– if you want some coffee, you can get a cup now, come on.
– Thanks! -contesta Martin, y vamos para allá.
Volvemos a atravesar el vestíbulo. Giro a la izquierda. Saloncito enmoquetado y por completo tapizado estilo Aubusson, con revestimiento de roble. En el diván están el coronel y su pegajosa hembra. Lleva ésta un traje sastre negro y medias quizá demasiado rosadas, pero finas. Es rubia y tiene los labios humedecidos. Pasamos por su lado sin mirarlos. Por lo demás, tampoco les hubiera molestado, pues no estaban haciendo nada, apenas expresar sus sentimientos. Entramos por fin en otra habitación, especie de bar y comedor, también sobrecargada de tapices de Aubusson (debe ser una manía) y con una alfombra sobre la moqueta. Pirámides de pasteles. Alrededor de dos docenas de machos y de hembras, éstas aproximadamente en la proporción de una por cada cuatro, están fumando y bebiendo café con leche. Hay cantidad de bandejas y bandejas, y nos acercamos a ellas, sin demasiada ostentación, pero con decisión inmarcesible. Esponjosos bollitos rellenos de crema de cacahuete. Me gustan. Jugosos marroncillos con sabor a néctar. Estos también. Y, para terminar, más tarta de manzana con una capa de dos centímetros de nata batida sobre la manzana y una pasta que es una maravilla. Bueno, por lo menos la velada no resultará del todo perdida. Trago y trago hasta que no puedo más, y todavía continúo un poco después, para asegurarme de que mañana no sentiré remordimientos. Vacío mi taza de café con leche, medio litro más o menos, y a continuacion, me zampo algunos pastelillos más. Martin y Heinz cogen cada uno un puñado. Yo no. No me parece indicado llevarme nada ante las narices de todos estos cretinos. Pero, ya se sabe, los holandeses son como los perros. Les falta pudor y carecen de sensibilidad hasta que reciben el primer puntapié en el trasero. Damos una vuelta. Yo permanezco con la espalda contra la pared a causa del agujero de los pantalones. Regresamos finalmente al gran salón. Me desabrocho dos botones porque resulta duro volver a soplar casi inmediatamente después de haber zampado. La cosa vuelve a empezar. La morena está otra vez aquí. Quiere que toquemos I dream of you. ¡Ah! ¡La conozco! Pero Martin, no. No importa. Ella le propone Dream, mas como ya la hemos interpretado, él decide atacar Here I've said it again. Esta última me gusta bastante debido sobre todo a su middle-part; cuando se trata de hacer una caprichosa modulación del fa al si bemol sin dar sensación de que se está haciendo. Tocamos. Paramos un poco. Volvemos a tocar. Estamos medio dormidos. Han aparecido dos chicas nuevas. Seguramente son francesas. Tienen una pinta deplorable con sus greñas hirsutas y su aspecto mezcla de mecanógrafa marisabidilla y criada. Como no podía ser menos, casi al instante se acercan a pedirnos música de baile de pueblo. Para hacerlas rabiar, interpretamos Petit Vin Blanc a ritmo de swing. Qué majaderas, ni siquiera reconocen la melodía. Sí, casi al final sí, y nos ponen una cara bastante desagradable. Los americanos se cachondean, les gusta todo lo que es chabacano. Me parece que nos estamos pasando. Es más de medianoche y llevamos interpretadas montones de viejas pamplinas. Me atizo una coca-cola que me han servido en un vaso muy grande. A Martin acaban de pagarle en este momento. Un sobre bastante abultado. Se ha quedado mirándolo y ha dicho:
– Nice people, Roby, they have paid for four musicians, though we were only three.
Eso ha dicho el muy cretino. Por lo menos debe haber tres mil francos dentro del sobre. Martin se va a mear y, al volver, tiende la mano para conseguir un paquete de Chesterfield reseco.
– Thank you, sir, thanks a lot!
¡Despreciable lacayo! Un corpulento pelirrojo se acerca para preguntarme algo sobre una batería. Según parece, le interesa una para mañana. Le facilito un par de direcciones. Poco después se acerca otro que se explica algo mejor. Lo que quería el anterior es alquilar una batería. Lo siento, nada que hacer. No conozco a nadie que se dedique a eso. En agradecimiento, me ofrece también un cigarrillo. Continuamos tocando, con lo que acaba por darnos la una. Intentamos acabar con Good Night, Sweet-heart. Se acabó, nos vamos. Otra, otra, por favor. Volvemos a interpretar Sentimental Journey. Verdaderamente les afecta que sea la última. Son tan tiernos… Bueno, habrá que pensar en irse. Venga, vamos a cambiarnos de ropa. Cuando acabamos hace frío en el pasillo y en la entrada de la mansión. Me echo el impermeable sobre los hombros. Martin está con Heinz. Me hace señas para que me acerque. Voy. Me suelta setecientos pavos. Ya entiendo, ya. El resto lo guardas para ti. Eres un cerdo asqueroso al que de buena gana aplastaría el hocico. Mas eso es precisamente lo que quisieras, que me diera por aludido. Soy menos cretino que tú y, además, tienes ya cincuenta años. El día menos pensado reventarás. A Heinz no le ha pagado delante de mí. Verdaderamente sois dos granujas de cuidado. En cuanto a los cigarrillos, me complazco en regalarle mi parte solamente por el placer de oírle decir: «We thank you very much, Roby». Esperamos un coche. La entrada está enlosada. Hay dos baldes rojos llenos de agua, un extintor y cartelones por todas partes: Beware of fire; Don't put your ashes, etcétera. Me gustaría saber a qulén pertenece la residencia. Contemplándola, me extasío con Heinz, a quien también le gusta. Volvemos al recibidor. Martin tiene ganas de mear. Ha birlado en algún sitio un ejemplar del Yank y me lo deja para que se lo guarde. Estamos cerca del teléfono. Cuando Martin regresa, me dice:
– Can you call my hotel, Roby, I wonder if my wife's arrived.
Su mujer debía llegar hoy. Telefoneo a su hotel, de parte del señor Romberg, para saber si la llave de su habitación está en el cajetín. Sí, sí está. Luego tu esposa no. Tranquilo, también esta noche podrás meneártela con la foto de una pin-up girl. Volvemos al recibidor y nos dirigimos después hacia el Packard. El conductor no quiere llevarnos a los tres, le maldecimos.
– Vete, vete sin nosotros. Ya nos las arreglaremos.
Otra vez al recibidor. Me siento. Para variar, Heinz se pone a refunfuñar en jerigonza. Martin parlamenta con Doublemètre, un americano muy gentil que nos encuentra un coche, pero Martin se va a cagar, y nos pide que le esperemos. Vuelta al recibidor. De todos modos, Heinz le ha dado veinte pavos de propina a uno de los mayordomos, que resulta bastante simpático.