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Y le escurrían las lágrimas.

– No tienes, pues, por qué llorar -le dije.

– Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan difícil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.

– Era un santo.

– Un bueno de bondad.

– Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.

– Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.

– ¡Hereje! Inventas puras herejías.

Ya para entonces quedaban sólo dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.

– No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso -dijo la hija de Anastasio-. Eso sí que no me lo has de negar.

– Hacer hijos no es ningún milagro. Ése era su fuerte.

– A mi marido le curó de la sífilis.

– No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé-

– Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera.

– A tus años haciendo eso, Micaela.

– Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.

– Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.

– Sí; él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté con alguien. Eso de tener cincuenta años y ser nueva es un pecado.

– Te lo dijo Anacleto Morones.

– Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.

– ¿Y por qué no yo?

– Tú no has hecho ningún milagro. Él curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?

– No, ni la conozco.

– Es algo así como la gangrena. Él se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.

– Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.

– Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.

– Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.

– Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves… Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?

– Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.

– Oye, Francisca, ora que se fueron todas, ¿te vas a quedar a dormir conmigo, verdad?

– Ni lo mande Dios. ¿Qué pensaría la gente? Yo lo que quiero es convencerte.

– Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás re vieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.

– Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.

– Que piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.

– Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?

– Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.

– Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.

– Bueno, como tú quieras.

Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.

Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquí a reclamarme que le devolviera sus propiedades.

Llegó diciendo:

– Vende todo y dame el dinero, porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.

– ¿Por qué no te llevas a tu hija -le dije yo-. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.

– Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.

– Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.

– No estoy para estar jugando ahorita -me dijo-. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?

– Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.

Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse…

«¡Qué descanses en paz, Anacleto Morones!», dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: «No te saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas.»

Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.

– Échale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.

Después ella me dijo, ya de madrugada:

– Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?

– ¿Quién?

– El Niño Anacleto. Él sí que sabía hacer el amor.

EL DÍA DEL DERRUMBE

– Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?

– No, fue el pasado.

– Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor?

– Fue un poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.

– Tienes razón. Yo por esos días andaba en Tuxcacuexco. Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuvieran hechas de melcocha, nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero espérense: Oye, Melitón, se me hace como que en Tuxcacuexco no existe ninguna iglesia. ¿Tú no te acuerdas?

– No la hay. Allí no quedan más que unas paredes cuarteadas que dicen fue la iglesia hace algo así como doscientos años; pero nadie se acuerda de ella, ni de cómo era; aquello más bien parece un corral abandonado plagado de higuerillas.

– Dices bien. Entonces no fue en Tuxcacuexco donde me agarró el temblor, ha de haber sido en El Pochote. ¿Pero El Pochote es un rancho, no?

– Sí, pero tiene una capillita que allí le dicen la iglesia, está un poco más allá de la hacienda de Los Alcatraces.

– Entonces fue allí ni más ni menos donde me agarró el temblor ese que les digo y cuando la tierra se pandeaba todita como si por dentro la estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días después; porque me acuerdo que todavía estábamos apuntalando paredes, llegó el gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido. ¿O no es así, Melitón?