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Así, de buenas a primeras, el calor resultaba pasmoso. Mal he hecho en ponerme mi sweat-shirt. Por otra parte, debo de tener cuidado con el agujero del pantalón. Pero como la chaqueta es lo suficientemente larga, seguramente no lo verán. Y después de todo, no se trata más que de putas. En cuanto a los tíos, me importan un bledo. Los radiadores funcionan, sin duda alguna. Nos sentamos los tres. Martin considera que no hay el ambiente adecuado para interpretar swing. Heinz empuña el violín en lugar del clarinete, y entre los dos atacan una pieza cíngara. Durante ese tiempo descanso, caliento un poco la trompeta soplando en su interior y desatornillo el segundo émbolo, que se atasca cuando se le pone aceite. Le echo un poco de saliva encima. Demasiado muelle. Desde luego, no hay nada como la saliva. Ni siquiera el Slide Oil de Buescher es lo bastante fluido. Y en cuanto al petróleo, probé una vez, y la vez siguiente me quedó el regusto en la boca durante más de dos horas. Algunas de las vigas están pintadas de rojo viejo, amarillo oro y azul de París desmayado, estilo antiguo. Gran chimenea monumental con un chuzo portateas adornado con flecos a cada lado. Viejos estandartes sobre las vigas del paravientos, a diez metros del suelo. Los techos son muy altos. Cabezas de animales disecadas en las paredes. Antiguas armas árabes. Justo enfrente de mí, un gran Aubusson [13] en el que está representada cierta especie de cigüeña, así como una exótica vegetación. Sus tonalidades son un tanto llamativas, y van desde los amarillos y los verdes hasta el azul verdoso. Una gran araña de iglesia en mitad del salón, con cien candelillas eléctricas encendidas, y bombillas simulando habilidosamente la forma de llamas. Sólo un instante antes de que Martin y Heinz comenzasen, un individuo ha apagado la radio. El receptor está disimulado en la parte posterior de uno de los estantes de la biblioteca, provisto, según parece, de lomos de libros de mentirijillas. Contemplo las piernas de la chica morena, que ahora tengo enfrente. Lleva un bonito vestido de lana gris azulada con un bolsillito sobre la manga, y un pañuelo de color oliva. Pero cuando la veo de espaldas compruebo que su ropa está mal cortada por detrás. El talle le queda demasiado ancho y la costura de la cremallera se le abomba un tanto. Lleva zapatos de cuña, pero de piernas no está mal, pues las tiene bastante bien formadas tanto a la altura de las rodillas como a la de los tobillos. No tiene estómago y, con toda seguridad, sus nalgas han de ser duras. Perfecto. Aunque seguramente la mirada también la tendrá de puta. La otra chica del coche sigue estando junto a ella. Luce un infame tono de piel demasiado blanco. Se trata de una moza fofa y con muy buena pechuga, detalle en el que ya me había fijado. Pero sus piernas son horrorosas, y su vestido, horroroso también, de cuadritos marrones sobre un fondo crudo. No resulta en absoluto interesante. Un capitán francés estilo oficial calvo, de edad, condecorado en la guerra del 14 (¿por qué me produce esta impresión?; tal vez sea a causa de los libros de Mac Orlan), está hablando con ella. Hay también dos o tres americanos, entre ellos un capitán, pero de los no elegantes, se ve que tienen dinero por lo poco que se preocupan de su indumentaria. A mi izquierda, detrás del piano y cerca de la entrada, hay una barra de bar detrás de la cual se mueve un sirviente del que sólo veo la parte superior de la cabeza. Los fulanos comienzan a atizarse whiskies en vasos de naranjada. La atmósfera es absolutamente vomitiva. Heinz y Martin han acabado con su invento. Ningun exito. Decidimos tocar Dream, de Johnny Mercer. Cojo la trompeta, y Heinz el clarinete. Una pareja se decide a bailar, la morena también, y después se suman algunos otros fulanos. Pocos en cualquier caso. Imagino que debe haber algunos saloncitos contiguos. Es asombroso lo que calientan estos radiadores. Después de Dream, una movidita para despertarles, Margie. Empiezo a tocar con sordina, pues realmente son muy pocos los que bailan y, además, la cosa queda así mejor ensamblada con el clarinete. Templo un poco la trompeta, que estaba demasiado alta. Los pianos suelen sonar alto habitualmente, pero éste está algo bajo por el calor. Procuramos no cansarnos, y la gente baila sin demasiada convicción. Entra un tipo con americana negra galoneada, camisa y cuello almidonados y pantalones de rayas. Tiene aspecto de mayordomo, y tal vez lo sea. Hace una señal al camarero, quien nos trae tres cócteles de ginebra con naranja o algo por el estilo. A mí me gusta más la coca-cola. Este potingue me va a caer mal al hígado. Regresa acto seguido, cuando hemos terminado la melodía, y nos pregunta qué se nos ofrece. De amables maneras, tiene el rostro chupado, la nariz colorada, la raya a un lado y un tono de piel muy curioso. Parece triste el pobre viejo. Tal vez padezca del vómito negro hereditario. Se aleja y vuelve a acercarse con dos platos. En uno trae cuatro enormes raciones de tarta de manzana. En el otro, una pila de sándwiches, unos de corned-pork y otros de mantequilla y foie-gras. ¡Por la Virgen, qué buena pinta tienen! Para disimular, Martin dibuja una candorosa sonrisa de concupiscencia, y la nariz se le junta casi con el mentón. El camarero nos dice:
– Si les saben a poco, no tienen más que pedir más.
