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– Está bien, pues póngase en la cola -prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.

Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.

Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.

Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.

Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.

– Perdón -dijo Orvert.

– La culpa es mía -respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.

– ¿Puedo ayudarla a levantarse? -se ofreció Orvert-. Está usted sola ¿no es así?

– ¿Y usted? -preguntó ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?

– ¿Seguro que es usted una mujer? -continuó Orvert.

– Compruébelo usted mismo -le contestó ella.

Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.

– ¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? -preguntó Orvert.

– En el centro de la calzada -dijo la mujer.

Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.

– La deseo -dijo Orvert.

– Y yo a usted -dijo la mujer-. Mi nombre es…

Orvert la cortó.

– Me da lo mismo -dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.

– Proceda -le animó la mujer.

– Naturalmente -constató Latuile- va usted sin ropa alguna.

– Igual que usted -respondió ella.

Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.

– No tenemos ninguna prisa -prosiguió la mujer-. Comience por los pies y vaya subiendo.

A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.

– De tal manera, podrá ser consciente de todo -explicó la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.

– Habla usted muy bien -dijo Orvert.

– Leo siempre Les Temps Modernes -informó la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciacion sexual.

Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.

Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.

3

Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día.

Como la amenaza era de consideración, se celebró gran consejo. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos.

(1949)

MARTIN ME TELEFONEÓ

1

Martin me telefoneó a las cinco. Yo estaba en la oficina escribiendo no sé qué, seguramente alguna inutilidad. No me costó demasiado trabajo comprenderle. Habla inglés con un acento mitad americano y mitad holandés, que también debe ser judío, de lo que resulta un todo un tanto especial, pero que en mi teléfono funciona. Teníamos que estar a las siete y media en la Rue Notoire-du-Vidame, en su hotel y esperar; además le faltaba el baterista. Yo le dije:

– Stay here, I will call Doddy right now. -Y él respondió:

– Good Roby, I stay.

Doddy no estaba en el despacho. Dejé recado de que me llamase. Había setecientos cincuenta pavos para ganar si se tocaba en las afueras desde las ocho hasta medianoche. Volví a hablar con Martin, que me dijo:

– Your brother can't play?

Yo contesté:

– Too far. I must go back home now, and eat something before. I go to your hotel.

Él repuso:

– So! Good, Roby, don't bother, I'll go and look for a drummer. Just remember you must be at any hotel at seven thirty.

Como Miqueut no estaba, me largué a las seis menos cuarto. Apenas media hora de sisa. Volví a casa a buscar mi trompeta. Me afeité, pues cuando se toca para la Cruz Roja nunca se sabe. Si es para oficiales, es incómodo aparecer hecho un cerdo, por lo menos de cara. Con la ropa nada importa, en eso ni siquiera se fijan. Me desollé los morros, pues no puedo afeitarme dos días seguidos, duele demasiado. En fin, por lo menos era mejor que nada. No tuve tiempo de cenar del todo. Me tragué un plato de sopa, dije buenas noches y salí. Hacía bochorno. Era otra vez el camino hacia la oficina, pues también trabajo en la Rue Notoire-du-Vidame. Martin me había dicho:

– Nos pagarán cuando acabemos de tocar.

Mucho mejor así. Habitualmente, los de la Cruz Roja hacen esperar semanas enteras antes de pagar, y luego hay que acercarse hasta Caumartin, cosa nada fácil con Miqueut. No me seducía demasiado la idea de volver a tocar con Martin. Es demasiado bueno al piano, un verdadero profesional, y refunfuña cuando no se toca bien. Pero si no quisiera saber nada de mí, no me hubiera telefoneado. Seguramente vendría también Heinz Neuman. Martin Romberg, Heinz Neuman, ambos holandeses. Heinz, al menos, hablaba un poco de francés: «Me gustaría regresar a verte. ¿Así es como se dice?». Me preguntaba eso la última vez que nos vimos, en el Normandie Bar. Allí es donde tenía al mariquita aquel, Freddy, durante la guerra. Acostumbraba a encerrarse para telefonear en la cabina camuflada como aparador normando. Se le oía decir: «Sí, sí, sí, sí, sí…» con un tono sobreagudo, a la manera alemana, y con una risa artificial y muy suelta. Qué horroroso el Normandie con sus falsas y ostentosas vigas de alcornoque artificial. Allí birlé, en cualquier caso, el número del 28 de agosto del New Yorker y el de septiembre del Photography, ése en el cual se ve la carota del ciudadano Weegee que se divierte tomando fotos de Nueva York bajo todos los ángulos, sobre todo desde arriba. Durante las oleadas de calor, los habitantes de los barrios populosos duermen en los descansillos de las escaleras de incendios, a veces son hasta cinco o seis ninos, y muchachas de dieciséis o diecisiete años casi en cueros. Tal vez en su libro pueda verse con más detalle. Se titula Naked City, pero no creo que se pueda encontrar en Francia. Acababa de pasar por la Rue de Trévise. Perra suerte la mía, carajo, el mismo camino de todos los días. A continuación pasé por delante de mi oficina. Está casi al principio de la Rue Notoire-du-Vidame, en cuyo extremo opuesto se encuentra el hotel de Martin. No le vi, no había nadie allí, ni la camioneta tampoco. Miré a través de la puerta del hotel… A la izquierda estaban, junto a una mesa de junquillo, un hombre y una mujer que consultaban alguna cosa. Al fondo, al otro lado de una puerta abierta, se veía al gerente o al patrón sentado a la mesa y cenando con su familia. No entré. Martin debía haberme esperado allí. Coloqué la caja de la trompeta de pie sobre la acera, y me senté allí mismo aguardando la llegada de la camioneta, de Heinz y de Martin. El teléfono sonó en la recepción del hotel. Me levanté. Se trataba seguramente de Martin. El patrón, en efecto, salió:

– ¿El señor Roby será usted por casualidad…?