pácatelas, oímos los riflonazos, hasta que yo sentí que se volteaba el codo y oí a éste que me decía: "Sácame del agua, paisano." Aunque de nada nos hubiera servido haberlos visto.
»-Entonces han de haber sido los apaches.
»-¿Cuáles apaches?
»-Pos unos que así les dicen y que viven del otro lado.
»-¿Pos que no están las Tejas del otro lado?
»-Sí, pero está llena de apaches, como no tienes una idea. Les voy a hablar a Ojinaga pa que recojan a tu amigo y tú prevente pa que regreses a tu tierra. ¿De dónde eres? No te debías de haber salido de allá. ¿Tienes dinero?
– Le quité al muerto este tantito. A ver si me ajusta.
– Tengo ahí una partida pa los repratiados. Te daré lo del pasaje; pero si te vuelvo a devisar por aquí, te dejo a que revientes. No me gusta ver una cara dos veces. ¡Ándale, vete!
»Y yo me vine y aquí estoy, padre, pa contárselo a usté.
– Eso te ganaste por creído y por tarugo. Y ya verás cuando te asomes por tu casa, ya verás la ganancia que sacaste con irte.
– ¿Pasó algo malo? ¿Se me murió algún chamaco?
– Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era re buena, ¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo treinta pesos del valor de las escrituras.
– Está bien padre, no me le voy a poner renegado. Quizá mañana encuentre por aquí algún trabajito pa pagarle todo lo que le debo. ¿Por qué rumbo dice usté que arrendó el arriero con la Tránsito?
– Pos por ahi. No me fijé.
– Entonces orita vengo, voy por ella.
– ¿Y por onde vas?
– Pos por ahi, padre, por onde usté dice que se fue.
ANACLETO MORONES
¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos sobre los que caían en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, corriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: «¡Ave María Purísima!»
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: «¡Ave María Purísima!» Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
– Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habían entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos. Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
– Díganme qué quieren! -les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
– Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
– Pues sí, Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunté que si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con sus escapularios.
– No, gracias -dijeron-. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tú me conoces, verdad, Lucas Lucatero? -me preguntó una de ellas.
– Algo -le dije-. Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
– Soy, sí, pero no me robó nadie. Ésas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo…
– ¿Qué, Pancha?
– ¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criminando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
– ¿No quieren ni siquiera un jarro de agua? -les volví a preguntar.
– No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.