– Todo no. Me gustaría saber todavía más -ironizó-. Por eso me he permitido solicitar su colaboración.
– ¡Acostarme con Jules M…! -murmuró Pelagia-. ¡Qué abominación!
Se estremeció, y se levantó.
– Bueno, creo que no tenemos nada más que decirnos -concluyó Mackinley-. Dentro de unos días nuestro agente F-5 la contactará en Montpellier. Se le entregará un juego completo de documentos de identidad y, naturalmente, algunos viáticos…
– ¿Cuánto? -preguntó ella entre dientes.
– Ejem… -vaciló Mackinley-. Tendrá quinientos mil en metálico y, además, cinco mil dólares que cobrará si el asunto resulta un éxito. El Servicio está decidido a mostrarse bastante generoso en esta ocasión. Entienda de una vez, querida Pelagia, que el informe Gromiline tiene una importancia extremada para el presidente…
3
El taxi arranco con suavidad. Se trataba de un antiguo Vivaquatre cuyo chófer era medio sordo.
En la parte de atrás, sobre el acolchado, Pelagia acariciaba con ternura los recortados cabellos del aprendiz de carnicero.
– Gatito -le decía en ruso-. Cuando era muy pequeña, tenía un cerdito sonrosado, un encantador lechoncillo… Se llamaba Pulaski… Me recuerdas mucho a él.
Se estremecía al decirlo. Por su parte, el mozo de carnicería, un poco atontado de naturaleza, se dejaba acariciar sin decir palabra.
– ¡Bah! -bufó Pelagia-. Me estoy empezando a crear un complejo retroactivo, como las zorras de las norteamericanas.
El taxi se acercaba al hotel en el que la pareja cobijaba sus amores.
– Escucha -dijo Pelagia haciendo acopio de todos sus conocimientos de francés-. Tú venir… Tú, pinchón mío, coger cuchillo… Tú cortarme el gaznate… No, no puedo acostarme con ese individuo -añadió en ruso-. Escucha, Goloubtchik -continuó en francés-, si me amas debes hacerlo.
– ¿Por casualidad eres norcoreana? -preguntó el joven aprendiz de carnicero a quemarropa.
– ¡Oh…! -dijo Pelagia-. De Kharbine… muy cerca…
– Entonces, vale -sentenció él-. Estamos de acuerdo. Lo haré.
Pelagia se estremeció.
– Sí, prefiero que lo hagas tú -dijo ella muy de prisa-. Mi cochinito sonrosado. Y en Palavas, donde nos conocimos.
Tras lo cual lo besó apasionadamente. Al ver la escena en el retrovisor, el chófer estuvo a punto de empotrarse en un camión.
– Lo haremos mañana -dijo el aprendiz-. Afilaré el cacharro esta tarde al regresar. Te esperaré en la playa a las nueve.
Era el 3 de septiembre.
4
– ¿Dándole todavía? -se impacientó el patrón-. Decididamente, no tienes ni idea de cómo se afila un cuchillo.
– Ya veremos, ya veremos -dijo el mozo, con aires de triunfo.
– Sigo esperando al coreano -replicó el patrón buscándole las vueltas.
– Paciencia -le aconsejó el aprendiz.
Empuñando la chaira, comenzo a repasar la hoja con aplicación. Entre los apretados labios, le asomaba al exterior de la boca la punta de la lengua. El patrón sonrió con malicia y escupió en el aserrín, acertándole de lleno a un grueso moscardón verde.
5
– Pare aquí -dijo Pelagia dando un golpecito en el hombro al chófer.
Éste obedeció. Ella le largó dos billetes de mil francos y echó pie a tierra. Llevaba una falda negra y una camisa blanca generosamente escotada.
El chófer la contempló según se alejaba y chasqueó la lengua.
– Por este precio, de buena gana me la tiraba todas las noches -dijo con indignante grosería.
Ella se dirigió hacia la playa a grandes zancadas. Eran cerca de las ocho. De vez en cuando volvía la cabeza. Al verla pasar, dos hombres se detuvieron.
– ¡Hum…! -comentó el primero.
– Sí -respondió el segundo.
La noche se cerraba con toda presteza. Pelagia caminaba ya por la playa de Palavas. No había nadie por los alrededores en aquel momento. Por fin llegó al lugar de la cita. Todavía no era la hora acordada. Se dejó caer sobre la arena y se dispuso a esperar.
