– ¿A quién pertenece la casa?
– A un inglés que es funcionario público en Africa del Sur y que tiene otra mansión muy cerca de Londres.
Me entero también de que, durante la ocupación, los alemanes no tocaron nada. Se limitaron a vivir en ella con todas las de la ley. El inglés ha perdido a su mujer hace tres años, y acaba de volver a casarse. El doméstico no conoce todavía a su nueva patrona. Triste resulta, en verdad, perder a un conocido. Él mismo, por ejemplo, tenía un buen compañero, un íntimo amigo desde hacía más de seis años, y lo perdió un buen día. ¿Qué se le va a hacer? Nada, pero la cosa deja un vacio difícil de llenar. Doy los oportunos pésames y nos estrechamos la mano. Hasta la vista. Gracias. Heinz y Martin están de regreso por fin. Salimos. El coche está en una alameda. Se trata de un Chrysler. No, es el otro, mejor aún, un Lincoln. Echo una meada contra un árbol. Finalmente llegan las dos mecanógrafas fregonas acompañadas por un americano. Este conduce. Nosotros tres detrás; él delante con las dos chicas. Ellas dan chillidos porque dicen ir demasiado apretadas. Por mí que las parta un rayo. Yo voy bastante bien. Conectan la radio del coche. Se pone en marcha. Arranca con fuerza. Según parece, seguimos a otro. La música del receptor ayuda a pasar el rato. Se trata de un jazz blanco que suena un poco frío, pero que no deja de ser divertido. El coche sigue marchando a pedir de boca. Le digo a Heinz:
– No me importaría nada estar paseándome de esta manera durante toda la noche.
Él prefiere irse a dormir. París, Concorde, Rue Royale, Boulevards, Vivienne, Bolsa, stop… Martin se apea. A continuación me llevan a mí. Heinz está furioso por la vuelta que hemos dado. Estamos a la altura de la Gare du Nord, y ahora tiene que regresar hasta Neuilly. Que se las entienda con la compañía. Adiós, niños míos. Estrecho la mano al conductor:
– Thanks a lot. Good night.
Estoy en casa. La cama, por fin. Y justo antes de dormirme, siento cómo me convierto en pato.
(1946)
MARSELLA COMENZABA A DESPERTAR
1
Marsella comenzaba a despertar.
El aprendiz de carnicero levantó el medio cierre de hierro pintado de verde aceituna que cubría la mitad superior del frente de la carnicería. La cosa produjo un violento ruido metálico, pero el aprendiz podía silbar todavía con más fuerza, y así lo hizo. Silbaba El vals de Palavas tampoco es traba para la agencia Havas [14], obsesivo soniquete aprendido de la radio, que lo despachaba en tiradas interminables a lo largo de toda la jornada.
A continuación, el aprendiz retiró la metálica reja de tres cuerpos que cerraba la parte inferior del frente del establecimiento, y la depositó en el lugar acostumbrado. Hecho lo cual, barrió el aserrín esparcido la víspera, y se echó a descansar dándole vueltas a los pulgares.
Los pasos del patrón en el pasillo le recordaron algo. Abalanzándose sobre un hermoso y flamante cuchillo adquirido la víspera, comenzó a pasarlo frenéticamente sobre la chaira.
Entretanto, y aclarándose la garganta con un ruido nauseabundo como acostumbraba a hacer cada mañana, el patrón apareció. Se trataba de un tiazo moreno, un poco siniestro, y de aspecto semejante al de un turco. Sin embargo era de Nogent.
– Y bien -dijo-. ¿Ese cuchillo?
– Estoy empezando -respondió el mozo un poco azorado. Sus cortos y rubios cabellos, y su roma nariz le hacían parecido a un cochinillo.
– Deja ver.
El mozo alargó la hoja al patrón. Este la cogió y se pasó el corte sobre una uña para probar el filo.
– ¡M…! -blasfemó-. ¿Dónde has aprendido a afilar? Con un cacharro como éste no serias capaz de cortarle el cuello a un norcoreano.
