– ¡Es como un columpio! -dijo el conductor.
La Place Vendôme no estaba muy iluminada. En su número 7, las oficinas del Air Transport Command.
– ¡Hasta la vista! -me dijo el chófer. Nos estrechamos la mano. -Me voy a buscar al coronel.
– Parece que no hay nadie -dije yo-. No debe ser aquí.
Y él me contestó:
– Si no lo encuentran, telefoneen a Elysée 07-75, es el garaje. Allí me dijeron que les trajera aquí. Pero, evidentemente, son las nueve menos cuarto, lo que significa tres cuartos de hora de retraso.
Dicho lo cual, se largó.
– Go and ask, Roby -me dijo Martin.
– ¿Y por qué no tú? Yo no soy el jefe.
Finalmente entramos. No era allí. Los tipos aquellos no tenían ni idea. El ambiente era siniestro, bastante parecido al de una oficina de Correos. Acto seguido estábamos de nuevo en la calle.
– Where's this driver? -preguntó Martin.
Una chica embutida en una cosa de cordero blanco y un americano nos vieron de repente.
– That's the band!
– Yes -dijo Martin-, we've been waiting for half an hour.
Mucho tupé le echó al asunto, pero en cualquier caso, yo puse cara de pendejo. La chica morena no estaba nada mal, como tendremos ocasión de comprobar posteriormente. Les seguimos. Por fin un coche de verdad. Un Packard de 1939, negro y con chófer. El chófer quiso engañarnos:
– ¡No pueden subir todos! ¡Se me reventarán los neumáticos!
– ¡Qué dices! ¡Tú no sabes lo que aguanta un Packard!
Tres detrás: las dos chicas y un yanqui. En los traspontines, Martin, Heinz y yo. Delante, el chófer y dos yanquis más. Rue de la Paix, Champs-Elisées, Rue Balzac. Primera parada. Hotel Celtique. Los dos de delante se bajaron. Espera. Enfrente estaba aparcado un Chrysler azul cielo de la U.S. Navy. Ya los había visto pasar numerosas veces por París. Me preguntaba si se trataría del modelo fluid drive con cambio de velocidades por inyección de aceite. En el interior del automóvil, Heinz y Martin chapurreaban en holandés; el chófer en francés. ¡Oh! ¡Qué repugnantes resultaban! Uno de los americanos volvió a montar en la parte anterior. Estirándose entre Heinz y yo, le alargó algo al que iba en la parte de atrás.
– There's a gift from Captain.
No sé de qué se trataría.
– Thank you, Terry -contestó el del fondo.
Y comenzó a desenvolver. La cosa tenía las dimensiones de un librillo de papel de fumar. Se la volvió a entregar al que iba delante. A continuación nos pusimos en marcha. Al Chrysler se habían subido un oficial de marina y dos mujeres. Nos seguían. De repente giramos a la derecha. Al menos, aquello se comportaba como un coche. Tal vez el chófer quisiera hacerse pasar por Bernard o por O'Hara, que tanto monta. Pero con ocho a bordo era demasiado. Hasta llegar al Bois de Boulogne no me dediqué a escuchar lo que decían los de la parte de atrás. Estábamos ya entre Garches y Saint-Cloud. En el centro iba una mujer rubia bien puesta de pechuga, la morena a su izquierda y un americano a su derecha. Hollywood.
– Santa Monica is nice -le oí decir a la del centro con acento displicente.
Desde luego que sí. Sobre todo a tu lado, papanatas. Aparte de lo mal hecha que estás, tienes cara de pocos amigos, desde luego. La otra, la morena, estaba mejor. Seguramente ni siquiera era americana. Éstas tienen todas las ancas hundidas. Si exceptuamos, claro está, aquellas dos a las que vi una tarde en el show-boat. Ambas con pantalones de talla ajustada, ajustada, y con unos culos bien redondeados debajo. Habría podido jurarse que se los habían fabricado hinchándolas poco a poco y ajustándoles paulatinamente la ropa para destacar el busto y las nalgas. De verdad, resultaban formidables.
– What's the name of that friend of yours, Chris…? -preguntó el americano a la morena.
– Christiane -respondió la otra.
– Nice name, and she's nice too.
– Yes -prosiguió la otra-, but she's got a strange voice [¡vaya con la amiguita!] and when she's on the stage, she makes such an awful noise… yes… but she's nice. May be we'll go to New York in february -añadió.
– And where do you come from New York -dijo el tipo-, it would be wonderful to see you again, and this other friend of yours, Florence?
– Yes -dijo ella-, she's got a nice face, but the rest is bad.
¡Con cuánta gentileza hablaba la tía de sus amistades!
– And who will come too? All the chorus girls?
A continuación de lo cual creí comprender que formaba parte de la Comisión de Fiestas y Festejos, pero quizá me equivoqué. Resultaba molestísimo escuchar con Heinz y Martin a mi lado, que no dejaban de hablar holandés.
– I think you're the best -dijo el individuo.
Y ella no respondió; tal vez pensaba que era cierto y que no se lo decía en plan de cumplido. Llegábamos ya al puente de Suresnes, lleno por completo de baches y en pésimo estado de conservación, mientras el nuevo, a su lado, todavía, estaba sin terminar. Comenzado en el cuarenta, llevaba ya enmoheciéndose por lo menos cinco años. La cuesta de Suresnes por fin. Era cojonudo escuchar el ruido de los neumáticos de un gran automóvil sobre el pavimento. Hacían un ruido hueco y rotundo. Subíamos en directa. ¿Que ocho resultan demasiados para un Packard? ¡Qué cretinez! Todos los chóferes son unos estúpidos. Son una raza inferior. Yo soy ingeniero y me cago en ellos, pero ellos están en buenas relaciones con los músicos, de lo cual se jactan. Sí, en definitiva son de la misma especie. Tipos que se achantan. Bueno, ya me vengaré con un colt más tarde. Me los cargaré a todos. Pero no quiero correr ningún riesgo, porque mi pellejo vale más que los de todos ellos juntos. Sería estúpido terminar entre rejas por tipos así. Me pregunto por qué no me decido a hacerlo de una vez. Se trataría de ir a buscar a un individuo como Maxence van der Meersch [12] y decirle:
– A usted no le gustan los rufianes ni los gerentes de establecimiento. A mí tampoco me gustan. Formemos una asociación secreta y una noche, por ejemplo, nos metemos en un Citröen negro y acabamos con todos los de Toulouse.
– No sería suficiente -me contestaría Van der Meersch-, habría que cargárselos a todos.
– En ese caso, tengo otra idea -replicaría yo-. Convoquemos una gran convención sindical y después los suprimimos. Basta con organizarse bien.
– ¿Y si nos zurran la badana? -alegaría Van der Meersch.
– No tendría importancia. Lo habríamos pasado bien, pero al día siguiente encontraríamos a otros en su lugar.
– Y entonces -accedería él-, podríamos ensayar otros trucos.
– De acuerdo. Hasta la vista, Maxence.
El automóvil acababa de parar. Golf Club. Allí era. A tierra. Entramos. Embaldosado, vigas a la vista, no era el primer lugar así que veía. Nos cambiamos en una habitación muy pequeña. Evidentemente, habían vuelto a requisar un sitio que no estaba del todo mal. Pasillo a la izquierda, gran salón con piano, es aquí.