Silencioso como una sombra, él surgió a sus espaldas. Ella advirtió su presencia.
– ¡Mi cochinillo rosado! -suspiró.
Él estaba nervioso.
– Me fastidia -dijo-. Kharbine no está en Corea del Norte. Lo he mirado en un mapa.
– ¿Y qué importa? -volvió a suspirar Pelagia-. Cualquier cosa antes que acostarme con ese individuo. No lo dudes ahora, Goloubtchik.
El mozo hizo por recordar la técnica de los paracaidistas a los que había visto en faena en el cine. Al mismo tiempo, su natural sentido de la limpieza le inspiró una idea.
– Entra dentro del agua -dijo-. Así no mancharemos nada.
La mujer entró en el agua.
De manera brutal, el joven la obligó a girar sobre sí misma y, colocándole el pulgar debajo de la nariz, le echó la cabeza hacia atrás. El cuchillo se hundió en la carne. Una vez nada más.
– ¡Caramba! -dijo el mozo retirando el arma-. Esta vez el patrón no podrá decir que estaba mal afilado.
A sus pies, el cadáver se desangraba en el agua ennegrecida.
– Bueno, ya está -murmuró el joven-. He mantenido la palabra empeñada.
Una masa contundente se estrelló de improviso sobre su sien, haciéndole derrumbarse sin sentido.
El agente F-5 emitió un silbido casi imperceptible. Una canoa se aproximó al lugar.
– Súbelo a bordo -dijo-. Este cerdo me ha evitado un desagradable trabajito.
El hombre de la canoa tiró del cuerpo del aprendiz.
– Una inyección de N.R.F. [15] -continuó el otro-, y lo devolvemos a casita.
Registraron el cuerpo inerte. La herida había dejado de sangrar. Uno de ellos recogió el arma y la arrojó lo más lejos que pudo.
La billetera, el cinturón. Había que deshacerse también de todo aquello. A continuación, empujaron el cuerpo hacia la orilla. Era preciso que alguien llegase a dar con él. F-5 tenía necesidad de cubrirse las espaldas con relación a Mackinley.
El zumbido de la pequeña canoa parecía sonar con sordina. F-5 se subió a ella. El frágil casco se sumergió un poco más en el agua acusando su peso.
– Vamos -dijo-. Nos queda trabajo todavía.
La mancha negra de la embarcación desapareció entre las sombras.
(1949)
Los perros, el deseo y la muerte
Cuento publicado originalmente con el seudónimo de «Vernon Sullivan». (N. del E.)
Me han jodido… Mañana voy a la silla. Pero lo escribiré en cualquier caso, pues me gustaría dejar una explicación. El jurado, como es natural, no comprendió nada. Además, Slacks está muerta. Me resultaba difícil hablar sabiendo que no me creerían. Si Slacks hubiera podido arrojarse del coche, si hubiera podido venir a contarlo… Pero por fin todo ha terminado. Ya no hay nada que hacer. Al menos en este mundo.
Lo malo, cuando se es taxista, son las maniáticas costumbres que se adoptan. Se circula durante todo el día y, por fuerza, acaban por conocerse todos los barrios. Hay algunos que se prefieren a otros. Conozco tipos, por ejemplo, que se dejarían hacer picadillo antes de llevar a un cliente a Brooklyn. Yo los llevo de buen grado. Los llevaba, quiero decir, porque ya no podré volver a hacerlo. Sí, es cuestión de costumbre. Como ésa que me dio de pasar casi todas las noches, hacia la una, por el Three Deuces. Cierta vez llevé a ese sitio a un cliente borracho perdido. Se empeñó en que entrara con él. Cuando salí, conocía de sobra el género de chicas que en aquel antro podían encontrarse. El resto vino rodado, como podrán comprobar por ustedes mismos…
Todas las noches, entre la una menos cinco y la una y cinco, pasaba por el lugar. Ella salía mas o menos a esa hora. En el Deuces actuaban cantantes con mucha frecuencia, y yo sabía quién era ella. La llamaban Slacks porque llevaba pantalones más a menudo que cualquier otro tipo de indumentaria [16]. Después los periódicos dijeron también que era lesbiana. Casi siempre salía acompañada por los dos mismos fulanos, su pianista y su contrabajo, y se metían los tres en el coche del primero. Hacían un pase por otro antro, como diversión, y regresaban más tarde al Dcuces para acabar la noche. Esto lo supe más tarde.