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Al amanecer, el Mayor abrió los ojos.

Tras desperezarse, se puso la bata.

En la otra habitación, Verge y Joséphine comenzaban a despegarse el uno del otro echándose encima un cubo de agua caliente.

El Mayor abrió la ventana. Había seis gendarmes ante la puerta. Y estaban mirando su coche.

Al verlo, el Mayor se tragó una dosis masiva de algodón pólvora que, por fortuna, no llegó a explotar, porque cuando la hubo digerido por completo, le pareció completamente normal que hubiera agentes de vigilancia ante la comisaría de policía, sita precisamente en el número seis de la Rue Mazarin.

Pero su automóvil terminó por serle confiscado finalmente en Biarritz, ocho días después, justo en el momento en que comenzaba a estrechar amistad con un comisario, notable contrabandista, que tenía sobre su conciencia la muerte de ciento nueve aduaneros españoles.

(1949)

EL AMOR ES CIEGO

1

El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca. Parecía, por otra parte, teñida de azul con verdadera intensidad.

Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el número 22 de la Rue Saint-Braquemart, dejó caer la llave en el momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entre las que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer. Y se pudo encontrar la llave, pero no al bebé que había tomado las de villadiego al amparo del meteoro, impaciente por escapar del biberón, sentar cabeza y conocer los serenos placeres del matrimonio. Mil trescientas sesenta y dos llaves, y catorce perros, se extraviaron de tal manera durante la primera mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se volvieron majaretas y se fueron a cazar.

La niebla se hacinaba en densidades considerables en la parte baja de las calles en pendiente y en las hondonadas. Formaba alargadas flechas y se colaba por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así invadió los túneles del metro, que dejó de funcionar cuando la lechosa marea alcanzó el nivel de los semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de descolgarse y, en el exterior, de rodillas para abajo todo era blanquecina oscuridad.

Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las respectivas habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones más elevadas. Y si el cimbanillo de la torre fue lo último en desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabó a fin de cuentas por sumergirlo del todo.

2

Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas. Como saliese de una cogorza de las buenas, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho más que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los párpados cerrados. Con mano torpe, buscó el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo sólo lo esclareció hasta cierto punto.

Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor, Orvert Latuile reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño. Pero el amparo de aquella calígine caída sobre todas las cosas como el manto de Noé sobre Noé, como la miseria sobre el mísero mundo, como el velo de Tanit sobre Salambó o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además, la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada.

Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y éstos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.

– Dios mío -dijo para sí-, qué cosa extraña esta calina.

Reflexión sin gran originalidad que le salvó del ditirambo, del simple entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.

– Bajo hasta casa de la portera -se dijo- dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.

Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de la existencia de cualquier calígine opaca, incluso si es tan tupida como para nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.

– Me la saco -dijo Orvert- y bajo como si nada.

En efecto, se le sacó y bajó como si nada. Por primera vez en su vida advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisbiseo del vigésimo segundo y el abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.

Se cruzó con alguien que subía aplastándose contra la pared.

– ¿Quién va? -dijo, deteniéndose.

– ¡Lerond! -respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.

– Buenos días -dijo Orvert-. Aquí Latuile.

Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.

– Perdone -dijo-, pero no se ve nada, y esta neblina es endemoniadamente calurosa.

– Cierto -asintió Orvert.

Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que él.

– Bueno, hasta la vista -dijo Lerond.

– Hasta la vista -contestó Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.

Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quitó, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por qué tenía Orvert que continuar a medio vestir…? O todo o nada.

Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.

Al llegar al final de la escalera, golpeó con delicadeza en el cristal de la portería.

– ¡Adelante! -respondió la voz de la portera.

– ¿Hay cartas para mí? -preguntó Orvert.

– ¡Oh, señor Latuile! -se desternilló de risa la gruesa mujer-. ¡Siempre con sus chascarrillos…! ¿Y qué, bien dormido ya…? No quise molestarle, pero tendría que haber visto los primeros días de niebla… Todo el mundo parecía fuera de sí. En cambio, ahora… Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno…

Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera, Orvert reconoció que se acercaba a él.