– ¿Te quedan mil francos? -preguntó el Mayor a Joséphine.
– Sí -contestó ésta.
– Déjamelos.
El Mayor compró diez litros de carburante y, con los mil francos que había recuperado del mecánico, se pagó una tremenda comilona.
De Ribérac a Chalais el camino se hizo corto. Por Martron y Montlieu volvieron a salir a la N-10, y desde allí se dirigieron a Cavignac, donde Jean Verge tenía un primo.
11
Tumbados sobre un almiar de heno, el Mayor, Verge y Joséphine esperaban.
El primo de Verge quería, en efecto, confiarles un tonelillo para que lo llevaran a su hermano, residente en Biarritz, y justo en aquellos momentos se estaba procediendo a prensar el vino.
El Mayor mordisqueaba una brizna de paja meditando sobre el ya próximo final del viaje. Verge sobaba a Joséphine. Y Joséphine se dejaba sobar.
El Mayor intentaba también hacer un cómputo mental de su colección de magnetos, pues en Aubeterre, Martron y Montlieu habían cambiado los kilos de azúcar de Verge por unos cuantos magnetos, pero se confundía con los decimales.
De repente se sumió por completo en el almiar al ver aparecer una visera de cuero color carne de cocido, mas se trataba simplemente del cartero del lugar. Cuando volvió a salir a la luz, tenía dos ratones en los bolsillos y la cabeza llena de vástagos de heno.
De hecho, el coche no corría ningún peligro, encerrado como estaba en la cuadra del primo, pero lo que iba de viaje le había dejado ya como secuela una tan inevitable como refleja manera de comportarse.
Al Mayor le gustaba aquel género de vida vegetativa que llevaban en casa del pariente. De mañana comían apio, por la noche compota, y, entretanto, otras cosas, después de lo cual se acostaban a dormir. Verge sobaba a Joséphine, y Joséphine se dejaba sobar.
Cuando llevaban tres días con semejante régimen, se les anunció que el vino estaba ya preparado. Verge comenzaba a sentirse harto. Por el contrario, la moral del Mayor era exultante, y apenas si recordaba la existencia de cierta familia Bison que, en Saint-Jean-de-Luz, debía estar durmiendo al aire libre en espera de la llegada del Mayor y de las llaves del apartamento.
Tras hacer sitio en el maletero posterior del automóvil, colocó adecuadamente en él el barrilito de vino.
Cuando todos se hubieron despedido del pariente de Verge, el Renault cayó animosamente sobre Saint-André-de-Cubzac, giró a la izquierda hacia Libourne y, por un dédalo de carreteras secundarias, dejando atrás Branne, Targon y Langoiran, llegó hasta Hostens.
Había transcurrido exactamente una semana desde que salieran de la Rue Coer de Lion. En Saint-Jean-de-Luz, alojada desde hacía cinco días en una habitación encontrada por milagro, la familia Bison se imaginaba jubilosa al Mayor tras los sólidos barrotes de una prisión provincial.
En aquellos mismos instantes y representándose mentalmente, a su vez, tan desagradable escena, el Mayor pisó a fondo el acelerador, con lo que el Renault se encabritó y al magneto le dio por explotar.
Un taller se levantaba a unos cien metros.
– Dispongo de un magneto completamente nuevo -dijo el mecánico-. Se lo instalaré. Le costará tres mil francos -terminó anunciando.
Tres minutos exactamente empleó en la reparación.
– ¿No preferiría que le pagara con vino? -preguntó el Mayor.
– Gracias, pero no bebo más que coñac -respondió el mecánico.
– Escuche -dijo entonces el Mayor-, soy una persona honrada. Voy a dejarle en prenda mi documento de identidad y mi cartilla de racionamiento. El dinero se lo enviaré desde Saint-Jean-de-Luz. No llevo nada encima en este momento. Unos maleantes me han desplumado.
Seducido por las educadas maneras del Mayor, el mecánico se avino al arreglo.
– ¿Por casualidad no tendría un poco de gasolina para mi mechero? -preguntó el Mayor.
– Coja usted mismo del surtidor la que necesite -respondió el mecánico.
Y se metió en la oficina para guardar los papeles de su cliente.