Volveremos a tocar después de haber comido un sándwich. La linda morenita se deja llevar contoneando sus duras nalgas, mientras pela la pava con el americano. Bailan completamente plegados sobre las corvas y bajando mucho la cabeza, como formando una exagerada figura del galope al estilo 1900. Ya vi hacer lo mismo el otro día. Debe tratarse, seguramente, de la manía de moda. La cosa debe provenir de Auteuil y de los pijos de por allá. Justo a mis espaldas hay dos cabezas de ciervo rotuladas «Dittishausen, 1916» y «Unadingen, 21 de junio de 1928». El asunto, encuentro, no tiene verdaderamente más que un interés muy reducido. Están montadas sobre dos redondeles de madera barnizada que parecen haber sido cortados del mismo madero y un poco al sesgo. En efecto, tienen una forma aproximadamente oval, o elíptica, para decirlo con mas exactitud. Entra un Mayor, no, un estrella de plata, es decir, un coronel, llevando del brazo a una linda mujercita. Aunque esto tal vez sea demasiado decir. La mujercita en cuestión tiene la piel tersa y sonrosada, los rasgos rechonchos, como si la acabasen de esculpir en hielo y estuviera empezando a fundirse. Sí, ese tipo de rasgos redondeados, carentes de relieves y de hoyuelos. Su aspecto tiene algo de repugnante. Bajo él debe ocultarse, por fuerza, alguna cosa. De algún modo hace pensar en un esfínter anal después de una lavativa, reluciente y desodorado. El fulano, por su parte, tiene un aspecto por completo anodino: narigón y con los cabellos canos. La estrecha amorosamente, y ella se restriega contra él. Resultáis vomitivos los dos, amigos míos. Id a echar un polvo a un rincón y regresad después, si es que os apetece. Qué estúpidos restregarse como esos gatos que cagan en cajas de ceniza. Me producís nauseas. Seguramente ella está bien limpita y hasta un poco húmeda entre los muslos. Ahí va otra de un rubio tirando a pelirrojo. En 1910 se veían ya fotos parecidas. Sí, con una cinta roja alrededor de la cabeza: American Beauty. Y la cosa no ha cambiado desde entonces. Siempre muchachas demasiado aseaditas. Ésa, además, está mal hecha. Tiene las rodillas separadas, y es del estilo de Alicia en el País de las Maravillas. Deben ser todas, sin duda alguna, americanas o inglesas. La morenita sigue bailando. Dejamos de tocar durante un instante. Entonces, se acerca al piano y le pide a Martin que interpretemos Laura. A él no le suena. En ese caso, Sentimental Journey. De acuerdo. Ataco la sexta solicitada. Todos se ponen a bailar. ¡Menuda pandilla de fatuos! ¿Bailan para darse postín, para agradar a las chicas, o simplemente por bailar? El coronel continúa dándose el filete. Cierta moza me dijo el otro día que no puede soportar ante sus narices a ningún oficial americano. Además de hablar siempre de política, no saben bailar en absoluto. Y, por otra parte, resultan demasiado cargantes (lo cual no merece la pena decirse; con lo otro ya bastaba). Hasta ahora, estoy bastante de acuerdo con ella. Prefiero a los soldados. Los oficiales son todavía más hediondos que los cadetes franceses. Y a pesar de ello, presumen más que una mierda en un solar con esos bastoncillos que deben servir para dar por el culo a los caballos. Estoy sentado en una silla estilo rústico-medieval-fabricada-a-mano. Resulta soberanamente dura para las nalgas. Pero si me levanto, tendría que ocuparme de mantener oculto el agujero del pantalón. La morena vuelve a acercarse. Otro cuchicheo con Martin. Cerdo decrépito, también a ti te gustaría meterle mano donde le pica. Y yo sé la razón. Hace mucho calor, y eso siempre rejuvenece. De costumbre, en el show-boat, se nos quedan congelados. Lo cual tampoco resulta demasiado estimulante para tocar. El tiempo parece que no transcurre esta noche. Es demasiado cansado tocar a tres. Y, además, esta música parece de tomadura de pelo. Le damos a dos melodías más y descansamos un rato. Nos zampamos la tarta. A continuación, un americano, que debe ser el Bernard o el O'Hara con quien el chófer hablaba ante la puerta del Celtique, hace su aparición.