Decía aquello para vejar a su aprendiz, del que de sobra le resultaban conocidas las inclinaciones revolucionarias.
– ¡Oh! -protestó el mozo-. ¡A que sí!
Había hablado demasiado. Siniestro, el patrón le miraba fijamente.
– ¡A que no! -dijo.
El mozo se sintió un tanto confuso. Tímidamente, intentó salir del paso.
– ¿Macho o hembra…? -sugirió.
– ¡Da lo mismo! -contestó el patrón con risa maliciosa.
Se aclaró la garganta por última vez. Como no podía soportarlo, el joven ayudante se puso a vomitar en el aserrín.
2
Mr. Mackinley frotó pensativamente una cerilla contra la suela de cuero de su zapato izquierdo. Tenía los dos pies sobre la mesa, y, para hacerlo, tuvo que encorvarse excesivamente, reavivando el dolor de su antiguo lumbago de Iwojima.
Mr. Mackinley tenía en realidad un apellido completamente distinto, y su negocio de exportación disimulaba la personalidad de uno de los elementos más activos del A.S.S., el Servicio Secreto norteamericano. Los endurecidos rasgos de su enérgico rostro daban a entender que, en caso de necesidad, Mr. Mackinley podía comportarse de manera implacable.
Dejó caer la mano sobre el botón de un timbre eléctrico. Apareció una secretaria.
– Haga pasar a la señora Eskubova -dijo en un inglés por completo desprovisto de acento.
– Yes, sir -contestó la secretaria, y Mr. Mackinley frunció el ceño ante el tufillo de Brooklyn que le evocó aquella voz grisácea. Pero como tenía sobre sí mismo más imperio que Hiro-Hito, se dominó.
Una mujer entraba poco después en el despacho. Parecía exultante y mística al mismo tiempo. Sus ojos azules, sus cabellos castaños y su cuerpo torneado y tentador, hacían de ella el agente ideal para cualquier misión delicada.
– Hello, Pelagia -dijo concisamente Mr. Mackinley.
Ella le contestó en la misma lengua, razón por la cual nos vemos forzados a traducir.
– Tengo una misión de confianza para usted -dijo Mackinley yendo derecho al grano, como suelen hacer los norteamericanos.
– ¿Cuál? -contestó Pelagia pagándole en la misma moneda.
– La que sigue -susurró Mackinley, bajando el tono de voz-. De fuentes bien informadas nos hemos enterado de que un conocido político francés, el señor Jules M…, ha entrado en posesión de determinados informes que resultarían para nosotros de la mayor utilidad. Se trata del dossier Gromiline.
Pelagia palideció, pero no dijo ni pío.
– Esto… -continuó incómodo Mackinley-. Bueno, en resumidas cuentas. En mi opinión, solamente usted sería capaz de hacerse con los informes mencionados.
– ¿Y cómo? -preguntó ella en un susurro.
– Querida mía… -dijo galantemente Mackinley-. Sus tan evidentes encantos…
La pitillera de plata de Pelagia le alcanzó en la ceja izquierda. Manaron algunas gotas de sangre. Mackinley seguía sonriendo, pero sus mandíbulas se contraían convulsivamente. Recogió la cajita y la devolvió a Pelagia.
– Me toma usted por una golfa -dijo ésta-. Yo no soy Marthe Richard, no lo olvide, Mackinley.
– Querida mía… -contestó él-. O dice sí o…
Y con gesto significativo se pasó el canto de la mano por la nuez.
Ella explotó.
– Me niego -dijo-. Es demasiado feo. Cuando entré a formar parte del Servicio, acordamos que mi fidelidad a Georges no habría de correr el riesgo de sufrir menoscabo.
– ¡Ja, ja, ja! -se rió Mackinley-. ¿Y qué me dice de ese mocito rubio de sonrosadas mejillas…? Si, ese aprendiz de carnicero de Montpellier, según creo, con el que acostumbra a pasear en taxi.
Esta vez la mujer acusó el golpe.
– ¡O sea que usted lo sabe todo, especie de monstruo! -dijo casi sin aliento.
Él hizo una ligera inclinación galante.