Éste, entretanto, cogió veinticinco litros, que eran los que necesitaba, y volvió a dejarlo todo como si nada hubiera ocurrido.
Levantó los ojos… A lo lejos, por detrás del coche, se acercaban dos agentes en bicicleta.
Amenazaba tormenta.
– ¡Subid de prisa! -ordenó el Mayor.
El transmisor crujió. El Mayor arrancó lentamente y se lanzó a campo traviesa, en línea recta hacia Dax.
En el retrovisor, los gerdarmes no eran ya más que un punto, pero a pesar de los esfuerzos del Mayor aquel punto no desaparecía. De repente, ante los viajeros, apareció una colina. El automóvil la abordó como una tromba. Llovía a cántaros. Los relámpagos enviscaban el cielo con pegajosos resplandores.
La colina, creciendo paulatinamente, se convirtió en montaña.
– ¡Habrá que soltar lastre! -dijo Verge.
– ¡Jamás! -respondió el Mayor-. La pasaremos.
Pero el embrague patinaba y un acre olor a aceite quemado subía desde el suelo del automóvil.
Ante los ojos del Mayor, por desgracia, apareció una gallina.
renó en seco. El automóvil dio una vuelta de campana y vino a caer justo sobre la cabeza de la infortunada volátil, que murió en el acto. Por fin, quedó inmóvil. El Mayor, finalmente, triunfaba. Pero en pago tuvo que entregar al campesino que acechaba en las proximidades, oculto en un hoyo ad hoc, como diría Jules Romains, los tres últimos kilos del azúcar de Verge.
Como no podían llevarse la inutilizable gallina (que encogía a marchas forzadas con la lluvia), lanzó unos cuantos alaridos de rabia.
Pero lo peor era que no podía arrancar de nuevo.
El embrague gritaba de dolor, y todos los cárteres del motor parecían a punto de romperse. La vibración de las aletas llegó a ser tan intensa que el Renault se levantó del suelo zumbando y subió a gulusmear una catalpa en flor. Pero lo que es avanzar, no había avanzado ni un paso.
En el retrovisor, el punto se hacia más grueso por instantes.
El Mayor se ató al volante con una correa.
– ¡El lastre! -gritó.
Verge arrojó al exterior dos de los magnetos.
El coche temblequeó, pero siguió sin moverse.
– ¡Suelta más! -rugió el Mayor con voz desgarrada.
Verge echó entonces al exterior hasta siete magnetos, uno detrás de otro. El automóvil dio un terrible salto hacia delante y, entre un horrísono estruendo de lluvia, granizo y mecánica, trepó de un tirón la colina.
Los gerdarmes habían desaparecido. El Mayor se secó la frente y procuró conservar la ventaja. Dax y Saint-Vicent-de-Tyrosse se sucedieron.
En Bayonne pudieron ver, desde bastante lejos, un control de policía. El Mayor se agarró al claxon, y al pasar por donde estaba instalado, hizo la señal de la Cruz Roja. Los gendarmes ni siquiera se dieron cuenta de que, habiendo sido educado por una institutriz rusa, se santiguaba al revés. Y es que en la parte de atrás, para dar ambiente al asunto, Verge acababa de desnudar a Joséphine y le había arrollado la combinación alrededor de la cabeza como si se tratara de una venda. Eran las nueve de la noche. Los gendarmes les hicieron señas de que pasaran.
Una vez salvado el control, el Mayor se desvaneció, y luego recobró el sentido dejando en un mojón kilométrico uno de los parachoques.
La Négresse…
Guétary…
Saint-Jean-de-Luz…
El apartamento de la abuela, en el numero cinco de la Rue Mazarin…
Era completamente de noche.
El Mayor dejó el coche delante de la puerta y la echó abajo. Se acostaron, agotados, sin haberse dado cuenta de la no presencia de los Bison. Por decir verdad, éstos se habían echado atrás ante la perspectiva de tirar abajo la puerta del apartamento en el que tendrían que haberse alojado. En lugar de ello prefirieron ir preparando una calurosa bienvenida al Mayor en la sórdida cocina con catres superpuestos que consiguieron que se les alquilase a cambio de mil francos diarios.