– Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo -prosiguio ella-. Pero no deja de ser divertida la nieblecita… Casi se podría decir que alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien… Pues bueno, desde hace tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.
– Va a adelgazar -observó Orvert.
– ¡Ja, ja, ja! -cacareó la portera con su risa parecida a un saco de nueces cayendo por la escalera desde el sexto piso-. Compruébelo por sí mismo, señor Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están volviendo a poner en su sitio… Compruébelo, compruébelo por sí mismo…
– Esto…, yo… -dijo Orvert.
– Palpe, palpe, le digo que palpe.
Y cogiendo la mano del sentenciado, la colocó sobre el remate de uno de los melones en cuestión.
– ¡Asombroso! -constató Latuile.
– Y eso que tengo cuarenta y dos años -informó la portera-. ¿Eh? ¿Quién lo diría? ¡Ah…! y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es debido, tienen esa ventaja…
– ¡Pero por todos los santos! -exclamó Orvert asombrado-, ¡Está usted desnuda…!
– ¡Claro! ¡Lo mismo que usted! -replicó ella.
– Cierto -musitó Orvert para sí-. Brillante idea he tenido.
– Han dicho los del arradio -prosiguió la portera-, que se trata de un aerosol cafronisíaco.
– ¡Ah…! -dijo Latuile.
Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría escamotearse.
– Escuche, por favor, señora Panuche -le imploró-. No somos animales. Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.
– ¡Oh, oh! -se limitó a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras se servía de las manos con precisión nada mesurada.
– ¡Está bien! -dijo finalmente Orvert con dignidad-. Arrégleselas como pueda. Yo no quiero saber nada.
– Oiga -murmuró la portera sin perder su presencia de ánimo-, el señor Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien tiene que hacerlo todo.
– Escuche -le dijo Latuile-. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me falta entrenamiento.
– Descuide, le enseñaré -aseguró la portera.
A Continuacion ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noé, de Salambó y el velo de Tanit en la encerrona.
Orvert salió muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzó el oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por todas partes.
Un poco aturdido, se adentró algunos pasos en la calzada. Sus oídos no estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía un algo extraviado. De repente se percató de que estaba pensando en voz alta.
– ¡Dios mío! -decía-. ¡Una niebla afrodisíaca!
Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además por una especie de generalizado y licencioso envenenamiento, para constatar que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres imprevistos.
– ¡Caramba! -dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.
Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa caminó a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entró en ella para procurarse un panecillo.
Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.
Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintio como se le erizaban los cabellos en la cabeza.
– ¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras -estaba diciendo aquélla- tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!
– Pero señora… -protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle- pero señora…
– ¡Y usted es el que toca el órgano de tubos! -exclamó la panadera.
El señor Curepipe se enfadó.
– ¡Ya le enseñaré yo a reírse de mi órgano! -dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante ésta estaba Latuile, a quien el choque cortó la respiración.
– ¡El siguiente! -ladró la panadera.
– Quisiera un pan… -dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estómago.
– ¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile! -vociferó la expendedora.
– No, no… -gimió Orvert-. Apenas un panecillo…
– ¡Grosero! -le espetó la tahonera.
Quien, dirigiéndose a su marido, dijo a continuacion:
– ¡Oye, Lucien, ocúpate de éste! ¡Así aprenderá lo que es bueno!
Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.
Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.
– ¡En fin, caramba! -refunfuñaba Orvert en la acera-. ¿Qué pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, qué? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera…!
A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado… Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo…
Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le interesó detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo, se componía de cinco palmitos.
– ¡Roma! -se limitó a farfullar-. Quo Vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tuo! ¡Las orgías! ¡Oh!
Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejor puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.
Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, optó por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, que mantenía en su sitio una de las rajadas cristaleras, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos numeros más allá, la repostería.
De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.
– ¡No empuje! -le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.
– Esto… yo… ¿No pensará que…? -dijo Orvert.
Y giró a la izquierda para salvar el obstáculo.
Segundo choque.
– ¿Qué le pasa a éste? -se interesó una segunda voz de hombre.
– ¡A la cola, como todo el mundo!
Siguió el estallido de carcajadas.
– ¿Cómo? -acertó a decir Orvert.
– Está claro -explicó una tercera voz-. Seguro que viene en busca de Nelly.
– Así es -balbuceó Orvert.
– Está bien, pues póngase en la cola -prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.
Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.
Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.
Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.
Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.
– Perdón -dijo Orvert.
– La culpa es mía -respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.
– ¿Puedo ayudarla a levantarse? -se ofreció Orvert-. Está usted sola ¿no es así?
– ¿Y usted? -preguntó ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?
– ¿Seguro que es usted una mujer? -continuó Orvert.
– Compruébelo usted mismo -le contestó ella.
Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.
– ¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? -preguntó Orvert.
– En el centro de la calzada -dijo la mujer.
Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.
– La deseo -dijo Orvert.
– Y yo a usted -dijo la mujer-. Mi nombre es…
Orvert la cortó.
– Me da lo mismo -dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.
– Proceda -le animó la mujer.
– Naturalmente -constató Latuile- va usted sin ropa alguna.
– Igual que usted -respondió ella.
Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.
– No tenemos ninguna prisa -prosiguió la mujer-. Comience por los pies y vaya subiendo.
A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.
– De tal manera, podrá ser consciente de todo -explicó la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.
– Habla usted muy bien -dijo Orvert.
– Leo siempre Les Temps Modernes -informó la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciacion sexual.
Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.
Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.